
Muchas veces, cuando analizamos “el sistema” en el que vivimos, nos centramos en el aparato político o judicial, o en las leyes que hacen o interpretan. O nos fijamos en la estructura económica y social. O en los medios de comunicación. O incluso en los valores. Lo vemos todo menos el elefante en la habitación, la pieza encargada de hacer realidad los derechos y obligaciones de los ciudadanos: la administración pública.
El gólem secuestrado
Mis disculpas por adelantado, pero hoy quiero compartir con ustedes una reflexión algo más densa de lo habitual. Espero que compense; si les gusta ya lo desarrollaremos.
Muchas veces, cuando analizamos “el sistema” en el que vivimos, nos centramos en el aparato político o judicial, o en las leyes que hacen o interpretan. O nos fijamos en la estructura económica y social. O en los medios de comunicación. O incluso en los valores. Lo vemos todo menos el elefante en la habitación, la pieza encargada de hacer realidad los derechos y obligaciones de los ciudadanos: la administración pública. Comparados con ella, el resto de estructuras son como mosquitos sobre un elefante. Las leyes se aplican según decide la administración. La justicia se administra o no al paso de la administración. Los valores cambian o no según impulsa la administración. La economía crece o se contrae según fomente la administración. Las ayudas sociales llegan o no a quien alcanza la administración. Como sociedad, la administración es el sustrato de nuestra convivencia, el canal por el que fluye nuestra cooperación, y nuestro dinero para darle forma.
Esta parte del Estado no ha recibido siempre la atención debida. A pesar de la AIRef, seguimos sin medir lo que hace y cómo lo hace. Seguimos sin estar seguros de cuántos empleados públicos en total hay. Y esto es importante, porque además de ser nuestro instrumento para cambiar las cosas, la administración es un instrumento para cambiarnos a nosotros.
Las naciones se crean desde los Estados (o desde las administraciones públicas, aunque sean autonómicas). Se da forma a sus valores, a su memoria y a sus creencias. Se fomenta o ataca comportamientos, formas de ser, idiomas, identidades. Esto es así desde que existen los Estados, y la eclosión del siglo XIX no pudo dejar ejemplos más claros en Europa y América.
La administración, en resumen, asume y hace suyas las tareas transformadoras que definen los gobernantes, generalmente a partir de un consenso. La educación universal, la modernización económica, el orden público, son transformaciones que se lograron desde el Estado porque había un consenso (en sentido amplio) entre los gobernantes, y ese consenso va dando forma a una administración que a su vez adquiere una inercia y una potencia bastante independientes de la acción política. Porque una vez que se dotan recursos (por ejemplo) al fomento de la vivienda pública, esos funcionarios no desaparecen nunca y siguen pidiendo presupuesto que administrar, y lo siguen recibiendo.
Ahora demos un paso atrás. En cualquier sociedad hay una serie de valores de consenso, y hay límites a lo que es socialmente aceptable y demandado. Cuando uno quiere cambiar esa sociedad, su trabajo es mover los límites de esa “ventana” (ventana de Overton, la llaman) dejando fuera lo que quiere descartar, y haciendo aceptable lo que quiere promover. Esto, literalmente, es la política.
Las herramientas para mover la ventana vienen en muchos formatos, desde la legislación a las campañas publicitarias. Pero hay una herramienta más: la “sensibilización” apoyada con dinero público, mediante funcionarios o entidades subvencionadas, encargados de fomentar un objetivo o causa de forma estable y sistemática. Se puede hablar y predicar acerca de “acoger inmigrantes” (o de “fomentar la igualdad de sexos” o de “normalizar la variedad de géneros” o de “asegurar la calidad del empleo” o de “garantizar una vivienda digna”) pero lo que lo normaliza de verdad es que haya gente y dinero dedicados a hacerlo de forma sostenida.
Esta herramienta no es nueva: ahí está el Instituto Nacional de la Vivienda franquista, e incluso las Sociedades de Amigos del País de los ilustrados (precursoras desde la sociedad civil de un cambio promovido por el gobierno). Lo que es nuevo, desde mediados del siglo pasado, es la escala y el modo en que se extiende más allá de la propia administración.
Y como decíamos, estas herramientas tienen vida propia. Se crean con unos fines y sobreviven a sus autores: no es fácil eliminar una burocracia que ya existe, y que defiende los valores que la crearon, ni es fácil reducir la financiación de entidades con capacidad de movilización.
El resultado es un gólem, una criatura imparable con vida propia y objetivos distintos de los de sus creadores. El hijo accidental de la política de consenso: una burocracia estatal y paraestatal que ha tomado inercia en su tarea de transformar la sociedad. Hay, en el Estado, un pequeño ejército dedicado a promover una serie de valores, que como cualquier burocracia se desarrolla persiguiendo sus propios fines y no el bien común.
Ahora demos otro paso atrás. Entran en escena personas conscientes de lo que es y puede hacer una administración. Personas que quieren construir una hegemonía (imposición de un modelo aceptado hasta por los rivales, o en palabras de Errejón “definir los problemas y retos, objetivos y metas” de una sociedad: de qué se habla y hasta cómo se habla de ello) promoviendo una ideología desde las instituciones (un “cambio del sentido común”). Mandar incluso cuando no se gobierna.
Y ahora ya podemos ver la foto completa. En esta maquinaria es en la que se han introducido, y de la que se aprovechan, tanto los nacionalismos como la nueva “izquierda”, para la que el “progreso” ya no es la mejora de las condiciones generales de vida, sino el avance del catálogo de virtudes del gólem llevados al extremo: de libertad sexual a la orientación sexual como identidad; de igualdad de sexos a desigualdad legal; de apertura al inmigrante a despenalización de la inmigración ilegal; de aconfesionalidad a laicismo, de protección del medio ambiente a un ecofundamentalismo capaz de poner la transición energética por delante de la seguridad… y así todo. De la protección de las minorías frente a la mayoría a la exclusión de los derechos de la mayoría en defensa de “lo propio” de esas minorías, construyendo nuevas mayorías que desvirtúan completamente el sentido original.
Esa construcción de minorías oprimidas, definidas siempre por oposición (aunque sea al fantasma de un fascismo extinto, a machismos enfermizos, al capitalismos del siglo XIX, o a cualquier oposición a la que se hayan clavado esos adjetivos), para construir un bloque de opinión y acción, se basa en el trabajo del gólem y usa como ariete el trabajo del gólem. Desvirtúa sus criterios creando indicadores e incentivos que lo llevan al absurdo. Acciones contra la violencia doméstica que no cambian los números de víctimas (como señala Samuel Vázquez). Inversiones en bienestar social que no cambian los índices de exclusión social ni de pobreza. Es evidente que los objetivos y los indicadores no son los apropiados, que han degenerado en alimentación de la propia burocracia y en objetivos secundarios de la nueva “izquierda” identitaria.
Esa nueva “izquierda” identitaria, populista o posmoderna, perdió el foco en la mejora de las condiciones de vida de la “clase trabajadora” cuando el Estado del Bienestar se convirtió en un tema de consenso general (y al fallar éste, la ha dejado en manos de los populismos conservadores). Sus activistas, criados al calor de esas mismas herramientas (universidades politizadas, asociaciones de defensa de minorías) han evolucionado naturalmente a esa estrategia de definición de pequeños grupos movilizados, victimizados, minorías con “conciencia de clase” a las que servir de vanguardia y a las que procurar privilegios. Es la reducción al absurdo de lo que fue la izquierda. Pero a diferencia de sus rivales, ve y entiende al gólem, y quiere dominarlo para imponer su visión del mundo.
Una de las alarmas que no oímos está en los apoyos a esa agenda. No son los trabajadores. No es la mayoría social. Es esa burocracia, es su red global, y los que han aprendido a vivir de ella, que no son sólo funcionarios y políticos sino empresarios de distintas ramas (energía, medios, y esas redes sociales que se saben clave en la construcción ideológica).
Como el gólem de la tradición judía (y los de Terry Pratchett), la máquina cobra vida cuando se le inserta un fragmento de escritura. Esa escritura es la que definía los objetivos socialdemócratas originales, y que le sigue guiando una vez excedidos, y es la que la convierte en arma de la nueva izquierda identitaria.
El gólem no es democrático: su mandato de fomentar la democracia está por encima de reglas, principios e instituciones. No es igualitario: busca asegurar los derechos de los supuestamente discriminados a costa de lo que sea necesario. No es progresista: encastilla los valores y grupos de interés que lo crearon.
El golem, en resumen, es una criatura social creada para ayudarnos a cambiar en una dirección consensuada, que ha sido secuestrada para usarla contra la mayoría social. Es una criatura inocente y bienintencionada, que hace lo que le dicen que es correcto, pero que puede ser devastadora si no le ayudamos a recuperar la proporción y los objetivos.
Por eso la reforma que necesita este país no puede dejar de lado a las administraciones públicas y sus derivados. Por eso es tan esencial eliminar las normas que facilitan su politización y parasitación por partidos. Por eso necesitamos hacerlas medibles y revisar lo que hacen, no simplemente prolongar la tarea más allá del sentido común.
Esta semana, el primer ministro británico dijo que las mujeres no tienen pene. Las críticas a esa afirmación han sido notorias por el origen de sus fondos. Pensemos en ello.
MIGUEL CORNEJO
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