
Los castillos de arena son fascinantes como ilustración de muchas cosas. De la vida, por ejemplo.
Como cualquier observador humano percibe pronto desde dentro de su cráneo, la vida en sí es fútil. Siempre acaba mal, deshecha, disuelta por unas olas que no se agotan nunca. Todo el esfuerzo, toda la complejidad, toda la voluntad y el análisis y la creatividad, toda la originalidad y la colaboración, todo lo que haces y sientes, todo acaba en nada. Como el castillo. Dentro de tres generaciones, las papeletas de que nadie te recuerde son casi todas. De tu mejor castillo ya sólo quedan fotos, y seguro que no sabes encontrarlas.
Ese observador temprano que llevamos dentro suele llegar a esa conclusión en algún punto de la niñez, y luego encogerse de hombros y seguir construyendo el castillo… ¿Qué importa para qué sirva? Me gusta. Me gusta el reto, la sensación, el aspecto, y cada minuto que consigo que dure frente al mar y los vecinos.
Uno de esos observadores infantiles, cuando tenía apenas los años de escribirlo, compuso algo parecido a un poema en verso libre, que decía que el único sentido de la vida es “ser vivida”. Que la experiencia es la justificación. El viaje a ninguna parte (o a alguna parte) se justifica por la experiencia del viaje: si sólo fuera por el destino, la vida compleja que nos empeñamos en vivir no es sensata, no merece el esfuerzo. Ahí tenemos a los que lo han entendido, entregados al ascetismo y renunciando al mundo y a sus complicaciones. ¿Para qué, al fin y al cabo?
Pero el ascetismo es otro juego. Quienes se apartan del todo del mundo son muy pocos. Los que acaban creando una red de dependencias y necesidades y tareas nueva, más simplificada, sólo han simplificado el castillo. Y a veces ni siquiera eso: ahí están las órdenes religiosas y su complejidad. Pero incluso el mayor asceta, mientras sobrevive, busca un objetivo mínimo. Construye su pequeño castillo de arena, uno que le hace sentirse mejor, más adecuado a la futilidad de la obra.
La religión no siempre lleva a la renuncia al mundo. Hay variantes de ese ascetismo que construyen castillos vitales enormes, obras sociales, o educativas, o culturales tan grandes que son capaces de perdurar, pasando a manos de otros que las mantienen y restauran cuando el creador ya se ha ido.
Otros castillos perdurables se levantan por motivos menos nobles, o igual de nobles, o puramente casuales. Las instituciones humanas, el modo en que vivimos, son esos castillos. Hasta que se hacen obsoletos, hasta que hay una tormenta, hasta que acaba el verano, hasta que los vándalos de playa los destrozan. Todo acaba, pero algunas cosas tardan más que otras. Que se lo digan al imperio bizantino.
Y por alguna razón, nos importa, al menos a algunos. Hay quien se conforma con hacer un castillito entretenido, quizá un canal, asumiendo que no va a estar ahí mañana, y sigue su camino, disfrutando o resistiendo cada experiencia de la vida. “Ser vivida”. Pero creo que todos apreciamos esos castillos serios con muros bien pensados y sólidos, que a la mañana siguiente han resistido, que invitan a reconstruir. Hasta que un día pasa el tractor y la ilusión se acaba, claro. Como ha escrito hace poco Fernando Savater, a todos nos gustan esas cosas que querríamos conservar.
Y ahí es a donde voy. A la parte de “nos gusta”. Nos motiva, nos apetece, nos recompensa, nos basta (al menos a ratos) la experiencia del viaje. Los pequeños premios del juego adictivo de la vida. Ver felices a los que queremos. Resolver un reto. Experimentar una sensación (los sentidos son el opio del pueblo). Saciar una curiosidad. Romper un aburrimiento. Crear algo o compartirlo. Experimentar una emoción.
La vida como actividad, en resumen, es el triunfo del mecanismo de motivación animal sobre la reflexión humana. Afortunadamente.
MIGUEL CORNEJO
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