
Mi palabra favorita del diccionario es «Ternura». Tres sílabas formando un arco armónico cuyo sentido va más allá de su significado.
UNO

Mi palabra favorita del diccionario es «Ternura». Tres sílabas formando un arco armónico cuyo sentido va más allá de su significado. No es sólo cariño, sentimiento, sensibilidad, calidez. Es también empatía, respeto, intimidad, delicadeza, humor, alegría. La ternura es el sensual cosquilleo del alma, la reconfortante sonrisa ante un detalle que no se sabe disimular, aunque también es la lágrima que pide perdón en silencio por carecer de pudor. La ternura es lo opuesto al ternurismo. Es, de hecho, la fuerza vital menos afectada y ostentosa que existe, la más sólida precisamente porque posee la elegancia ligera de no parecerlo. La ternura huye de la trascendencia porque es Transfiguración y Verdad, pero en pequeñito. La ternura es lo no buscado, la actitud esencial ante la inmensidad del Todo, el tono justo y preciso que a veces, en los momentos milagrosos, se le da a la vida. Y al arte porque, según Roberto Rossellini, es la verdadera postura moral, incluso cuando se critica a alguien.

Para mí, ningún cineasta más tierno que François Truffaut, el hombre que hizo del amor y la pasión un manifiesto vital a través de Adela Hugo, Louis Mahé, Anne, Muriel o Mathilde, la mujer de al lado. El artista que se entregó a su tormento y su crueldad, a la belleza exultante de su dolor, a la delicadeza de sus inmensos pequeños momentos de dulzura, todo ello sin temer al abismo, incluso cuando nos condenamos a nosotros mismos a la tragedia y la muerte. La muerte como confirmación de que hemos vivido, de que hemos amado.

DOS
Para Rainer Werner Fassbinder, Douglas Sirk era el cineasta más tierno del mundo. Fassbinder, como buen germano, confundía, tal vez, la ternura con la sensibilidad artística. O puede que no, porque Fassbinder ha sido, quizás, el cineasta más tierno del mundo después de Truffaut, Griffith, Chaplin y Cukor. Todo eso con el permiso de Douglas Sirk, claro está.

Empecé con mal pie mi relación con Fassbinder. El asado de Satán (Satansbraten, 1976) y Desesperación (Despair, eine Raise ins Licht, 1977) fueron dos platos especialmente indigestos, sobre todo porque no las entendí en absoluto. Un film histérico y otro hermético. No fueron ajenos a ello Kurt Raab, protagonista de la primera, y Tom Stoppard, guionista de la segunda. Dos viajes a la locura y la desestabilización. Uf, qué mareo. Así que aparqué al bueno de Rainer para más adelante y me centré en las películas de Werner Herzog, que estaba realmente loco y era más gracioso, y Wim Wenders, que combinaba lánguidamente a Ray Davies con Nicholas Ray en el curso del tiempo. No hacía mucho que el boom del nuevo cine alemán había llegado a nuestro país, con un leve retraso porque el dictador con voz de grillo se empeñaba en prolongar su agonía. Muerto el grillo, entre los Herzog, Wenders, Alexander Kluge, Peter Handke y Volker Schlöndorff destacaba el apellido de este estajanovista del arte: poeta, autor teatral, actor, músico, guionista, director… Fassbinder no paraba. Entre lo que llegaba tarde y lo que producía sin pausa ni descanso, la cartelera parecía a veces llevar un solo nombre, el suyo. Muchos años más tarde me dije: puesto que tantas maravillas se dicen aún de él, vamos a darle una segunda oportunidad. Y lo hice. Lejos del tiempo, lejos del boom, lejos del oportunismo, la pose y las modas, lejos de los fans, envuelto en el desapasionado y plácido manto del distanciamiento, durante una desocupada tarde de primavera pasada en una pequeña sala de repertorio. Si no me gustaba la película, siempre me quedaba disfrutar de un hermoso paseo por la Rambla de Cataluña convertida en primavera por este cálido sol del Mediterráneo.

No pude salir más conmovido de la sala. La «segunda primera» película que vi (que realmente vi) de Rainer Werner Fassbinder se titulaba Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1973). Cine político vestido de melodrama, o melodrama con ribetes sociales, o lo que ustedes prefieran. Rabia, delicadeza, ternura, emoción, doloroso todo de tan puro. ¡Y yo que había vivido hasta entonces sin saber de su existencia! Esta historia de amor entre un inmigrante árabe de treinta años y una viuda sesentona no muy agraciada ni por el físico ni por la fortuna material es tan delicada que supone un escupitajo en toda regla contra la vulgaridad, la mezquindad y la brutalidad del género humano, aquí representadas por una clase obrera con tics de pequeña burguesía racista. Fassbinder pide ayuda a gritos: de cólera, de reproche, de dolor. Aparentemente sin alzar la voz, ese es el milagro. Sólo quiero que me quieran, según reza el título de otra de sus perlas. No necesita subrayar su condición de denuncia del malestar alemán en el que ha tenido la desgracia de crecer. Si yo te contara, querido Rainer, lo que está pasando en el oasis en el que vivo yo…
Feo, cuidadosamente descuidado, grasiento, Rainer sólo pensaba en cómo escribir, rodar y amar en utópica armonía en una sociedad que era de todo menos armoniosa, en una vida que era cualquier cosa menos serena. Usaba su homosexualidad y su incomodidad como armas para incomodar a su vez a TODA la sociedad germana. Pero, sobre todo, su principal arma era la ternura pura, reflejo de un alma quebrada por la execrable miseria moral, material y sentimental en la que se bañaba la ley del más fuerte que regía las relaciones sociales y por tanto individuales y sentimentales de su país. Todos nos llamamos Alí, film magistral, bello e hiriente, fue mi bienaventurado regreso al seno de un cineasta que hoy se me hace absolutamente necesario e imprescindible para sobrevivir. Como todos los grandes, no aportaba soluciones, pero la mera existencia de su obra fue y es signo de una esperanza que jamás sabrá morir. No estamos solos porque todos nos llamamos Alí y Emmi.

JAVIER ARAZOLA
Síguele en Twitter: @AmbersonsI y en su blog The Magnificent Ambersons

JAVIER ARAZOLA
(Barcelona, 1961) A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.
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