Sobre el miedo

Cuando era niño me daba miedo casi todo. La oscuridad, las tormentas, los ruidos nocturnos, las dentaduras postizas, las cortinas oscuras o más concretamente lo que pudiera ocultarse tras ellas, los insectos de tamaño superior al de una mosca, los largos pasillos en penumbra, las estatuas religiosas, los petardos (sobre todo las bengalas), y un interminable etcétera que sería muy largo de enumerar.

No es que fuera lo que vulgarmente se conoce como “un miedica”, aunque de haber llevado un registro de mis temores bien podría haber competido con la biblioteca de Alejandría. Lo que ocurría es que, por alguna razón, tendía a pensar que prácticamente todo cuanto me rodeaba constituía una amenaza en potencia. Sin embargo había desarrollado una extraordinaria capacidad para disimularlo. Sobre todo en el colegio, donde como todo el mundo sabe, si hay algo peor que tener una debilidad es que los demás sepan cuál es. 

Los miedos se van superando con los años, o eso dicen, pues admito que algunos de ellos me siguen acompañando a día de hoy. Pero no pasa nada, no es malo tener miedo. Al contrario, pues en realidad el miedo no es más que un mecanismo de autodefensa ante aquello que pueda representar un peligro. Así que es algo bueno si nos sirve para protegernos. No lo es tanto si permitimos que nos impida llevar a cabo aquellas cosas que queremos  o debemos hacer. 

Es curioso como ciertos miedos ancestrales no han cambiado en absoluto y se siguen manifestando hoy igual que hace mil años. El miedo a la muerte, sin ir más lejos; al fracaso; a la derrota; a la soledad; al desamor…  Otros son más actuales, y obedecen a motivos culturales o son el  resultado de los avances tecnológicos.  Quien alguna vez se haya palpado los bolsillos en busca del móvil dándose cuenta de que no está sabe a lo que me refiero. Muchas veces el miedo se aprende, es lo que se conoce por aprendizaje vicario u observacional. Por ejemplo: nunca me he quemado pero he visto a alguien acercarse a una llama y salir gritando, de manera que acabo temiéndole al fuego.

Otras veces el miedo obedece al condicionamiento. Frederic Skinner psicólogo conocido por ser el padre del conductismo radical, llevó a cabo un divertido y sádico experimento consistente en acercarle una rata blanca a un niño. Al principio el chico, al que el animal no le provocaba ningún miedo, simplemente trataba de jugar con él. Así que al psicólogo se le ocurrió que cada vez que le acercara la rata iba a provocar un estruendo repentino que hacía que el niño se asustara y empezara a llorar.

Tras repetir el experimento un buen número de veces, el niño acabó asociando el ruido con la rata, de manera que acabó sintiendo un intenso terror hacia el animal, y, por extensión, hacia todos los objetos blancos de tamaño similar. Ese miedo, que antes no existía en el muchacho, es lo que se llama un estímulo condicionado, y es la evidencia de que muchos miedos se podrían evitar si impedimos que los condicionamientos externos actúen sobre nosotros. De hecho el “condicionamiento clásico” es un método muy utilizado en psicología para tratar las fobias.

Como he mencionado antes, el miedo es en realidad un mecanismo de defensa, y tiene como fin protegernos de peligros reales y provocar en nosotros una reacción, bien para huir de ese peligro o para enfrentarnos adecuadamente a él. Pero muchas veces el peligro no existe, o nuestra reacción ante él es desproporcionada. Porque el miedo, a menudo distorsiona nuestra percepción de la realidad, exagera la gravedad de las posibles amenazas que nos acechan. Amenazas, que como ya he dicho, no son reales y a menudo han sido creadas por nosotros mismos, por nuestras obsesiones e inseguridades, o por una interpretación errónea de los hechos.

“Llevo las heridas de todas la batallas en las que no he participado”, escribía Fernando Pessoa. Porque a veces, la imaginación puede ser un enemigo que nos arrastre hacia un mundo oscuro y peor que el real en el que vivimos. 

No debemos tener miedo al miedo, sino enfrentarlo y no huir de él —a menos que éste consista en una jauría de hienas persiguiéndote por la sabana—. En cualquier caso el sentido común, para quien aún lo conserve, será el que nos diga cuándo conviene enfrentarse al miedo y cuándo resulta más sensato salir corriendo.

Pero si lo miramos a la cara y lo analizamos con frialdad y objetividad, seremos capaces de distinguir cuándo la amenaza es ficticia, en cuyo caso aceptaremos que no existe y la haremos desaparecer. Y lo más importante: si llegamos a la concusión de que el miedo obedece a motivos razonados, estaremos en situación de discernir cuáles son las medidas efectivas que podemos tomar para afrontar esas situaciones que nos atemorizan.

Aunque no siempre consigamos acabar con el miedo, al menos aprenderemos a controlarlo y a vivir con él sin que éste suponga un obstáculo hacia nuestra meta, que en mi opinión no debería ser otra que la de ser feliz. Y a fin de cuentas, sentirse seguro, tranquilo, libre de preocupaciones y de MIEDO, es, probablemente, lo que significa realmente ser feliz.

JORGE R. RUEDA

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