La ciutat cremada

Plantilla Julio Murillo

Vaya por delante que no es mi intención trazar paralelismo alguno entre esta columna y la película homónima dirigida por Antoni Ribas en 1976; film que narra los hechos acaecidos entre el desastre de Cuba y la Semana Trágica barcelonesa de 1909, durante el gobierno de Antonio Maura. En absoluto.

Ocurre que «La Ciutat Cremada» es un título evocativo, con punch, con gancho. Y juraría que somos muchos los periodistas que, una vez decidido sobre qué vamos a escribir, no empezamos a hacerlo hasta tener un buen título en mente.

Pues lo dicho. Barcelona, la de 2021, es una Ciutat Cremada, conceptualmente abrasada, hecha trizas; un espacio urbano decadente y sucio, más propio de una película de zombies putrefactos que de aquella ciudad que otrora maravillara al mundo mundial; urbe que, además de bonita, fue “perla del Mediterráneo”; ciudad que era Condal, noble y cosmopolita y prestigioso marco de ferias y congresos internacionales; y, sobre todo, «business friendly»…

¿He dicho “Ciudad favorable a los negocios”?

Stop. Detengan unos segundos la lectura de estas líneas y recen conmigo –¡recen, no me sean ateos!– para que no nos quedemos en breve sin lo poco que aún nos resta por perder. Porque a los miles de empresas que tomaron las de Villadiego a resultas de las inmundas trapacerías de la élite de ultraderechistas supremacistas que nos gobierna, y que no han vuelto ni volverán, y a la pérdida de la sede de la Agencia Europea del Medicamento, se podría sumar ese MWC de telefonía –si a John Hoffman se le inflaman los “gloriosos” ante tanto navajazo y machetazo–, y otros eventos organizados por la Fira de Barcelona, como el Salón Internacional del Automóvil, a cuya inauguración Pere “Garbancito” Aragonès, con una excusa barata, declinó asistir por un quítame allá esas pajas (las pajas son, ya lo saben, Pedro Sánchez, pero sobre todo el odiado Felipe VI). A este paso nos quedará la Fira del Porc de Riudellots de la Selva y el Congreso Internacional de Productores de Calçots de Valls. Poca broma. 

Espetado a bocajarro, sin paños calientes, todo en Barcelona bordea el desastre. Y en este asunto hay muchos culpables. Con nombre y apellido. Hay para repartir por babor y por estribor: ¿Cómo es posible que la celebración de una fiesta mayor, patronal, emblemática, feliz, acabe como el rosario de la aurora? En qué otro lugar una fiesta termina con 43 heridos, 13 acuchillados, 20 detenidos; botellones de 15.000 y 40.000 personas; enfrentamientos con la Guardia Urbana y los Mossos d’Esquadra; vandalismo extremo; quema de mobiliario, contenedores, vehículos y árboles; saqueo de comercios y destrozos en la Fira de Barcelona y un panorama desolador al amanecer.

Tal vez un psicólogo minimizaría lo ocurrido argumentando que los jóvenes han estado sometidos a un confinamiento asfixiante, a una presión insufrible; que su estoicismo –¡a la porra el término resiliencia!– es muy bajo; y que su capacidad para gestionar la adversidad y la frustración, en contraposición a la gratificación instantánea en la que han sido educados, es nula. Quizás un sociólogo ventilaría la explicación de la violencia generada echando mano al clásico eslogan “there’s no future!” propio de los días del punk: rabia alimentada por el paro, las colas del hambre, el descontento social y las escasas perspectivas de futuro. Y acaso un educador apuntaría a una flagrante dejación de responsabilidad tanto en el ámbito educativo como en el familiar. Un buen libro y una buena reprimenda a tiempo –con bofetada incluida en el pack, de ser menester– obran milagros a la hora de inculcar civismo a esta heterogénea horda de vándalos. Porque lo acaecido durante La Mercé fue «pluri-vandalismo»: ahí tomaron parte tanto pijos del «upper Diagonal» con el shetland anudado al cuello, como menas, antifascistas, agitadores, poligoneros y chonis, y borrachos y adictos al subidón del óxido nitroso.

Probablemente de todo eso hay un poco, o quizás un mucho. La vida es un río que nos lleva a todos. «¡Panta Rei!» –”¡Todo fluye!”– proclamaba Heráclito. Y Parménides matizaba: «No cambia el Lógos, la razón; lo que cambia, en todo caso, es el mundo (y por ende el ser y su forma de existir)». A mi juicio la máxima puesta al día debería ser: «Todo fluye y todo influye».

Porque como gran ciudad Barcelona no es ajena a la problemática que marca el día a día de otras grandes capitales del mundo. Vivimos una época turbulenta, sobrevolada por la incertidumbre: cambio climático, pandemias, pobreza y brecha social, descontento, nefasta práxis política, catástrofes naturales, terrorismo, crisis energéticas, inmigración y no-go zones, pérdida de confianza en el “contrato social” y un interminable etcétera. Esa atmósfera planetaria da verdadero miedo, y nos influye y condiciona a todos sin excepción.

Pero en el caso de Barcelona, “ciudad quemada”, estos retos globales, ya de por sí graves y desalentadores, se magnifican debido a la perversión democrática que supone vivir bajo la bota de un nacionalismo excluyente, que es refugio infame de una élite de plutócratas adictos al poder, una casta que incapaz de gobernar y resolver los problemas de la ciudadanía difumina su mediocridad, escándalos y latrocinio fomentando el odio al contrario, aunque ello termine generando un cisma social; y también, en segundo lugar pero no menos importante, debido al populismo de pancarta y megáfono de una pseudoizquierda sumamente inculta, que le baila el agua al nacionalismo a todas horas, y que cree que con repartir unas cuantas copas menstruales, salvar un cañaveral infecto y organizar un cursillo de reeducación del macho heteropatriarcal ya justifica su mera existencia. Tanto unos como otros se hermanan en la demagogia, la hispanofobia, el rechazo a la Constitución y a la monarquía, y el desprecio hacia los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Y el mensaje que transmiten a la sociedad, desde posiciones aparentemente antagónicas, acaba siendo el mismo. Ahí está el problema.   

¿Qué comportamiento, actitud cívica y nivel de tolerancia se puede esperar de una juventud a la que desde hace más de diez años, desde el poder municipal y autonómico de Cataluña, adoctrinan con falacias, consignas, embustes, repúblicas imaginarias, supremacismo y mentiras históricas? ¿Cómo evitarles la tentación de la violencia cuando se les incita abiertamente a cortar carreteras y vías férreas, bloquear fronteras, asediar instituciones, colapsar aeropuertos, patear y apedrear a las fuerzas del orden público, pegarle fuego a todo y sumarse a la guerrilla urbana a gran escala? ¿De qué modo inculcarles respeto hacia el otro cuando se les enseña que el fin justifica cualquier medio y que de ser preciso se puede pisotear cualquier ley?

Diez años de Procés y de sofismas como el “Dret a decidir” –o lo que es lo mismo: “Haz lo que te salga de la entrepierna, porque tú lo vales”–, repetidos hasta la saciedad, han causado estragos irreparables.

Existe una tremenda responsabilidad en los mensajes que los políticos transmiten. Recuerden a Quim Torra incitando a la gente con su “Apreteu, apreteu!”, que desembocó en la Batalla de Urquinaona y en los gravísimos disturbios que incendiaron Barcelona. No olviden a Ada Colau, justificando el derecho a celebrar referéndums por encima de la ley: “Si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen”, o tweets para la posteridad: “Hoy desobedecer leyes injustas es una cuestión de supervivencia. O nos empoderamos y desobedecemos, o aceptamos esclavitud”. Ahí tienen también a Jordi Cuixart vociferando a todas horas su “Ho tornarem a fer!”. La síntesis del mensaje es que cuando uno se siente oprimido las cosas se pueden o deben cambiar de forma expeditiva; que desobedecer o incumplir la ley es lícito, y que delinquir sale muy barato. Aquí tienen una prueba que es noticia ahora mismo: la Generalitat prevaricó no tramitando en 2020 ninguna de las 1.200 denuncias levantadas por los Mossos a independentistas. Sí, son vándalos, pero son NUESTROS vándalos. No jodamos.

En el pleno municipal dedicado a analizar lo ocurrido durante las fiestas de La Mercé, Eva Parera, regidora de BCN pel Canvi puso el dedo en la llaga al señalar la absoluta responsabilidad de ERC, JxCat y Comunes: “Los disturbios no son culpa del Covid, sino de una forma demagógica de ejercer la política que busca responsables externos, y del ataque sistemático a los cuerpos de seguridad”. Y Josep Bou, del grupo popular, no se quedó corto al asegurar: “La juventud ha recogido el ejemplo que les hemos dado”.

Más claro, agua. Sean felices y disfruten de esta bella y decadente Ciutat Cremada.

JULIO MURILLO

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Autor- Julio Murillo

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