Una película que retrata toda una época (II)

Lo crean o no, a principios de los setenta era de lo más normal ver en televisión anuncios de libros insertados entre los de detergentes, bebidas alcohólicas y marcas de tabaco. Generalmente elogiaban a los ganadores de los premios literarios más populares o promocionaban los best-sellers de turno.

LOS ORÍGENES

PETER & JOHN

Entre estos últimos, se hizo muy famosa una novela de un tal John Godey (1913-2006), un neoyorkino de Brooklyn que en realidad se llamaba Morton Freedgood. Me sedujo tanto el argumento que, con mis once añitos a cuestas, se convirtió en el primer libro «serio» (es decir, que no fuera un tebeo) que leí en mi vida. Era la suya una estupenda novela policíaca en la que se describía con todo lujo de detalles un delito insólito y audaz. El libro está parcelado de tal modo que la narración avanza por pequeñas piezas, correspondiendo cada una de ellas a los diversos puntos de vista de los múltiples personajes que se ven inmersos en el criminal asunto. El éxito de la novela fue planetario, razón por la que una pequeña compañía de producción llamada Palomar Pictures International (PPI) decidió comprar los derechos, viendo en ella un material con muchas posibilidades. PPI había destacado por ser la productora de The Killing of Sister George (1968) de un cada vez más independiente, provocador y casi marginal Robert Aldrich, así como por dar la alternativa a un tal Woody Allen, produciendo su primera película como director, Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1968).

En 1972 se anotó un gran tanto con la ácida y desinhibida comedia El rompecorazones (The Heartbreak Kid, 1972), escrita con brío por Neil Simon y dirigida por Elaine May, cinta que supuso el espaldarazo definitivo para la carrera de la entonces recién llegada Cybill Shepherd. Gracias al éxito de la película, podían aspirar a lanzarse a producciones más ambiciosas, y la novela de Godey fue la excusa perfecta para rodar un film de suspense y acción trepidantes con un presupuesto moderado. Moderado pero bien manejado, ya que el resultado final sería un ejemplo de cómo hacer cine con un presupuesto modesto sin que se note en lo más mínimo. La primera inversión de PPI fue contratar a un guionista de postín, conocido por sus diálogos brillantes y su milagrosa capacidad de engrasar argumentos enrevesados hasta hacerlos fluir con exquisita gracia. Se llamaba Peter Stone y entre sus trabajos hasta la fecha destacaban los libretos de las míticas, maravillosas y muy hitchcockianas películas de Stanley Donen conocidas como Charada (Charade, 1963) y Arabesco (Arabesque, 1966).

Stone leyó el libro y dijo que estaba muy bien. Ni corto ni perezoso, le dio la vuelta como a un calcetín. Convirtió a personajes episódicos en protagonistas y viceversa, cuando no los eliminó directamente sin mostrar el más mínimo respeto por la forma y el espíritu del libro. Cambió hasta los nombres de los protagonistas y se quedó tan pancho. Esto es cine y vamos a darle al público mucho suspense, un humor irónico e inteligente y algunas dosis de acción que no se coman el conjunto, cosa que Stone logró firmando un texto brillante y divertido a raudales. Vista la película, Godey se mostró aparentemente encantado de ser la excusa para crear una obra aparte.

STEVEN & GIUSEPPE

Para poner en imágenes el estupendo texto de Stone, los productores Edgar J. Scherick y Gabriel Katzka tenían el ojo puesto en un jovencito que por aquel entonces empezaba a despuntar. El chaval de apenas veinte años había llamado poderosamente la atención a más de uno al dirigir una serie de telefilms que fueron muy celebrados, entre ellos, Ojos (Eyes, 1969) un cortometraje protagonizado por Joan Crawford, inserto en la fantástica serie Galería Nocturna del venerado Rod Serling, y, sobre todo, un telefilm llamado El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), tan genial que se estrenó en cines en la mayor parte del mundo. Poco antes de ser contactado por Katzka, había dirigido Loca evasión (The Sugarland Express, 1974), una road movie con Goldie Hawn y Ben Johnson que ha ganado mucho con el tiempo, aunque no tuviese entonces todo el éxito que merecía, al menos en Europa. Los productores de la misma, Richard D. Zanuck y David Brown, seguían creyendo en él y lo tenían bajo contrato para la producción que estaban preparando en ese mismo momento, un proyecto para Universal —basado a su vez en otro best-seller de un tal Peter Benchley— acerca de un gigantesco tiburón blanco que amenazaba con dejar sin turistas a una pequeña población veraniega llamada Amity Island.

Katzka y Scherick no tuvieron más remedio que desechar a Steven Spielberg, que no otro era el brillante mocoso, y fijaron su atención en un modesto pero impecable artesano que, a su modo, también había despuntado con sus trabajos anteriores. Así entra en escena Giuseppe Danielle Sorgente.

Sorgente era hijo de unos inmigrantes italianos que tras una vida muy dura se habían establecido en Nueva Jersey, donde él nació en 1925. Pronto se interesó por la interpretación, llegando a actuar en De aquí a la eternidad (From Here To Eternity, 1953) de Fred Zinnemann, pero al ver que su carrera no avanzaba dio el salto a la realización, sobre todo en televisión, donde tuvo más suerte y forjó sus armas como director. Giuseppe Sorgente se convirtió en Joseph Sargent, a quien mi generación le debe múltiples episodios de las míticas El agente de CipolLa ley del revólverLos invasores y Star Trek. En concreto, los estupendos episodios que rodó para Cipol fueron trasladados a la pantalla grande y los chavales de los sesenta los devoramos en los cines de barrio. Fue probablemente ese éxito entre los críos de mi quinta el que le abrió las puertas a la pantalla grande. Su primer largometraje fue una muy entretenida película de aventuras bélicas, Los héroes están muertos (To Hell with Heroes, 1968), un vehículo ideal para el lucimiento de sus dos estrellas principales, Rod Taylor, entonces muy en boga, y Claudia Cardinale. Parecía que Sargent había nacido para ser el rey del cine palomitero, pero lo que siguió no fue del todo así. Su siguiente largometraje fue una cinta de ciencia-ficción nacida bajo la influencia del 2001 de Kubrick, aunque con un tratamiento visual diametralmente opuesto. Escrita por James Bridges, futuro realizador de El síndrome de China (The China Syndrome, 1979), Colossus: el proyecto prohibido (Colossus: The Forbin Project, 1970) narra con una frialdad casi clínica la rebelión de un cerebro electrónico todopoderoso que se convierte en dictador de toda la humanidad, esclavizando para ello a su propio creador. Los ejecutivos de Universal sólo vieron en la película un desapasionado y desangelado producto de serie B, y mediante una lamentable, por no decir inexistente, campaña promocional, condenaron al fracaso una película tan visionaria en su espíritu como dignísima en las formas. Hecha con medios limitados y actores prácticamente desconocidos, una de sus grandes virtudes fue precisamente la de disimular su falta de medios con una habilidad y un oficio encomiables. Y esa fue una de las razones por las que los de PPI y Palladium, otra productora que se había unido al proyecto, llamaron a Sargent. Todo eso después de que el realizador dirigiera un telefilm admirable que, como Duel, tuvo el honor de ser estrenado en cines de medio mundo. The Man (1972) era una fábula política que hablaba de la llegada a la Casa Blanca de un presidente negro (James Earl Jones), otra idea visionaria que anticipaba la aparición de Barak Obama con muchos años de antelación.

En 1973, Sargent ganó aún más enteros al convertir en un bombazo Los traficantes (White Lightning, 1973), una modesta, simpática y muy ácrata comedia de aventuras que supuso el espaldarazo definitivo para un Burt Reynolds que con ella se convertiría, a lo largo de toda esa década, en el principal rival en las taquillas del mismísimo Clint Eastwood. Avanzada la década, y tras ofrecer al público su mejor película, Sargent no abandonó nunca el medio televisivo y rodó un puñado de excelentes telefilms y series, producciones multipremiadas que alternó con algunos largometrajes, como MacArthur, el general rebelde (MacArthur, 1977), protagonizada por un Gregory Peck que, tras un largo periodo de alejamiento, había vuelto a brillar en primera línea gracias al inesperado y descomunal éxito de La profecía (The Omen. 1976) de Richard Donner. Pero mientras que su prestigio en televisión iba en aumento, en cine Sargent fue perdiendo calidad hasta pegarse un batacazo descomunal con una de las peores películas que se recuerdan, la innecesaria y grotesca tercera secuela del Tiburón de Spielberg, Tiburón, la venganza (Jaws, The Revenge, 1987), en la que un guion idiota y una puesta en escena inexistente condenaban la película al ridículo más vergonzante del que no se libraba ni Michael Caine. De nuevo, los destinos de Spielberg y Sargent se cruzaban, pero al contrario que en la anterior ocasión, esta vez fue para hundir definitivamente la carrera cinematográfica del segundo. Personalmente, siempre recordaré a Sargent como un artesano impecable y eficaz que se ganó mi corazón en 1974, cuando, casi cuarentón, vio claro que el destino le había regalado un tesoro que no podía permitirse el lujo de malgastar y rodó una pieza simple y llanamente magistral.

Joseph Sargent

(1925-2014)

Continuará…

Próximo capítulo

NEW YORK, NEW YORK

JAVIER ARAZOLA

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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