La discreta y humilde Gracia de Don Siegel

La crítica de cine decidió en algún momento tildar de «meros artesanos» a aquellos cineastas que, sin ser malos, se limitaban a poner su oficio, pero no su genio o su creatividad, al servicio de la producción que estaban rodando. Lo cierto es que a menudo era ese un atajo intelectual y moral disfrazado de respetuosa (pero sobre todo hipócrita) benevolencia al que los cronistas recurrían para no llamar perezoso a un artista o «menor» a su obra y no parecer así unos elitistas perdonavidas, que es lo que en el fondo son la mayoría.

UNO

Los espectadores, y muy especialmente los más aficionados, asumieron con naturalidad ese lenguaje como se hace con todo aquello que supone asimilar un código que facilita la circulación por cualquier microcosmos tribal, en este caso el de la complicidad cinéfila. Aún hoy, Godard sigue utilizando el concepto de «faiseur» para expresar su decepción ante algún que otro cineasta al que alguna vez admiró y que con su posterior carrera no respondió a sus expectativas de cinéfilo. Godard entra en una de sus habituales contradicciones, porque si alguien ha defendido la necesidad de la artesanía es él, que nunca ha ocultado que es el punto de partida para la iconoclastia, igual que la industria, representada por la figura del productor, le parece el fundamento económico inevitable para hacer cualquier película, sea esta del tipo que sea. El coqueto Godard siempre ha querido ser un revolucionario desde dentro del sistema, nunca al margen del mismo. De hecho, cuando lo intentó en su etapa maoísta se perdió a sí mismo como auteur, lo que no le impidió hacer algunas cosas muy interesantes, como Vladimir et Rosa (1971), pero él mismo acabó por admitir que había rodado su segunda primera película cuando, a su peculiar manera, volvió al redil con la sublime Sálvese quien pueda (la vida) (Sauve qui peut (la vie), 1979), eso sí: para seguir escandalizando, ofendiendo, aburriendo o indignando a quien tuviera a bien ver la película.

Lo cierto es que la principal víctima de esa simplificación es el propio concepto de «artesanía». Cualquier cineasta, hasta el más intelectual, aprende antes o después que sin el cultivo de un espíritu artesanal, sin el conocimiento y el ejercicio de la artesanía, es imposible acercarse, ni que sea un poquito, al gran arte. Los rodajes de cine suelen ser accidentados: dependen demasiado del azar, la fortuna, los múltiples egos que conviven en ellos y el descubrimiento de que lo que funcionaba en el papel o la imaginación no lo hace en la práctica. A la creatividad hay que sumar siempre la capacidad de reacción ante lo imprevisto, la picardía y el ingenio, por no hablar del mayor conocimiento posible de los instrumentos que se utilizan para hacer una película. A mayor dominio de los recursos, por prosaicos que sean, mayor control sobre los elementos y mayor capacidad creativa.

DOS

Si algo habrá que agradecerles siempre a los «jeunes turcs» de Arts y Cahiers du Cinéma, o sea a los Truffaut, Rivette, Godard, Rohmer y Chabrol de la Nouvelle Vague que el perspicaz sabio que fue André Bazin apadrinó en un momento privilegiado de la Historia del Cine, no es, como cree tanta gente, haber creado el cine de autor (entelequia sin sentido), sino ayudarnos a descubrir la existencia de un autor, artista, creador o maestro ahí donde menos se le espera. Los casos de Hitchcock y Hawks son dos de los más significativos. He ahí dos cineastas aparentemente alejados de la solemnidad intelectual y la gravedad moral -considerados simples artesanos con talento de un cine de género diseñado para entretener y poco más por el biempensante establishment intelectual parisino (y del resto del mundo) de los años cuarenta y cincuenta- cuya obra ocultaba infinitos destellos de genio en un mundo propio rico y profundo tanto en lo estético como en lo moral y lo intelectual. «Encontrar la belleza sin aparentarlo», como decía Truffaut. Estos artistas superlativos lo hacían y eso es lo que los insolentes jovenzuelos de Cahiers sacaron a la luz para ofrecérselo al mundo: ir más allá de la superficie para encontrar los mil y un tesoros ocultos en Encadenados o Luna nueva, por citar dos magnos ejemplos.

TRES

De entre los cineastas más ignorados por la crítica, cuando no maltratados sin piedad, destaca a mi juicio uno que no necesitó jamás ser un genio para ser lo máximo a lo que puede aspirar un director: un cineasta de ley. Fue un cineasta potente que supo combinar el oficio con la claridad narrativa para conectar mejor con su público y que poseyó la conciencia suficiente para transmitir un mensaje humanista exento de sentimentalismo, no sin correr riesgos, como el de ser tildado a menudo de fascista por la eterna miopía del siempre acechante progresismo biempensante y a pesar de que él se definía a sí mismo como un liberal progresista que, eso sí, ponía al individuo en el centro de todo, ese «pecado imperdonable» de los buenos liberales americanos. Se llamaba Don Siegel y además de ser mentor de John Cassavetes y maestro y amigo de Clint Eastwood, le debemos un buen puñado de títulos memorables, como Código del Hampa (The Killers, 1964), violento remake de Forajidos (The Killers, 1946) de Robert Siodmak, una adaptación para televisión de una novelita de Hemingway que le salió tan bien que en el resto del mundo se estrenó en cines tras ser reconocida en el festival de Venecia con el premio al mejor actor para un Lee Marvin que con este papel se asentaba definitivamente en el mito.

Hay que aclarar que Siegel, quien gracias a su hoy mítica La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956) se convirtió en uno de los precursores estéticos y espirituales del cine americano de la década de los setenta, se estrenó como director de largometrajes de ficción con El veredicto (The Verdict, 1946), un memorable ejercicio de suspense victoriano que revisitado hoy deja claro que ahí había algo más que un mero «artesano» tras la cámara. Del mismo modo que antes de dirigir había aprendido los entresijos del oficio trabajando en los más diversos departamentos de los estudios hollywoodienses, después de su ópera prima recorrió un prolongado y a menudo frustrante camino de aprendizaje en los mundos de la Serie B, no siempre jalonado de películas redondas, aunque no faltaron algunas a la cita, como la deliciosa y anarquista El gran robo (The Big Steal, 1949), la áspera Motín en el pabellón 111 (Riot in Cell Block 111, 1956) y la muy hermosa Contrabando (The Lineup, 1958), en la que Eli Wallach borda el papel de un psicópata que vive empeñado en educar sus carencias culturales entre asesinato y asesinato.

En 1960 brindó a Elvis Presley su más hermoso papel, el de un mestizo hijo de un colono blanco (John McIntire) y una mujer india (Dolores del Río) en Estrella de fuego (Flaming Star, 1960) un western absolutamente magistral, estremecedor y apabullante, que tras su humilde y engañosa fachada de pequeño film de género escondía una descarnada crítica a los prejuicios raciales de la América profunda, aquí desmitificada sin compasión, en un canto a la fraternidad desesperanzado y condenado de antemano a la derrota que me parece un deber descubrir hoy. Lo agradecerán, es una grandísima película.

La serie B, como el término de «artesanía», es fuente inagotable de felices sorpresas. En su seno conviven adefesios inconcebibles con obras de arte mayúsculas. No hay mejor escuela para un cineasta, y en Estados Unidos no pocos de los hoy considerados autores «mayores» tuvieron el privilegio y la fortuna de dar sus primeros pasos en un mundo donde había que tener un fino olfato y ningún prejuicio para descubrir los diamantes en bruto que se movían en un cutrerío a menudo impuesto por la limitación de medios materiales. Don Siegel fue también un precursor en ese sentido. Gracias a los ladrones de cuerpos, Estrella de fuego y Código del Hampa pudo dar el salto definitivo de la serie B a un mayor control sobre su obra, simbolizado en ese A Siegel Film con que inauguraría sus films en los años setenta. Su feliz encuentro con el Clint Eastwood post-Leone dio pie a una serie de películas que, una vez más, sin ser geniales son irreprochables. Todas ellas rebosaban oficio, eficacia, amor por la narración, dignidad individual y humor. El cine de Siegel gana con el tiempo porque es honesto, hecho a conciencia, CUMPLE. Y si ustedes deciden ver Harry, el sucio (Dirty Harry, 1972), su film más mítico, popular y polémico, como la reflexión sobre un individualista radical desencantado con el sistema antes que como una apología del fascismo, descubrirán los tormentosos ribetes dostoyevskianos que posee ese inspector Callahan que es humillado, machacado y ofendido bajo una gigantesca cruz, culminación de una extraordinaria secuencia de acción sin acción, de persecución sin persecución y de caza al cazador que da fe del inmenso talento de su autor. Harry Callahan o la profunda complejidad de un hombre que parece superficial, sádico y primario pero que es algo más que todo eso, sin duda porque se ha codeado demasiado a menudo con la suciedad del mundo.

Con El seductor (The Beguiled, 1971), Siegel nos regaló una de sus grandes obras maestras, demostrando que nada de lo que hay en ella debía sorprendernos. Todo el malestar existencial que se desprende de un film en absoluto amable, casi terrorífico, ya estaba presente en muchas de sus películas anteriores, en el fondo denuncias dolientes de hasta qué punto demoníaco pueden destrozar la convivencia y la civilización la represión de los instintos y la corrupción del alma humana.

Años antes se tomó un respiro entre Eastwood e Eastwood para rodar con Richard Widmark y Henry Fonda otra extraordinaria reflexión sobre la fina y casi imperceptible línea divisoria que separa la honradez de la corrupción. Se titula Brigada homicida (Madigan, 1968) y es uno de los grandes films policíacos de los años sesenta, retrato sin concesiones de unos personajes complejos que se exigen ser coherentes y fieles a un rígido código de valores que ellos mismos se han impuesto para servir a la sociedad, pero que se verán obligados a admitir su vulnerabilidad, sus flaquezas, su violencia, su impotencia, en suma la imperfección humana. Film vibrante, dotado de un ritmo tan trepidante que de tan armonioso acaba por resultar imperceptible, es otra prueba de que la grandeza de Siegel gana con el tiempo porque se percibe en sus películas el amor por la belleza del acto de rodar, la beauté du geste, como afinadamente observaba un joven e inspirado crítico del más reciente Cahiers, revista que parece darse cuenta hoy de lo injusta que ha sido siempre con el maestro.

CUATRO

Mi película favorita de Don Siegel, la que considero una joya inagotable que no necesita ser perfecta para ser la obra maestra que me parece, es la que a mi juicio retrata mejor que ninguna otra su lucha por conseguir convertirse en todo lo independiente que a uno le puede dejar ser un sistema tan alambicado y depredador como el hollywoodiense.

En el corazón de La gran estafa (Charley Varrick, 1973) hay insertada una secuencia prodigiosa rodada con la mayor sencillez del mundo. En ella, Maynard Boyle (John Vernon), al que podríamos describir como un ejecutivo de alto nivel que trabaja para la mafia, analiza con Harold Young (Woodrow Parfrey), banquero desafortunado, la delicada situación en que ambos se encuentran. Apenas un plano de ambos aprovechando un día soleado para charlar de sus cosas contemplando el azul de un resplandeciente cielo bajo el que las vacas pacen en un idílico prado.

Durante la conversación se va produciendo un casi imperceptible acercamiento físico que va creando segundo a segundo una mayor intimidad entre los dos personajes. Complicidad subrayada por un leve movimiento de cámara que precede a un plano-contraplano que sólo hace acto de presencia para permitirnos leer cuando es estrictamente necesario los pensamientos de ambos hombres, ocultos más allá de las palabras que salen de sus bocas. Con insultante simplicidad Don Siegel rueda el infierno, pues lo que Maynard Boyle está haciendo es sugerir a Harold Young que se suicide: porque es un desecho sospechoso de traición; porque, a pesar de su inocencia, está irremisiblemente perdido. Guardián celoso de un dinero de la mafia oculto en secreto en su modestísima y pueblerina agencia bancaria del que un ladrón de tres al cuarto se ha apoderado en un atraco bastante accidentado, la mafia considera que tal vez el robo ha tenido éxito porque él es cómplice del ladrón. Lo cual es mentira, pero eso al Poder le importa más bien poco. Harold Young debe desaparecer. Poco importa cómo, así que Maynard Boyle, que no carece de clase y distinción, le previene a su manera de que su inevitable fin puede ser atroz y doloroso, o no. De él depende. ¿Por qué se entretiene Siegel en mimar con tanto oficio y elegancia una secuencia que no aporta gran cosa a la historia? Porque en ella está el meollo de esta película: algunos resisten y combaten al Poder como pueden, pero los desesperados y los pusilánimes se dejan vencer y, literalmente, exterminar por él. Y el que resiste con todos los medios a su alcance no es otro que Charley Varrick, el rey de la pirueta, el ladrón más perseguido del estado.

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En un día soleado y plácido, un coche amarillo aparece en Tres Cruces (Nuevo México), tranquilo pueblo donde una vez tuvo lugar la despedida amistosa entre Pat Garrett y Billy el Niño. Lo conduce una mujer (Verna Bloom). Su marido, mucho mayor que ella, es un gruñón de pelo blanco que luce un enorme lunar en la mejilla, además de un desafortunado bigote, todo ello coronado por unas gafas de dioptrías incalculables. Viene a hacer un depósito en el banco, razón por la que su mujer aparca justo frente a la sucursal. Un oficial de la oficina del sheriff les advierte de que está prohibido aparcar ahí, pero el marido tiene un pie enyesado y eso le dificulta la movilidad, por lo que el amable oficial le permite apearse antes de desplazar el coche a un lugar autorizado.

Una escena cotidiana de lo más anodino que Don Siegel y Walter Matthau saben YA convertir en inquietante sin olvidar el humor que siempre esperamos del segundo. Llega de inmediato un atraco al banco, capitaneado por Matthau, del que podríamos decir que parece rodado por el maestro Jean-Pierre Melville de no ser porque su artífice es el insigne Don Siegel, que haciendo cine policíaco tampoco era manco. El atraco no puede salir peor, pues no faltan los muertos, incluido uno de los atracadores, pero el resto de la banda consigue huir en medio de un lío monumental. El coche se pierde en las montañas cercanas al pueblo y alcanza una furgoneta en cuyos laterales leemos Charley Varrick. Fumigador. El último de los independientes (toda una declaración de principios). La mujer, que ha recibido un balazo durante el tiroteo, fallece en brazos de su amado Charley, quien se despide de ella con emoción contenida. No hacen falta aspavientos para expresar el dolor. Walter Matthau lo sabe porque Charley Varrick lo sabe. Un beso leve en los labios, un puñado de pólvora esparcida sobre el cadáver para hacer saltar por los aires el coche robado en el que reposará eternamente su amada y un susurrado «adiós, amor mío». Grandiosa, subyugante despedida.

Tras una distendida charla que nos aporta toda la información que necesitamos acerca de Charley Varrick, coronada por un breve y maravilloso momento de suspense diseñado con serena mano maestra, Varrick y su cómplice Harman Sullivan (Andy Robinson) llegan a su refugio, que no es otro lugar que la caravana en la que vive el primero con una anciana libidinosa como única vecina. Allí descubren que el botín es cien mil veces mayor de lo esperado. Varrick, que no tiene un pelo de tonto, comprende de inmediato que acaban de cometer el error de sus vidas, ya que el dinero procede, sin duda, de la mafia, un dinero sucio escondido discretamente en una anodina sucursal bancaria de pueblo.

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Así empieza un guion casi perfecto escrito por Dean Riesner y Howard Rodman, adaptación de una novela de un tal John Reese, que Siegel ilustrará con su autoridad habitual, en complicidad con Michael Butler en la fotografía, Frank Morriss en el montaje y el superlativo Lalo Schifrin en la banda sonora. Gracias a ellos, seremos testigos de cómo la inteligencia matemática, geométrica, casi filosófica, de Varrick sabrá burlar la persecución tanto de la policía (maravillosos Norman Fell y Wiliam Schallert) como de la mafia (representada por el citado Vernon y por un tipo misógino, racista y sádico hasta la náusea que el gran Joe Don Baker convierte en una obra maestra de la antipatía).

El sadismo de Molly versus.. la inteligencia en acción de Charley

Un círculo de engaños y vueltas de tuerca que roza el prodigio y del que nadie, ni personajes ni espectador, sale indemne. Qué delicioso es verse engañado a cada instante por seres tan avispados. Por obra y gracia de todos ellos, La gran estafa se convierte en la quintaesencia del cine negro americano de los 70, en una de las obras cumbres del cine policíaco de la década, si no en LA obra cumbre. Claro que ahí estaban ya French Connection y Harry, el sucio y a la vuelta de la esquina esperaba Chinatown, no menos sublime. El noir de los 70, género mayor sin discusión.

Si leen o escuchan ustedes cualquier comentario acerca de La gran estafa (Charley Varrick, 1973) comprobarán que ni en el más elogioso se ha afirmado que es una obra maestra. No obstante, supuso la unión de dos maestros de su arte, un Don Siegel pletórico y un Walter Matthau empapado de sabiduría, que le otorgaron al cine de acción todas las cartas de nobleza imaginables al desenvolverse en él con soltura, elegancia, armonía y un poderoso ingenio. Dicen que a Walter no le gustaba la película porque el final le parecía amoral, pero lo cierto es que él mismo contribuyó como nadie a hacer de Charley Varrick uno de los personajes más atractivos y seductores de la década prodigiosa de los setenta. Así que ya saben, que la discreta y humilde Gracia de Donald Siegel sea por siempre con ustedes, queridos lectores.

JAVIER ARAZOLA

Síguele en Twitter: @AmbersonsI y en su blog The Magnificent Ambersons

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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