Tempus fugit

A veces miro hacia atrás y me pregunto cómo es posible que hayan pasado cuarenta años en tan poco tiempo.

Sí, ya sé que El futuro es algo que cada cual alcanza a un ritmo de sesenta minutos por hora, haga lo que haga y sea quien sea, como decía C.S. Lewis, pero también es cierto que la relatividad existe, y que la percepción del tiempo varía mucho dependiendo de en qué lo estemos ocupando. 

Recuerdo que cuando era niño el verano me parecía que duraba todo un año. El primer día de vacaciones, cuando ponía el pie en la calle a la salida del colegio, tenía la percepción de poseer todo el tiempo del mundo, y la expectativa de regresar para comenzar el nuevo curso era algo muy lejano por lo que no valía la pena preocuparse. El futuro era algo intangible de lo que solían hablar los adultos y que no tenía nada que ver conmigo. Tres meses después entraba a clase y me preguntaba qué diablos había pasado con el verano, por qué había terminado de manera tan repentina. Observaba perplejo a los demás niños que ilusionados y eufóricos competían por ver quién había tenido las mejores vacaciones. No parecían tristes por regresar a las clases, al contrario, hasta se alegraban de reencontrarse con sus amigos y narrarles repetidamente sus vivencias durante el periodo estival. Yo no. Al margen del hecho de que odiaba el colegio, es que no entendía por qué el verano tenía que acabarse si era el tiempo más feliz del año. Me daba igual la navidad y los reyes magos, yo quería vivir siempre en verano y me frustraba no poder retener el tiempo entre mis manos, que, como el agua, se perdía irremediablemente dejando tan solo un rastro de humedad que eran los recuerdos. No entendía por qué el tiempo tenía que ir en una única dirección. ¿Por qué no podía volver atrás cada vez que quisiera, irme a un momento anterior igual que me iba a otra habitación cuando quería estar solo? Eran cuestiones que nadie me podía explicar, entre otras cosas porque tampoco me atrevía a preguntarlo, pues de algún modo intuía que si lo hacía se burlarían de mí. Yo ya era consciente de que ciertas cosas sencillamente no tienen explicación, y “el tiempo” probablemente era una de ellas.

Poco a poco fui adquiriendo conciencia de que acabaría haciéndome adulto, y mucho, muchísimo tiempo después, probablemente empezaría a envejecer. Aunque la vejez para un adolescente está más lejos que Marte. A medida que crecía aumentaba mi fascinación por las películas y libros que trataran cualquier tema relacionado con los viajes en el tiempo. Me empecé a familiar con conceptos como espacio-tiempo, agujeros de gusano, universos paralelos etc. Cuanto más conocimientos acumulaba mayor era mi certeza de que viajar en el tiempo es imposible, y sin embargo no perdía la esperanza de que algún día pudiese realizar un viaje al pasado.  ¿Acaso saber que algo es falso es un impedimento para creer en ello?

Asumir que el tiempo es imparable y que no puede recuperarse debería ser motivo suficiente para querer aprovecharlo al máximo. Pero, claro, eso de aprovechar el tiempo es muy subjetivo y cada cual lo entiende a su manera. 

Para algunos aprovechar el tiempo consiste en dejar un legado, una obra, artística, literaria, arquitectónica o de cualquier índole que haga que se les recuerde cuando ya no estén. Otros trabajan día y noche para acumular una fortuna extraordinaria que les proporcione todos los lujos posibles, que en muchos casos no llegan a disfrutar precisamente por falta de tiempo, pero que suponen una jugosa herencia para sus descendientes. Otras personas consideran que la mejor manera de aprovechar el tiempo es acumular conocimientos en la mayor medida posible, a pesar de que esos conocimientos acabarán muriendo con ellos. También están los que sienten que su tiempo deben dedicarlo a una causa, como la religión, la ayuda humanitaria, la revolución, la política, etc. Por otra parte están los que razonan que puesto que el tiempo del que disponemos es poco y no podemos hacer nada por alargarlo, lo mejor es dedicarlo a los placeres carnales, que básicamente son la comida, la bebida y el sexo. Personalmente me parecen bien todas las opciones, siempre que la elegida sea la que te haga feliz, porque lo que yo al menos sí tengo claro es que si no consigues alcanzar la felicidad entonces sí que habrás malgastado tu tiempo. Siempre he dicho que lo más triste que hay en la vida es una oportunidad desaprovechada. Y el tiempo, a medida que transcurre, va poniendo en nuestro camino oportunidades de todo tipo. Oportunidades que en la mayoría de los casos ni siquiera somos capaces de reconocer como tales, excepto cuando miramos atrás hacia ese momento pasado que ya no volverá. Entonces, minuto a minuto, día a día y año tras año, va transcurriendo la vida hasta que un día de repente nos miramos al espejo con cara de imbécil y vemos ese rostro casi desconocido que nos dice que la vejez está esperándonos a la vuelta de la esquina. El tiempo se ríe silenciosamente de nosotros, sabedor de que cualquier intento de vencerle es totalmente estéril. Y una vez más nos preguntamos a dónde diablos ha ido a parar nuestro tiempo. Y quizá sea entonces, y solo entonces, cuando empecemos a dejar de pensar en el tiempo que se fue y nos preocupemos por el que realmente nos queda.

Pero sea como sea, y aunque nunca lleguemos a entender del todo en qué consiste eso que llamamos tiempo, de lo que no cabe duda es de que todo y todos absolutamente estamos a merced de él. Que muy posiblemente, por encima de las riquezas, los placeres, los conocimientos, o cualquier otra cosa que imaginemos, el tiempo, sea lo más valioso que alguna vez tengamos. Porque mientras poseamos un solo minuto, significará que estamos vivos. Y la vida, al igual que el tiempo, vuela, se va dejándonos atrás y viajando interminablemente hacia el futuro. Un futuro que ya nunca más será el nuestro. 

JORGE R. RUEDA

Puedes seguir al escritor Jorge Rodríguez Rueda en Facebook y en Twitter Si su novela, «Gente Corriente», no está disponible en tu librería habitual puedes adquirirla en Amazon.

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