Otro cuento de navidad

Plantilla Jorge Sánchez de Castro

Érase una vez un tiempo oscuro donde en un pequeño territorio había una poderosa chica lista que formaba parte de un sanedrín de papafritas.  

La chica lista no lo era tanto por su talento natural, sino por su atinado juicio a la hora de escoger como consejeros a «genios invisibles» buenos. 

Los tiempos eran tan oscuros que el simple hecho de que una chica lista con poder eligiese un asesor bueno constituyó un milagro, un milagro de Navidad. Ojalá les guste.

El sanedrín de estúpidos había recibido órdenes precisas en otoño: todos los habitantes de los lugares que integraban el Gran Espacio debían pasar encerrados las fiestas cristianas de Fin de Año. Enfermos o no, vacunados o no. En casa a cal y canto.

Nadie tendría que decir ni mu porque los mandamás se encargaron de garantizar que la despensa de la grey estuviese llena, pues una alta inflación y amenazas de colapso en los suministros provocaron que el pueblo, temeroso antes de los políticos que de Dios, hiciese acopio de víveres y fruslerías durante los meses previos.

«¡Encerradlos pues!», -fue el mandato que recibieron los distintos sanedrines locales-.

«¿Y cómo le explico esto a la gente?» -meditaba la chica lista durante semanas, sin encontrar la fórmula-. 

«¿Cómo lo hago sin hacerlo»?

Pensaba que quizás la riqueza amasada por los jefes durante casi dos años les hiciese abandonar en el último momento la idea del cierre por empacho de opulencia.   

Pero el presidente del sanedrín, el único que estaba en contacto con los de los billetes, acabó con sus esperanzas cuando, ya con los farolillos en las calles, le recordó su sometimiento, como él, al principio de obediencia debida.

Cuando peor pintaba, y como ocurre en todos los cuentos de Navidad, del cielo llegó un ángel, en este caso en forma de consejero, para decirle a la chica lista algo que de primeras no entendió:

«La respuesta está en los autotest».

«¿Cómo?».

«Sí. Compre millones de autotest (son muy baratos) repártalos entre el gentío y ellos solos se encerrarán».

«Continúo sin comprenderlo. Si el resultado de las pruebas es negativo, ¿por qué aceptarán confinarse?»

«Confíe en los milagros. Ya verá como casi todos saldrán positivos. Y si el resultado del autotest les dice que están malitos, aunque no tengan síntomas de enfermedad, ellos solos se recluirán».

«¿Ud cree que prácticamente todos serán positivos aunque la mayoría de los ciudadanos estén como unas castañuelas y vacunados?»

«Pronto será Navidad, el tiempo de los milagros» -contestó entre risueño y piadoso el consejero-. «Sólo necesitamos ayudar un poco y que la gente tenga fe en los autotest, virtud que en estas fechas no faltará».

«Pues ud dirá».

«Lo primero es que los días previos a la distribución de los que a partir de ahora vamos a llamar «autotest de Navidad», no puede haber ni uno solo en los dispensarios. De esa forma conseguimos que el rebaño sólo utilice los test buenos, los nuestros, los «autotest de Navidad». Y además, tenemos que decirles que ante un resultado positivo no es necesario hacer una segunda prueba de confirmación, como se hace ahora, sino que la prueba es cien por cien concluyente y científica porque para eso son «autotest de Navidad», cuestión de fe.

«Señora, esto no se lo cuente a nadie del sanedrín, pues si lo hace, le copiarán y nos los quitarán de las manos. Permítales que continúen con sus cansinas medidas de coacción, propias de cazurros de tiempos remotos. Usted déjelo en manos del hechizo navideño».

La chica lista no necesitó preguntar más y se puso manos a la obra.  

El consejero acertó, pues los «autotest de Navidad» dieron tantos positivos que el pueblo no salió de sus casas para compartir la Nochebuena en familia por miedo a infectar a sus seres más queridos. También se enclaustraron los contactos habituales de los que se habían realizado el «test de Navidad» porque quizás ya estaban contagiados y no lo sabían.  

Los hospitales no colapsaron porque la cura prescrita era dulce y reconfortante, esto es, quedarse en los domicilios comiendo turrón, que para eso se había comprado antes de tiempo a precio de oro. 

Si a esto añadimos que los diagnosticados como positivos se encontraban bien y con sintomatología irrelevante, a pesar de que el autotest les llevase la contraria, ¿para qué iban a ir al centro de salud?

Tampoco se perdieron horas de trabajo porque la reclusión voluntaria duró el tiempo en que la gente estuvo de vacaciones, tiempo de Navidad.

El milagro de los «tests de Navidad» fue tal que incluso aquellos a los que el resultado les daba negativo también se encerraban, pues si la prueba ponía en evidencia que se encontraban pletóricos, ¿quién sabía si sólo era un bienestar momentáneo o falso? ¿quién les aseguraba que no estuvieran incubando el mal ya? 

Y así fue como una muchedumbre repleta de salud y vacunas (incluido el mocerío que renunció a la tradicional fiesta callejera del comienzo de las vacaciones de invierno) decidió autoinfligirse una cuarentena navideña a causa de unas pruebas diagnósticas, pues quién iba a saber más de su estado de salud, ¿ellos o los regalados «autotest de Navidad»?

No obstante, a la aclamada chica lista que consiguió que sus paisanos se confinaran de manera voluntaria, sin aplicar ni una sola medida restrictiva en sus dominios porque lo apostó todo al prodigio de las Pascuas en forma de autotest, le quedaba un resquemor, pues entendía que más que un «genio invisible» bueno, su asesor no pasaba de ser un calvo de la Navidad liberalio, categoría ésta más propia del taimado que del bondadoso. 

«Realmente, tampoco se puede pedir demasiado a la Navidad» -fue el cínico consuelo que encontró la satisfecha y poderosa chica lista del sanedrín colmado de papafritas de un pequeño lugar en un tiempo oscuro, por no decir negro, la Navidad 2021-.

JORGE SÁNCHEZ DE CASTRO CALDERÓN

Puedes seguir a Jorge Sánchez de Castro Calderón en Twitter y también en su blog «El único Paraíso es el fiscal»

Estuve en la Facultad de CC. Políticas de la Complutense antes que Pablo Iglesias. Allí vi a gente de lo más variopinta… Un miembro de la Casa Real; un magistrado del Tribunal Supremo, que me anunció dónde iba a llegar, y hasta un gran maestro marxista que mudó en consejero «black». También conocí a Tocqueville, a Marx, a Maquiavelo y al sabio español Dalmacio Negro. Incluso a Kelsen y Carl Schmitt, cuya disputa intelectual creo que ganó Don Carl. Si con esto no les basta, les invito a entrar en Ataraxia Magazine o en mi página «El único paraíso es el fiscal».

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