
Hace años solía coincidir con algunos separatistas catalanes, y hablábamos mucho de política. Gente de ERC, gente postconvergente, e incluso alguna de la CUP que estaba apuntada a los CDR en Tarragona; gente normal, menos normal, y un notorio presentador de televisión pública. ¿Y saben ustedes? ¡Hacíamos buenas migas!
Si no les importa, hoy me voy a poner incorrecto.
Hace años solía coincidir con algunos separatistas catalanes, y hablábamos mucho de política. Gente de ERC, gente postconvergente, e incluso alguna de la CUP que estaba apuntada a los CDR en Tarragona; gente normal, menos normal, y un notorio presentador de televisión pública. ¿Y saben ustedes? ¡Hacíamos buenas migas!
Había un grupo más identitario, defensor de la identidad catalana identificada con una “lengua materna” que sentían atacada. Convencerles de que no lo estaba era imposible; convencerles de que otros habitantes de Cataluña tenían legítimamente otra lengua materna era solamente muy difícil. Pero, sin cámaras ni consecuencias, lo admiten y queda el etnonacionalismo al desnudo: a esos catalanes no les reconocen los mismos derechos, sin más.
Hay un grupo mucho más interesante, menos visceral y menos racista, que defiende el separatismo como vía para solucionar problemas que creen intrínsecos al sistema político español. Ineficacia. corrupción, clientelismo, falta de independencia judicial, todas esas cosas (en ocasiones bastante exageradas, pero reales) se planteaban como un problema derivado de ser parte de España, algo que desaparecería mágicamente con la independencia. Me imagino que los que promovían la separación de las provincias, virreinatos y capitanías españolas de América en el siglo XIX sentían lo mismo: si nos separamos, se acaba el problema. A ellos no les funcionó, y a los de hoy en día tampoco es difícil convencerles de que su propio ecosistema político está tan podrido como el que rechazan o más. Con ese grupo solíamos acabar brindando por resolver los problemas comunes, y luego hablar de secesiones ya sin prisas ni acritudes.
Todo esto viene a cuento de que es demasiado fácil descartar a los populismos (y los nacionalismos son populismos en su plena definición, especialmente los antisistema) como ignorantes, destructivos, “bolivarianos” o “herederos de terroristas”. Pero quien vota a Bildu no lo hace sólo porque no le escandaliza su apoyo a la violencia, sino porque compra su visión populista de que “el sistema” no funciona para “ellos”. Y lo compra porque, quienquiera que sean “ellos”, es verdad que “el sistema” no funciona bien. En parte por la forma en que se adoptó la globalización, en parte por la rapacidad de los partidos, en parte por tantas cosas, tenemos un sistema político con el que una gran mayoría está desencantada. Ya lo reflejó Eurostat en el estudio previo al primer informe sobre el Estado de Derecho en España. Búsquenlo y escandalícense.
Y lo mismo a la derecha (aunque no sean comparables en nada más). Vox recurre a tácticas populistas de “ellos” contra “nosotros” y a simplificaciones burdas a la hora de identificar soluciones, pero señala problemas reales de los que son conscientes millones de votantes.
Los populismos son corrosivos para “el sistema”, y “el sistema” no es todo malo. Tiene problemas graves, pero los populismos no diferencian entre deslegitimar el Estado autonómico y la justicia, entre cuestionar el uso del presupuesto y cuestionar la solidaridad interregional, o entre mejorar la igualdad entre sexos y eliminar la igualdad ante la ley.
Insistimos en combatir populismos con información y datos, como si los “ejércitos norcoreanos” de activistas populistas razonaran. No, el principal argumento de los populismos ante los votantes es que tienen razón(es). Es que el sistema tiene agujeros. Es que demasiadas leyes no están bien hechas. Es que la administración está politizada. Es que los medios de comunicación son parte de la maquinaria del poder (por financiación, por publicidad, por licencias). Es que tenemos el paro más alto de Europa (ya por encima de Grecia) y maquillarlo no cambia la realidad de los que lo padecen, sean jóvenes o mayores de 50, mientras la sociedad les da la espalda. Es que la productividad no crece y el empleo público sí, con sueldos mayores a la media nacional. Es que estamos erosionando aspectos básicos de la democracia con leyes a medida, impunidad para políticos y ataques a la independencia judicial y hasta a la de expresión. Es que estamos consagrando que los sexos no son iguales ante la ley. Si a la realidad unimos el sectarismo crudo de medios públicos y portavoces partidarios, la cantidad de problemas del “sistema” que nos afectan a “nosotros” es suficiente para que vote populista hasta la abuela de Piolín. Si añadimos los prejuicios de los que votan y odian en función de si algo es de “derechas” o de “izquierdas”, la cosa empeora. Y si lo combinamos con el veneno identitario regional que llevamos décadas permitiendo, y que hace que la gente de algunas regiones se sienta intrínsecamente diferente de los demás (gente para la que es más importante que un partido se defina como vasco, o navarro, o aragonés que lo que diga o haga) tenemos el terreno abonado para que los populismos triunfen. Al menos, lo suficiente para desgastar el «sistema» hasta hacerlo incapaz de proteger las libertades de todos.
La cura, como vimos con mis amigos separatistas, no vale para todos, pero existe. Se llama corregir el funcionamiento del maldito “sistema”, dejando de usarlo como vienen haciendo los partidos en el poder (no sólo los mayoritarios, gracias), dejando de agravar los problemas legislatura tras legislatura, y reparando los agujeros que todos sabemos que están ahí. Se llama reformar las instituciones para que estén (de verdad) a la altura de las mejores prácticas europeas. Se llama poner las prioridades en orden y dejar de trabajar para grupos de interés (especialmente para los que nacieron del dinero público para impulsar la corrección política), centrándonos en las necesidades reales de la población.
Y no me valen los catastrofismos ni los fatalismos. España (sí, España) le ha dado la vuelta a la tortilla más de una vez en su historia. Y no es el único país que lo ha conseguido. Y pese a los etnonacionalistas, los españoles (de cualquier región, lengua o religión) no nos diferenciamos de otros humanos en nada importante: somos igual de capaces de hacer las cosas bien (o mal) que los demás, desde Grecia y Portugal a Escandinavia o Bolivia. Gracias a los errores de Putin y China, hoy tenemos una oportunidad de ver la realidad con un poco menos de propaganda, e incluso de recuperar nuestra industria. Estamos en una encrucijada de la historia. Es tiempo de dejar de pelearnos por el color de las camisetas y empezar a reconstruir el estadio.
Algunos dirán que la gente de a pie no tenemos medios para conseguirlo. Tampoco es cierto del todo. Podemos hablar, podemos escribir, podemos organizarnos para pedir ese cambio. Podemos salir a la calle (en serio, se puede). Podemos presionar a los partidos y a los medios y demostrarles dónde está la intención de voto. Podemos demostrar que nos importa. Para empezar.
MIGUEL CORNEJO
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