Parásitos

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ParásitosPlantilla Juan Poz

«Parásitos», de Bong Joon-ho, o la picaresca 5G. Entre Kurosawa, Chabrol y Buñuel. Parásitos, una película inteligente, divertida y atroz: el refinamiento de la picaresca en el siglo XXI.


Título original: Gisaengchung Año: 2019 Duración: 132 min. País: Corea del Sur Dirección: Bong Joon-ho Guion: Kim Dae-hwan, Bong Joon-ho, Jin Won Han Música: Jaeil Jung Fotografía: Kyung-Pyo Hong Reparto: Song Kang-ho, Lee Seon-gyun, Jang Hye-jin, Cho Yeo-jeong, Choi Woo-sik, Park So-dam.


No me parece, al menos en castellano, que Parásitos sea un título que defina la obra de industriosa picaresca sutil que va a ver el espectador en las dos brevísimas horas de esta película de Bong Joon-ho que bebe de modelos fílmicos de primera magnitud: La ceremonia, de ChabrolViridiana, de BuñuelEl infierno del odio (en japonés, literalmente, Cielo e infierno).

Comenzamos en el subsuelo donde vive una familia misérrima a la que llega un compañero de instituto del hijo para ofrecer una sustitución como profesor de inglés para una familia de clase alta —y aquí alta no es metáfora de pudiente, sino precisa descripción geográfica, un elemento espacial que va a jugar un papel importantísimo en la película, también a nivel metafórico— y acabaremos al final de esa empinada cuesta y esas pronunciadas escaleras que nos llevan a la cima de la colina donde vive la familia adinerada para la que va a trabajar.

La ascensión social de los míseros supervivientes del capitalismo global, en cuya infravivienda la lucha por conseguir conexión wifi se libra de forma paralela a la invasión de chinches y cucarachas, va a irse produciendo de forma paulatina, con una estrategia invasora que se aprovechará, está claro, de la culpabilidad de una madre ingenua y de escaso carácter que cree tener en casa un genio de la pintura cuando, en realidad, lo que tiene es un hijo mal criado a quien una fantasmal «visita inesperada» en su domicilio poco menos que lo ha convertido en un enfermo mental, y a quien los padres maleducan para «paliar» esa oscura y tenebrosa tendencia de la criatura.

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El modo divertido y hasta casi inocente en que la familia va introduciendo en la casa al nuevo miembro se quiebra cuando para conseguir la plaza de chófer, y la de gobernanta, han de «eliminar» a los dos titulares de ambos puestos, al uno de modo podríamos suponer que «inocente», pero a la segunda, con modos auténticamente mafiosos en la línea del mejor cine negro, y no precisamente policiaco, desde luego. Una vez instaladas en «su nueva casa» y, como suele decirse, no dura mucho la alegría en la casa rica del pobre, porque el regreso, en un terrible día de lluvia, de la antigua gobernanta va a descubrir un secreto que complicará la trama definitivamente, y la conducirá por caminos que, hasta ese momento, le resultaban insospechados a los espectadores.

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De repente, por arte de birlibirloque, se abre un nuevo espacio: un búnker cuya existencia desconocen los señores de la casa, pero no la vieja gobernanta, alérgica a los melocotones —afección que tan cruelmente explotan los «invasores» para hacer pasar la alergia por tuberculosis ante la incauta e ingenua dueña de la casa, quien no tardará en deshacerse de ella para que la madre consume el plan invasor en su totalidad—, quien lo abre, ante los ojos incrédulos de la familia «okupa», y descubre al hombre topo —como los nuestros de la posguerra— que vive en el seno de las profundidades de la colina donde está edificada la mansión. Hasta él han tenido que descender una estrecha escalera hasta llegar a un rellano donde habita el topo, que resulta ser el marido de la gobernanta, un empresario que ha quebrado y ha huido de la Justicia enterrándose en vida.

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La revelación va a dar pie a uno de los momentos más brillantes de la parte de comedia negra que es la película, secuencias de una comicidad mezclada con la compasión muy difíciles de sobrellevar por parte de los espectadores, porque ver la lucha a muerte, literalmente, entre las dos familias por hacerse con el control de la casa y la mina de oro que significa para la supervivencia de ambas, resulta deprimente, si bien la comedia atenúa ese trasfondo terrible de la lucha darwinista por la supervivencia.

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La película, rodada con una extraordinaria habilidad por el director, con un constante contraste entre la degradación del barrio popular del que proceden los «invasores» —más que propiamente parásitos, porque, al fin y al cabo, trabajan para los dueños y se ganan su jornal, lo cual es incompatible con el parasitismo— y la mansión, exquisitamente diseñada por un arquitecto/artista, marca definitivamente los espacios que, colocados en la base y en la cúspide de la pirámide social, actuarán en la película como una fijación espacial que nos recordará adónde pertenece cada cual.

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Ello se ve claramente cuando, los cuatro miembros de la familia se han montado una fiesta familiar íntima en la casa de los amos, porque estos se han ido de fin de semana, y reciben, súbitamente, la noticia de que estos regresan a causa de las lluvias intensas que azotan la capital y las zonas cercanas.

El grado de intimidad compartida que hay en la película, con el hijo acampado en el jardín, en pleno aguacero, en la tienda de indios usamericanos, y los padres recreándose sexualmente en el comedor, mientras tres miembros de la familia «invasora» está a dos metros, debajo de la inmensa mesa de comedor que los oculta, es el paradigma de la extraña fusión de contrarios que se acabará resolviendo, cuando los amos caigan rendidos, en la huida de los tres bajo el temporal desde la cúspide hasta la base, descendiendo escaleras tras escaleras hasta llegar al «infierno», diríamos en términos de Kurosawa, para quien el «cielo» era también la mansión del rico financiero que ha de decidir si emplea su dinero en el rescate del hijo del chófer, a quien han secuestrado por equivocación, en vez de a su hijo.

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El descenso, cinematográficamente bellísimo, con una fuerza visual extraordinaria, acaba cuando llegan a su casa y la encuentran totalmente inundada, y de donde rescatan, andando por ella, con metáfora y sin metáfora, con el agua al cuello, unos pocos bienes determinantes en la continuación de la trama, y entre ellos la piedra/fetiche que le regaló al hijo un amigo suyo.

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Excuso decir que no he hablado del «olor personal» del padre, quien acaba trabajando como chófer y relativo confidente y hombre de confianza del amo, pero ello es una línea narrativa propia, con un calado argumental y moral que no necesita ningún comentario por mi parte, y sí una total atención por parte de los espectadores, porque desarrolla un eje fundamental en el desenlace de la trama. Puede parecer, así enunciado, algo anecdótico o extravagante, pero cuando la vean, ya me lo dirán.

La película tiene una fluidez magnífica, aunque, tras un planteamiento tan denso y perfectamente pautado, a mi juicio se precipita algo en el tramo final, se acelera en exceso, lo cual choca con un epílogo con voz en off que, si bien lleva a lo que es fácil intuir que ha pasado, no es menos cierto que abre una perspectiva fantástica que choca con la cruda realidad del largo camino que van a tener que volver a recorrer para llegar, entonces sí definitivamente, a la mansión de la cumbre.

¡Cuánta inteligencia fílmica derrocha  Bong Joon-ho y, salvo la aceleración final, qué inmenso guion ha construido con Kim Dae-hwan y Jin Won Han!

 

Juan Poz-FirmaPuedes seguir a Juan Poz en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz» y en su blog de crítica literaria «Diario de un artista desencajado»

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Autor- Juan PozImagen de cierre de artículos