
Aprovechando que, de acuerdo con la mayoría de los indicadores, el transporte en vehículo privado vuelve a estar en niveles de antes de la pandemia, con permiso de ustedes quería sacarme una espinita...
Vivo en una ciudad con un centro histórico pequeño pero vivo, que viene de padecer un alcalde populista. Esto se tradujo, entre otras cosas, en la peatonalización masiva de ese centro y un esfuerzo sistemático por entorpecer el tráfico de vehículos particulares para forzar a la población a adoptar “otras alternativas” (ciclismo, autobuses, o simplemente ir a pie). Un esfuerzo que entorpece principalmente el acceso al centro y alrededores. No es algo que inventara nuestro ex alcalde: ha sido una política bastante popular en distintas ciudades con alcaldes populistas de izquierda, desarrollada con distintos grados de sentido común y competencia técnica.
Recuerdo cuando las víctimas de una de esas “amabilizaciones”, la asociación de comerciantes de una de las antiguas arterias principales (ahora ya no tanto), se quejaban de la maniobra. Al restringir el aparcamiento, ralentizar el tráfico, reducir los carriles y asegurar que los autobuses interfieren con los coches, no sólo redujeron la velocidad media del desplazamiento por esa avenida e hicieron impensable aparcar en ella. También cambiaron su dinámica económica y la de los alrededores.
El objetivo buscado al peatonalizar una zona es mejorar la calidad de vida, y no sólo reduciendo la contaminación y la presión del tráfico rodado. Pero éso sólo funciona si las necesidades de los habitantes (y usuarios) de la zona se pueden cubrir al menos igual de bien mediante los medios de transporte que quedan disponibles. Y para la mayoría, especialmente para los que menos ganan pero también para otros, no es así.
Una persona normal tiene que cubrir necesidades económicas (laborales), logísticas, de ocio y de conciliación (atención a la familia y dependientes). Para todo ello tiene que desplazarse desde su domicilio. Y su domicilio cuesta más o menos en función de la densidad económica del área (es decir, cuesta menos en la periferia que en una zona céntrica económicamente muy activa), de modo que la parte de la población que puede elegir vivir en zona céntrica normalmente es la que más puede pagar.
Entorpecer la comunicación crea barrios cómodos para sus habitantes, siempre que tengan lo que necesitan en un radio de paseo. Colegios, comercios, servicios de salud, empresas. Pero eso sólo sucede en esas áreas económicamente densas del centro, generalmente las más ricas, donde viven profesionales urbanos… y donde trabajan cientos de personas más que no pueden permitirse vivir allí. Personas a las que ahora se obliga a pasar por el aro de esa circulación ralentizada, quitándoles tiempo de vida y conciliación. Además, esas “islas” ralentizadas desplazan las rutas de circulación a su alrededor, alargándolas muchos minutos (más vida perdida) y haciendo incluso más necesario el uso de automóvil porque la capilaridad del transporte público nunca podrá sustituirlo.
Como decía Jennifer Hernández hace poco, el problema es que los empleos a los que se puede acceder en 30 minutos de autobús son muchos menos que los que puedes encontrar en 30 minutos en coche. Imagina el efecto cuando aparecen esas islas de acceso entorpecido alargando los tiempos de desplazamiento para todos.
No es el único coste indirecto. Para dotar como es debido a una “isla” hay que concentrar la oferta de servicios públicos, lo que supone una inversión desproporcionada respecto a los habitantes (véase lo que se gasta en cualquier “milla de oro” respecto al resto de los barrios de las ciudades). En resumen, crear pequeños paraísos sólo funciona si se quitan recursos a quienes más los necesitan.
No todo el mundo puede sobrevivir en una zona peatonalizada: hay quienes no viven en la “economía del teclado” con trabajo remoto sino que deben moverse, ya sea para acudir a sus puestos o por razones de trabajo. Algo que estas islas dificultan y hacen mucho más caro, lo que supone que para las profesiones menos especializadas, los que no son funcionarios ni jubilados ni trabajan a menos de un kilómetro, las islas sean poco prácticas.
Hay un efecto de gentrificación: a medida que una zona se hace más cómoda y vive gente con mayor poder adquisitivo (o deja de vivir gente sin él), aparecen comercios adaptados a esa demanda, que pueden sustituir a los tradicionales o reactivar zonas deprimidas (dependiendo del estado de partida). En el segundo caso, se crea empleo, algo que crece con la densidad y la renta media.
Finalmente sí, por supuesto: vivir en una zona peatonalizaba y bien surtida de servicios mola (si tu trabajo te lo permite). El precio de la vivienda sube. Está bien si eres propietario, pero bastante mal si quieres serlo o estás alquilado.
En algunos casos, como Pamplona, el efecto sobre los precios de la vivienda en la zona afectada se pretende neutralizar con medidas intervencionistas, necesariamente limitadas a algunas zonas. Esto consigue que no se produzca el efecto de activación económica (que crearía empleos) mientras restringe el acceso tanto de entrada como de salida (reduciendo las oportunidades para todos) a cambio de un supuesto bien medioambiental que, como ya hemos visto, es muy difícil de demostrar ante el aumento de los tiempos medios de desplazamiento en coche.
Todo esto, que ruego disculpen, no va realmente de políticas urbanísticas (o les habría agobiado también con datos de respaldo). Va de los efectos de aplicar una ideología, que no es más que un conjunto de prejuicios, a la realidad sin molestarse en entenderla. Con demasiada frecuencia, se dañan los mismos valores que decimos defender. Y tenemos demasiado de eso. Desde el cierre de las centrales nucleares para “proteger el medio ambiente” al “entendimiento constructivo” con dictaduras a la “libertad de difamar y promover el odio” o las “empresas de redes que no responden de los contenidos que difunden ni cómo lo hacen”. Todas esas decisiones que hemos asumido como sociedad se han tomado en base a valores respetables, pero están produciendo efectos nefastos que se insiste en no querer ver. Hasta que son demasiado graves.
MIGUEL CORNEJO
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