Una película que retrata toda una época (I)

Se llama Owen Roizman. De crío se pateó las calles de su Brooklyn natal soñando con ser una estrella del baseball, pero la poliomielitis truncó de un hachazo esas ilusiones y, como adoraba la física, tomó la decisión de seguir los pasos de su padre para convertirse, como él, en operador de cámara.

CAPÍTULO 1

OWEN

Se llama Owen Roizman. De crío se pateó las calles de su Brooklyn natal soñando con ser una estrella del baseball, pero la poliomielitis truncó de un hachazo esas ilusiones y, como adoraba la física, tomó la decisión de seguir los pasos de su padre para convertirse, como él, en operador de cámara. Trabajó como segundo operador de Gerald Hirschfeld, iluminador ocasional de Sidney Lumet y habitual de Larry Peerce, con quien aprendió los rudimentos del oficio. Tras unos años trabajando como director de fotografía en publicidad, Owen dio el salto al mundo del largometraje de ficción con el director William Gunn en la hoy olvidada Stop! (1970). Un cineasta chiflado, que en aquella época estaba liado con la hija de Howard Hawks, le ofreció retratar con crudeza la cara más sucia de Nueva York en una película que, según consejo de Hawks, debía contener la más alucinante persecución automovilística vista hasta aquel momento si quería tener éxito. Superar al Bullit de Peter Yates, Steve McQueen y Lalo Schifrin, ¡todo un reto!, se dijo el cineasta chiflado, que se tomó tan a pecho el consejo del maestro que logró no sólo rodar una de las más espeluznantes e inolvidables persecuciones de la historia; además, de la mano de Owen y un tal Jerry, de quien hablaremos un poco más adelante, sentó las bases de una revolución estética que marcaría todo el cine norteamericano de los años setenta. Y por el que fue su segundo trabajo, del que dice que lo hizo guiado más por el instinto que por sus «limitados» conocimientos, el novato e inseguro Owen fue nominado al Óscar. No consiguió hacerse con la estatuilla, pero su amigo el cineasta loco sí, así como la película, abriendo de este modo las puertas a la llegada del llamado nuevo Hollywood, también conocido como el Hollywood de los mocosos. El cineasta loco se llamaba William Friedkin y la película, hoy un icono, era French Connection. Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971).

Otros colegas contribuyeron junto a Owen a conformar ese realismo sucio y granulado que se convertiría en marca de la época, muy especialmente en el cine policíaco, el western crepuscular y el cine de terror. Entre ellos, genios de la talla de Conrad Hall, László Kovács, Vilmos  Zsigmond, Haskell Wexler, John A. Alonzo, Michael Chapman y el inmenso Gordon Willis, que es, en sí mismo, un universo aparte. La carrera posterior de Owen fue una sucesión de películas míticas: Sueños de seductor, El rompecorazones, El exorcista, Los tres días del cóndorNetwork, Ausencia de maliciaTootsieGrand Canyon… Pero fue en 1974 cuando, mostrando aún una inseguridad injustificada, aceptó con cierto temor un proyecto modesto en sus pretensiones, pero que suponía un complejo y atractivo desafío técnico, colaboración que le solicitó un humilde cineasta de New Jersey llamado Giuseppe Danielle Sorgente. Aún no lo sabían, pero de ese encuentro iba a surgir un mito al que el tiempo está poniendo en el lugar que realmente merece.

CAPÍTULO 2

GERALD

Gerald también fue un hombre modesto, y hasta el final vivió convencido de que si poseía algún talento, este salía a la luz gracias a los cineastas y colaboradores que supieron exprimirle a fondo para dar lo mejor de sí en cada producción. Cuando se encontró en su moviola con el material que Giuseppe Danielle Sorgente le iba entregando a diario, le sobrevino un ataque de ansiedad, sintió que necesitaba ayuda y llamó a un colega al que admiraba profundamente llamado Robert Q. Lovett, que contribuyó a poner orden y conseguir un ritmo casi perfecto en lo que se traía entre manos con el voluntarioso Sorgente. Pero volvamos a los orígenes. Gerald Bernard Greenberg nació en Nueva York en 1936. Empezó su carrera muy joven como montador musical, y de su contacto con la moviola nació un cosquilleo que la gran Dede Allen convirtió en vocación, pasión y genio cuando le contrató como ayudante para montar América, América de Elia Kazan y, sobre todo, Bonnie and Clyde de Arthur Penn, película fundacional del montaje moderno junto con el Grupo salvaje de Sam Peckinpah. Aunque ya había montado El restaurante de Alicia de Penn, Los chicos de la banda de Friedkin y la irregular El detective y la doctora de Anthony Harvey, Gerald siempre consideró su primer trabajo adulto el que hizo para su colega Friedkin en The French Connection. A eso le llamo yo llegar y besar el santo, porque su genial trabajo en ella fue premiado con el Óscar, pese a lo cual siguió considerándose un modesto artesano que necesitaba como oro en paño el calor de un equipo entregado al proyecto (destaca su prolongada colaboración con Brian De Palma) y la colaboración de otros maestros del montaje, como Tom Rolf o Bill Pankow, ¡de quien fue maestro! Pero fue su indiscutible talento el que hizo que su carrera estuviera jalonada por auténticos hitos: La piel en el asfalto, The Seven-Ups, Kramer contra Kramer, Apocalypse Now, Vestida para matar, La puerta del cielo, Scarface y Los intocables de Elliott Ness. En 1974 aún estaba dando sus primeros pasos y ni siquiera el Óscar le quitó esa sensación de que aún tenía mucho que aprender. Visto el resultado de sus colaboraciones con Friedkin, quien, por su parte, le idolatra, y Giuseppe Sorgente, se puede decir que era un sabio precoz aunque él aún no fuera consciente de ello…

CAPÍTULO 3

DAVID

Si dos películas policíacas marcaron el nacimiento del cine americano de los años setenta, esas fueron The French Connection y Harry, el sucio (Dirty Harry, 1972) de Don Siegel. La banda sonora de la primera corrió a cargo del polifacético Don Ellis: trompetista, baterista, compositor, arreglista, director de orquesta y colaborador de Frank Zappa, Al Kooper, Eric Dolphy o Ron Carter entre muchos otros. No sabemos hasta dónde podría haber llegado en su faceta como compositor de bandas sonoras ya que falleció prematuramente a los 44 años de un ataque cardíaco. En cine, lo que le colocó en la palestra fue su apabullante colaboración con el productor Philip D’Antoni, para quien compuso también la música de esa falsa continuación de French Connection que es la trepidante Los Implacables. Patrulla Especial (The Seven-Ups, 1973), que el mismo D’Antoni dirigió, y la continuación oficial, French Connection 2 (The French Connection II, 1975) dirigida con mano maestra por John Frankenheimer. Por su parte, la banda sonora del film de Siegel fue compuesta por Lalo Schifrin, genial pianista argentino convertido en ídolo de melómanos y cinéfilos tanto por sus trabajos jazzísticos como por sus sublimes bandas sonoras, pero amado en el mundo entero gracias, sobre todo, al electrizante tema principal de una mítica serie creada a mediados de los años sesenta por un visionario llamado Bruce Geller.

Todo el cine policíaco americano de la que me gusta considerar como su década prodigiosa bebió de esas dos fuentes. Y no fue ajeno a esa influencia un compositor enamorado de las armoniosas melodías de Burt Bacharach pero que, paradójicamente, destacó con unas composiciones más rupturistas de lo que le hubiese gustado, como el grandioso tema para piano que compuso para su cuñado Francis Ford Coppola en La Conversación (The Conversation, 1974) o la oscura e intrigante música que ideó para Todos los hombres del presidente (All The President’s Men, 1976) de Alan J. Pakula.

Cuando Giuseppe Sorgente le pidió que se embebiera del ritmo y del espíritu de la ciudad en la que transcurría la historia a la que le iba a poner música, David Shire (Buffalo, Nueva York, 1938) se desvivió por imitar a Lalo Schifrin. Como se dio cuenta de que Lalo sólo había uno, confesó dos cosas a Paul Glass, un compositor de música contemporánea (alumno, como Ennio Morricone, del riguroso Goffredo Petrassi y del gran Witold Lutoslawski) que solía montar didácticas reuniones de músicos representantes de todas las tendencias y estilos en su casa de Los Ángeles: la primera, y con perdón, que detestaba la música dodecafónica; la segunda, que estaba en un atolladero con la banda sonora que tenía entre manos. El sabio compositor le dijo que, puesto que tenía un gran talento para el jazz, como había demostrado en el film de Coppola, ¿por qué no mezclar el jazz, tan ligado a Nueva York, que no otra era la ciudad en la que transcurría la acción, con algunos toques dodecafónicos que fueran armoniosos y pegadizos? «¿Es posible?», preguntó. «Sí. La música no es más que un juego entre notas y siempre te sorprenden», le dio a entender el maestro. Y al fin y al cabo, Nueva York era por aquel entonces el mayor símbolo del llamado melting pot. En sus calles, las razas, las culturas, las etnias, los sexos, los géneros, convivían en un caos más o menos armonioso, y la violencia estaba, por desgracia, a la orden del día, cosa que el guion de la película subrayaba de una manera sutil y extraordinariamente inteligente. Tras esa conversación liberadora, a David le costó poco encontrar un riff hecho de tres notas (en realidad dos) que, al igual que la película, se convirtió con el tiempo en un símbolo, un retrato, de esa época en la que se hizo un cine tonificante, irrepetible y apasionante. Y en este caso, el mito está más que justificado, porque pocas veces en la historia tres notas musicales han precipitado al espectador en una película sin darle tiempo ni a acomodarse en la butaca. Arrebatador comienzo que nos promete que no vamos a poder apartar la mirada (ni los oídos) de la pantalla, gracias a la magia de un cine en estado milagrosamente puro, hecho de artesanía, inteligencia, instinto y fe.

(Continuará…)

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LOS ORÍGENES

JAVIER ARAZOLA

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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