El cielo en el infierno

Los mundos de Douglas Sirk están habitados por seres que se mueven con dificultad en una sociedad en apariencia armoniosa pero que en el fondo vive regulada por latentes prejuicios morales y se ve asolada por despiadados juicios colectivos cuando aquellos salen a la luz; son personajes, sencillos o complejos, siempre atormentados por unas frustraciones impuestas por ese caprichoso azar que tiene el molesto hábito de precipitarlos hacia un destino más poderoso que la vida, que para eso nos movemos en el territorio del melodrama de la mano de su más ilustre valedor.

De entre sus muchas y muy notables obras maestras, hay una que en cada nuevo visionado me atrapa poderosamente entre sus redes, quizás porque es la que menos se ciñe a los cánones del melodrama, a los que recurre sólo para subrayar con implacable crudeza la terrible degradación de la condición humana.

Es Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958), su film más oscuro, el que más pesadumbre provoca porque es el más desabrido, descorazonador y sinceramente triste. Hermosa elegía que deja al descubierto con impúdico pudor un intimismo tierno, épico y arrebatador; conmovedor lamento por la suerte desgraciada de esas gentes anónimas que no tuvieron más remedio que vivir entre devastación y ruinas, resultado de una guerra con la que maldijo al mundo un visionario airado y fanático. Es ni más ni menos que a la caída de los dioses a lo que asistimos en estos hogares transformados en escombros, en estas iglesias derruidas y sin techo que apenas sirven de refugio, escondite o amparo, junto a esos guías morales incapaces de dar oxígeno a la mente o de servir de consuelo al espíritu de los perseguidos y los derrotados.

En medio de esta grisura, pintada con trazos de suciedad y filmada en un Scope nada estetizante por el gran Russell Metty, asistimos a una historia narrada con la ligera, invisible, equívocamente imperceptible fluidez que sólo han llegado a dominar los Clásicos que merecen ser llamados así, en la que el resplandor de los colores a menudo vistosos de la Universal sólo iluminará la decadencia de un régimen que aspiró a la grandeza y se quedó en destrucción, depravación y pérdida de todo referente moral y estético, como cuando el espanto nos cae encima y sin anestesia en el encuentro final entre Ernst (John Gavin), Oscar Binding (Thayer David), un viejo y mediocre compañero de colegio del protagonista aupado a las más altas esferas del poder por los nazis, y Heini (Kurt Meisel), un despiadado oficial de las SS al que el exceso de alcohol durante una orgía convierte en un decadente pero lúcido analista de su propio sadismo; secuencia magistral jamás igualada —ni tan siquiera por Visconti o Fassbinder, hijos espirituales de este film doloroso como la belleza— que un erotismo lánguido y demacrado y una crueldad inusuales en el cine de los años cincuenta convierten en representación y símbolo del nihilismo más absoluto, ese del que la enamorada pareja protagonista intenta huir con todas sus fuerzas aunque sepa que es en vano.

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Y, a pesar de todo, será en medio de toda esta hecatombe que nos recuerda al Rossellini de Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1948), donde veremos florecer un árbol moribundo bajo un cielo azul en perpetua lucha contra un humo y unas cenizas omnipresentes, y donde asistiremos al nacimiento y desarrollo de un pequeño gran amor cuya sencilla e infinita ternura se erige ante nuestros ojos en acto de resistencia y humilde heroísmo frente a la mediocridad del odio y la muerte.

Como en todo drama que se precie, hay en esta soberbia película una despedida. La osadía, la gran audacia de Douglas Sirk es no mostrarla directamente, o, mejor dicho, hacerlo a través de la despedida de otros dos personajes secundarios en la que es su primera y única aparición en pantalla, cuando se separan al mismo tiempo que los protagonistas en una estación de tren, desgarro no menos conmovedor porque confirma que todas las despedidas son igual de terribles y desasosegantes cuando es el mal el que las provoca.

Este es un drama marcado por el horror de la guerra, el que genera en nuestra conciencia insalvables dilemas morales, un espanto ante el que apartar la mirada sólo sirve para aplazar por unas semanas, el tiempo de un permiso, la tragedia, aquella a la que se ve condenado nuestro protagonista cuando, en uno de los finales más terribles de la historia del cine, ve cómo literal e irremisiblemente se le escapa entre los dedos cualquier esperanza de felicidad.

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Porque es deber de la tragedia recordarnos que hay un tiempo de amar pero también un tiempo de morir en lo que no es sino un infierno convertido brevemente en paraíso.

Douglas Sirk no niega la posibilidad de la felicidad, pero nos confiesa, con ese momento subyugante, su impotencia, su incapacidad para ni tan siquiera encuadrarla; tal es el dolor que aniquila su alma al mostrar sin concesiones el alma de un país, el suyo, en ruinas.

Qué nobleza la de este rey impotente y apesadumbrado, la del Rey del Melodrama en la hora de una confesión que encierra otra aún más terrible: la emoción del melodrama —es decir, del cine; es decir, del gran arte— que nunca será suficiente para vencer al mal. Qué triste película esta, en la que la comunión de la belleza y el desconsuelo dejan al desnudo la terrible tragedia interior de un cineasta exquisito que fue capaz de crear una obra más grande que la vida.

JAVIER ARAZOLA

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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