
De chaval la vida me propinó una lección magistral; de hecho, se produjo un giro dramático de los acontecimientos y me tocó responsabilizarme de una tortuga que mis padres compraron a mi hermano pequeño por hacer una gracia. Este, que de tonto nunca tuvo un pelo, al poco tiempo declinó la obligación y se puso de perfil. No siendo mío “el bicho”, reconozco que llegué a sentir algo por él -además de asco-, y así, mi joven y atolondrado corazón dictó sentencia y me hice cargo del “animalito” con gran esmero.
“La cosa”, vivía en una especie de acuario pequeño de color naranja transparente (como las gafas de Bono: el cantante de U2), con forma de riñón. Disponía de un altillo en el medio al que se accedía gracias a una rampa antideslizante por la que nunca subía, pese a que yo la encaminaba una y otra vez. En lo alto de la almena, en el centro del oasis de ensueño, reinaba una majestuosa palmera de plástico junto a un hueco para llenarlo de comida con el objetivo de que “el dichoso ser” se alimentara a la sombra. El acto en sí mismo de subir la rampa antideslizante para alimentarse a la sombra de la palmera de plástico, era una entelequia propia de algún ser humano del género tonto pues nunca conseguí que sucediera. La “hideputa” llegó incluso a estar a punto de perecer por inanición. Su huelga de hambre me derrotó. Su cruel chantaje me obligaba a proporcionarle sus ricas viandas a diario, las cuales le caían del cielo sin trabajar y sin merecerlo.
Le cambiaba el agua a diario y limpiaba -con el jabón de manos-, el recipiente concienzudamente, y con el mismo rigor la alimentaba con trocitos muy pequeños de lechuga. Para su debida y correcta alimentación, nos recomendaron en la tienda de mascotas un preparado alimenticio -aún recuerdo su pestilente olor-, basado en insectos disecados.
El compuesto en sí mismo estaba presentado en un bote cilíndrico de plástico amarillo con una pegatina con dibujos de seres extraños, cuyo parecido era una mezcolanza entre las magníficas, famosas y apetitosas gambas de Huelva y los caballitos de mar. El contenido -a modo de trampantojo-, venía detallado en unas frases minúsculas las cuales no conseguí leer ni con lupa, solo recuerdo que lo que había en su interior, haría ver las estrellas a cualquier chef, pues el compuesto se asemejaba a las especias exóticas que usan a menudo para cocinar. De hecho, a mí, que soy un cocinillas, el envase me recuerda a los botes de plástico de pimentón de la Vera que venden en el Lidl, pero no: eran bichos disecados que al echarles agua, se hidrataban y crecían y engordaban pasando a ser absolutamente horrible tal imagen para mí pero un supuesto manjar para mi querida mascota.
Ella quería ser libre a toda costa pero tenía que transigir y tragar con mis normas; la Ley la marcaba yo. Tras cepillarla y restregar bien su caparazón -a diario debajo del grifo del baño grande con el cepillo de las uñas-, la dejaba como un jaspe, preparada y lista sin esa roña mugrosa y babosa que generaba a medida que poco a poco iba creciendo. Esa efímera libertad y mi estricto control, le permitían ser feliz trotando el tiempo que yo consideraba, así como el que no quiere la cosa, para que estirara un poco las patas. Una vez agotada y manipulada convenientemente, la devolvía a su habitáculo cerrándolo por encima con una tela de rejilla de esa de las bolsas de naranjas de tres kilos, o en su defecto la de las bolsas del mismo peso pero de patatas gallegas limpias y listas para cocer. Impedir “la fuga de Alcatraz” o “la de Logan” era un capítulo aparte para mí, pues sacaba a relucir mi lado oscuro como pertinaz carcelero.
Reconozco que nunca supe si era “tortuga, tortugo o tortugue”. Quizás en un alarde de modernidad fue las tres cosas a la vez, aunque por entonces esos asuntos ni estaban de moda, ni eran capitales para vivir.
Recuerdo que cuando calentaba bien el sol, colocaba el recipiente con “la susodicha” en el poyete de la ventana del cuarto de estar que daba a la larguísima terraza en forma de “L” que tiene la casa de los “papás”, sin caer en la cuenta de que igual se recalentaba demasiado. Mi curiosidad, la edad del pavo y uno que siempre fue previsor, hizo que previamente investigara sobre la temperatura adecuada. Incluso llegué a hacer una excursión adrede a la Estación de Atocha. La misma a la que quieren cambiar el nombre por el de la individua que escribió que en la Guerra Civil, “las monjas gozaban cuando eran violadas por sudorosos jóvenes republicanos”. Pues esa, la misma de “los atentados de Atocha” y la misma Madrid, Estación Puerta de Atocha desde donde salen o llegan los AVE dirección Madrid – Ciudad Real – Puertollano – Córdoba y Sevilla (y viceversa).
Aprovechando el viaje, convencí a una niña (que bueno, por entonces me hacía tilín y vivía de camino, muy cerca de la salida del colegio que estaba un poco antes en la misma dirección que la estación) para que me acompañara. Por eso y gracias a “la bicha”, conocí el famoso estanque tropical que por entonces rebosaba de asquerosos seres similares y de paso, cogí por primera vez de la mano a “la niña”, o quizás fue al revés, no recuerdo… de hecho, la idea era que allí disfrutara de su retiro dorado, ya que lo de arrojarla al alcantarillado, como se puso de moda con los caimanes, no terminaba de convencerme (la moda de tener minúsculos caimanes en casa en tiempos de “Miami vice”, en fin, da que pensar…).
El caso es que, por el calor y la edad, el agua del acuario y yo, íbamos entrando poco a poco en ebullición. Y aun así, por mi juventud -divino tesoro-, y la falta de formación en la materia, no le daba demasiada importancia ya que considerando que su naturaleza tropical era disfrutar del calorcito, y las aguas calentorras que siempre creí que era lo que más le convenía, pues ahí la dejaba. No se cómo o porqué, conseguía zafarse y escaparse del recinto y terminaba sobre el poyo de la ventana y de ahí a tirarse de cabeza al suelo “en un tris” era fácil y peligroso a la vez. Menudo ejemplo de locura de “la muy loca” pues el valor y la tenacidad se sobreentiende que iba en sus genes, pues sin temor a hacerse daño, al suelo que se arrojaba.
Dos ocasiones puedo decir con orgullo que le salvé la vida, pues dos, digo bien, me la encontré a la sombra, más bien que “el pichi” al fresquito debajo de las jardineras de la terraza que rezumaban humedad debido al riego diario de los geranios. Obviamente, no nos entendíamos y a ella le gustaba más disfrutar del fresquito del norte. Y ahí se colocaba la insensata dejando medio cuerpo en el aire. El riesgo de caer al vacío supongo que le ponía, pues su triste realidad era un calvario. Un quinto piso tuvo la culpa, un suicidio provocado, un accidente inesperado, quién sabe… quizás el vértigo, un mareo repentino, la soledad, la restricción de su libertad o la falta de compañía de algún semejante -ahora que tienen derechos-, la alimentación insostenible o vete a saber si un simple y maldito golpe de viento… pero un buen día “mi responsabilidad” desapareció y nos abandonó.
Días más tarde el portero de la finca, “pelín” extrañado no alcanzaba a entender que era esa masa viscosa y verde que adornaba el suelo del patio al lado del banco donde se sentaban las madres mientras “la chavalería” jugábamos al baloncesto en la canasta de la comunidad por las tardes, pretendiendo emular a Michael Jordan, Larry Bird o Magic Johnson. Era ella o mejor dicho: la representación expresionista de su corto viaje al más allá, estrellada en el suelo. La vi, me callé, subí a casa y la olvidé, hasta que décadas después mi señora madre trató de incluir en mi ajuar el dichoso recipiente de plástico transparente de color naranja (palmera de plástico incluida).
Y ahora que lo pienso, dos cosas no me gustaban de ella. La primera: el olor del agua corrompida de por las mañanas y la segunda: que fuera carnívora. Sí, carnívora, pues lo que la volvía absolutamente loca era devorar trocitos de pollo crudo, y lo que la aburría soberanamente eran los cachos de lechuga y el compuesto de insectos muertos y disecados.
Hoy nos vemos inmersos en debates trascendentales sobre cómo debemos alimentarnos y surgen precisamente ese tipo de preparados alimenticios a base de insectos para consumo humano. Un delicioso mejunje a base de grillos negros -como los angelitos de Machín o los cojones del mismo grillo-, de muy mal gusto, pues pretender que nos apretemos eso voluntariamente, por lo que a mí respecta, va a ser que no. Nos la van a meter doblada y además, escrito en latín, como un ingrediente nutritivo más en cualquier alimento de los que ya consumimos. Y lo peor de todo es que sin saberlo (porque a ver quién sabe latín con el nuevo plan de estudios de Isabel Celaá), nos lo vamos a meter entre pecho y espalda.
Miren: en estos días va a comenzar o habrá terminado (según cuando lean esto), “la feria de la semana de la carne” donde, además de tratar sobre comida “rica-rica” -como diría el otro, que con el tiempo nos ha salido políticamente “rana”-, irremediablemente hablarán sobre bazofia alternativa para servir como segundo de un menú de 300€, o sobras de a 4,99€ en cualquier gran superficie en la “zona vegui”, pretendiendo hacernos creer que serán beneficiosas para el organismo por ser de fabricación sostenible. Al final van a conseguir que a base de hablarnos hasta la náusea de los puñeteros grillos, la “choriburguer vegana”, que es la nueva hamburguesa de sabor a chorizo (fabricada con soja, sin chorizo y aliñada con mamarrachadas), se quedará en una anécdota al lado de la semejante aberración culinaria que implica zamparse bichos hechos harina o en trocitos para dar un toque “crunchi” a las ensaladas.
¿Comer insectos disecados o gusanos de la harina hechos puré? Qué listo era “el asqueroso reptil” que daba brincos de alegría y estiraba el cuello hasta límites insospechables al atisbar que tocaba pollo, aunque los pedacitos se los diera a veces congelados como venganza por su vil chantaje.
FRANCISCO GÓMEZ VALENCIA
Puedes seguirle en Twitter en la cuenta @Sr_Gómez
Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid en 1994 por lo tanto, Politólogo de profesión. Colaboro como Analista Político en medios radiofónicos y como Articulista de Opinión Política en diversos medios de prensa digital. De ideología caótica aunque siempre inclinado a la diestra con tintes de católico cultural poco comprometido, siento especialmente como España se descompone ante mis ojos sin poder hacer nada y me rebelo y me arranco a escribir y a hablar donde puedo y me dejan.

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