
Lo pueden decir más alto pero no más claro. Lo ha dicho William Chislett al despedirse del Instituto Elcano (“la clase política bloquea las reformas”), lo ha dicho Javier Tajadura en Pamplona (“la Constitución se enfrenta a la tormenta perfecta”). Se lo han dicho los ciudadanos a los encuestadores de Pew Research: los españoles están hartos de su gobierno, y no creen que vaya a mejorar sin grandes cambios en el sistema democrático. Un cambio que no creen que se vaya a producir. Y son unos números muy por encima de la media.
La última encuesta sobre democracia de Pew Research Center implicó a 18.850 adultos de 17 países con economías avanzadas en cuatro continentes y se desarrolló entre Febrero y Mayo de 2021. También habla de otras cosas, como el respeto de las libertades individuales.
De acuerdo con el informe, el 65% de los españoles están descontentos con el funcionamiento de su democracia (frente al 45% global de los países encuestados). España está entre la media docena de democracias desarrolladas en las que la insatisfacción es más alta. Es la tercera, en concreto.
No sólo están insatisfechos. Cuando les escuchan, una enorme mayoría de los españoles piden cambios drásticos en sus sistemas políticos y económicos. Pero es que (a diferencia de otros países), en España los ciudadanos quieren cambio político independientemente de su percepción de la situación económica: un 77% de los optimistas y un 88% de los pesimistas económicos piensan que hay que cambiar la casa.
Es de lo poco en lo que nos ponemos de acuerdo: más del 50% de los españoles piensa que en nuestro país no sólo hay división ideológica sino que no estamos de acuerdo ni en hechos básicos.
Como resultado, el 54% de los españoles encuestados dice que el sistema político debe cambiar “completamente” y el 32% que necesita “grandes cambios”. El 11% se conforma con “cambios menores” y sólo el 2% cree que estamos bien como estamos.
Lo grave no es que la población de una democracia quiera cambio (para eso existe la democracia) sino que crea que no lo va a conseguir. El 64% de los españoles no cree que el sistema pueda cambiarse; sólo el 16% confía en que pueda hacerlo.
Esto se relaciona con el 26% que no está contento “en absoluto” con el funcionamiento de su democracia y el 39% que no está demasiado satisfecho… o el 24% que sólo está “algo” satisfecho. Sólo el 11% de los españoles piensa que nuestra democracia funciona perfectamente.
Otro par de indicadores relevante se refiere a la demanda de reformas económicas (lo que, para el común de los mortales y antes de la subida de la luz, se refiere esencialmente al mercado de trabajo). España es, de nuevo, uno de los países que más claramente exigen reformas, con un 32% pidiendo reformas “completas” y un 51% “grandes”. Un 15% se conforman con “pequeñas” y sólo un 2% piensa que todo va bien.
En este contexto, hay tres cosas que se entienden mejor. Uno es la resistencia de los partidos tradicionales a perder el poder que vienen acumulando, defendiéndolo con los medios a su alcance (las alianzas contra natura de unos y el canibalismo político de otros, y los repartos institucionales de los dos). El otro es la marea populista que genera esa demanda frustrada de cambio, esa conciencia de que hace falta una reforma política y económica de calado y de que los que están a los mandos no quieren hacerla porque son los primeros beneficiados. Y el tercero es el crecimiento de la abstención. Cuando la oferta electoral se reduce a más de lo mismo (lo que se rechaza) o populismo (que también se rechaza) mucha gente se queda en casa o se va a la playa el día de las elecciones.
Como ya he mencionado en otros momentos, hay que mirar a Italia para ver a dónde lleva esto. Italia tiene casi los mismos indicadores (algo menos radicales), pero su sistema político ya está en manos de partidos populistas o antiestablishment.
La voluntad popular que sostenía el edificio institucional (el consenso social) ya no está ahí. La gente exige cambios y no cree que las instituciones actuales se los vayan a dar. Está desencantada con los mecanismos y con las personas que les gobiernan. El nivel de riesgo que eso implica es enorme, porque facilita justificaciones a cualquier extremista para defender o aplicar medidas que rompan el sistema de democracia liberal, y desactiva la participación de los simplemente desencantados. Dicho de otro modo, es una máquina de polarizar que tiende a dar peso a los extremos, precisamente porque prometen romper “el sistema”.
Y esto se agrava cuando pensamos que la pérdida de fe no es una casualidad fruto de la alineación cósmica, sino la consecuencia normal de la falta de atención a problemas reales. La deslegitimación de los partidos, el secuestro de las mayorías parlamentarias por grupos de interés nacionalistas, el enorme nivel de paro enquistado, la incapacidad para ejecutar políticas de casi cualquier tipo, la conciencia de que se gestiona mal y se acumula deuda… hasta los que tienen trabajo fijo bien pagado son conscientes de que viven en una isla, y la inflación (no sólo de la energía) la va a hacer cada vez más estrecha. Problemas de orden público, problemas de equidad, problemas de falta de neutralidad de las administraciones. Elija su causa, y alinéese con los populistas de un color o de otro, porque no faltan motivos para querer quemar la casa.
Hubo una respuesta sensata a todo esto. Hubo un partido reformista que quería cambiar las cosas de verdad y desde el fondo, manteniendo las garantías de una democracia liberal. Un partido con ideas nuevas y valientes, y personas que sabían lo que hacían. Un partido que recibió votos por ello, e intenciones de voto aún mayores. Pero primero perdió la ambición de cambio, luego se enredó en batallitas partidistas, y finalmente se la pegó. Veremos si resucita.
Como diría Salvor Hardin (no vean la serie, por favor) tenemos que elegir entre décadas de populismo en las instituciones, con los daños que estamos viendo, y reformas de calado. No vale cambiar unos inmovilistas por otros: el problema no se resuelve con paños calientes. Ya lo hemos intentado.
Y ningún partido va a ofrecernos esos cambios si desde la sociedad (la sociedad civil, la calle, los medios) no les dejamos claro lo que queremos.
MIGUEL CORNEJO
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