Señorear las ruinas…

El 11 de septiembre nunca ha sido una fiesta pacífica para los catalanes. No se trata tanto de que se basa en un relato tergiversado de la Guerra de Sucesión, tal como muestra el reciente documental de «Historiadors de Catalunya», como que solamente puede resultar como festiva desde una determinada perspectiva: la nacionalista.

De entrada la tergiversación es, seguramente, algo inherente a todas las historias que acaban siendo aprovechadas para fortalecer el sentimiento de pertenencia a una comunidad política; el problema, por tanto, se centra en que el relato que sirve de base para esa celebración no permite que se identifiquen todos los catalanes, sino solamente quienes comparten esa visión nacionalista de Cataluña en la que encaja la historia del 11 de septiembre; una visión que se basa en el enfrentamiento con el resto de España, la reivindicación de una personalidad separada que se hace arrancar desde la Edad Media y el recuerdo de un agravio que, de una forma u otra, exige reparación cuando no venganza.

Lo anterior explica que siempre fuera percibida con cierta reticencia; pero no creo que haya duda de que la utilización de la misma como mascarón de proa de la ruptura con España desde el año 2012 ha acabado por condenarla en las mentes y en los corazones de muchos catalanes. Quienes nos vimos amenazados y nos sentimos agredidos por el intento nacionalista no podemos asumir como propia una fiesta que ha sido clave en esa amenaza y en esa agresión.

Las cifras de manifestantes en la Diada siempre han sido utilizadas como munición contra quienes nos oponíamos a la secesión. De esta manera, al final se ha confirmado que la Diada es tan solo una fiesta para nacionalista y creo que harían bien en darse cuenta de ello las fuerzas políticas y sociales que, sin ser —en principio— nacionalistas, aún persisten en participar en la parafernalia vinculada a la celebración (con el homenaje floral a Rafael de Casanova, por ejemplo). La apropiación de la Diada por los nacionalistas ha acabado por deslegitimarla como fiesta de Cataluña y sería bueno que cuando se dieran las circunstancias propicias se modificara el estatuto de autonomía a fin de trasladarla a otro día que, creo, sí contaría con el apoyo de todos los catalanes: el 23 de abril, día de Sant Jordi.

Esa apropiación nacionalista tiene también otro efecto: la Diada se convierte en metáfora del conjunto del proceso; de tal manera que su evolución refleja también la de Cataluña en estos años. Echar la vista atrás, hacia las diferentes Diadas vividas desde 2012, es también recuperar las diferentes fases de la empresa que pretendía conducir a Cataluña hasta la independencia. Y lo que no muestra el examen de esas diferentes fases es una progresiva degradación del proyecto nacionalista que acaba devorando también la convivencia. Frente a las luminosas manifestaciones de los primeros años, ahora nos encontramos con la cada vez más frecuente presencia de la violencia y una división que ya afecta incluso a los propios independentistas.

Podría pensarse que esta debacle satisfaría a los que nos oponemos a la secesión; pero he de confesar que en mi caso particular veo con cierta amargura que las previsiones que en su día se hicieron sobre la decadencia y empobrecimiento de Cataluña, a consecuencia del «procés», acaban confirmándose. Desde luego, la independencia hubiera sido mucho peor; pero es lamentable que tras estos años los nacionalistas no hayan sido capaces de reconducir su actuación a la legalidad y de buscar una auténtica reconciliación entre catalanes. Con su empeño de seguir adelante en un desafío en el que ya han fracasado dos veces tan solo nos perjudican a todos y contribuyen a hundir un poco más al conjunto de la sociedad.

Las manifestaciones de los años 2012, 2013 y 2014 resultaban apabullantes. Sorprendía la enorme capacidad de convocatoria. Si dejamos de lado las cifras fantásticas dadas por los organizadores, la Generalitat y la Guardia Urbana de Barcelona, e intentamos calcular el número real de asistentes nos encontraremos con que el año 2012 rondaban el medio millón, en el año 2013 (el pico, la manifestación más concurrida) se alcanzaron los 800.000 y en el 2014 probablemente se superó el medio millón. La manifestación de la Meridiana del año 2015 también estuvo probablemente por encima del medio millón de asistentes. Son cifras enormes. Acostumbrados a las fábulas de los convocantes y de quienes están interesados en engordar el número de participantes pueden sonar a poco; pero es realmente espectacular. Medio millón de personas «de verdad» son muchísimas.

Costaba en aquellos años oponerse a ese movimiento que parecía «socialmente unánime». El discrepante o simplemente tibio rehusaba con frecuencia expresarse con libertad ante el temor de ser considerado como extravagante. El nacionalismo dominante, además, no ocultaba su propósito de conseguir una adscripción total de la población a su empresa y objetivos.

El alineamiento de la administración autonómica y de la mayoría de las administraciones locales con el proceso era total, y muchos partidos que no eran nacionalistas alababan la capacidad de convocatoria de estos y ponían el acento en la necesidad de atender a las demandas que justificaban esa movilización sin precedentes.

Deberíamos, sin embargo, estar avisados de que cuando se produce un movimiento como éste, en el que los poderes públicos buscan de manera expresa el apoyo de la calle y ponen los medios de los que disponen (incluidas televisiones, radios, periódicos y medios digitales de titularidad pública o subvencionados por fondos públicos) al servicio de esa movilización, nos encontramos ante una situación anómala en democracia y que debería despertar nuestras alarmas.

La voluntad de imposición es incompatible con la democracia, máxime cuando esa voluntad se apoya en el poder público, un poder que —no lo olvidemos— cuenta también con medios violentos para imponerse.

Pero la violencia explícita no es precisa cuando se dispone de una mayoría aplastante en la opinión pública. Sería sencillo colocar aquí alguna imagen que nos lo recuerde; pero no lo haré, creo que todos nos entendemos. Tras el año 2015 las cosas comenzaron sutilmente a cambiar. Las Diadas de los años 2012, 2013 y 2014 estaban orientadas a dar apoyo a un proceso político que eligió una fecha para el inicio de la secesión: el referéndum del 9 de noviembre de 2014. En el ideario nacionalista, ese referéndum sería el inicio de un proceso que debería conducir a la independencia. No fue así, pero Artur Mas aún pilotó la política catalana hasta las elecciones de 2015, que se plantearon como un plebiscito para la independencia. En las elecciones de 2015 los nacionalistas no consiguieron superar el 50% de los votos y precisaban el apoyo de la CUP para formar gobierno. Mas dejó la presidencia de la Generalitat y se abrió una nueva etapa. Con Mas se fueron los restos de aquel nacionalismo aparentemente amigable que tanto gustaba en la capital de España. La situación se volvió confusa.

Recuerdo en el año 2016 la visita de un empresario de Madrid que se me acercó y casi al oído me preguntó «pero aquí, ahora, ¿quién manda?». No es que Cataluña comenzara a resquebrajarse (llevaba mucho tiempo resquebrajada), es que muchos que vivían en la inopia se estaban dando cuenta de que algo no cuadraba. Lamentablemente, la tendencia a buscar al «buen nacionalista» es irresistible en las riberas del Manzanares, y ahí tenemos el intento de convertir a Junqueras en esta figura en la época de idilio con Soraya Sáenz de Santa María. El gobierno de Sánchez persiste en este empeño. El nacionalismo continuó con su desafío; pero sin tener ya el apoyo tan mayoritario y desacomplejado del que había gozado en los años anteriores. Seguían controlando las administraciones, seguían teniendo un gran poder de convocatoria; pero ya no se podía negar que había una división dentro de Cataluña. Las grandes manifestaciones de la Diada siguieron como por inercia, con el mismo carácter mayoritariamente pacífico, aunque ya con menos asistencia que en los años iniciales del proceso.

La clave en esos años ya no era el desafío pacífico que buscaba la unanimidad del pueblo y el reconocimiento internacional; sino una expresa rebeldía institucional que precisaba ya no de centenares de miles de tranquilos manifestantes, sino de unos pocos miles de convencidos capaces de enfrentarse a la policía de ser preciso. Eso es lo que necesitaban para los días 1 y 3 de octubre de 2017.

Desde ese momento, la violencia, que había estado implícita siempre tras la cara amable y sonriente de las manifestaciones de los primeros años («¿y si hablamos con el vecino del segundo para que cuelgue también una estelada?»), se fue haciendo más visible. Una violencia que, lógicamente, implica también violencia por parte de la policía y acaba en los juzgados, lo que, a su vez, acaba generando más violencia. A partir de 2017 la violencia ha estado presente cada vez con más intensidad en las calles de Cataluña, teniendo su apogeo (hasta ahora) en las semanas de octubre de 2019 que siguieron a la sentencia en la que se condenaba a la mayoría de los cabecillas del intento de derogación de la Constitución en octubre de 2017.

Ahora esta violencia llega también a la celebración de la Diada. Este año se han producido incidentes en Vía Layetana. Además, se había producido también el ataque a una carpa independentista por otro grupo también independentista. Demasiada violencia, demasiada crispación, y un independentismo que en la calle ya no muestra la fuerza de antaño (la manifestación tuvo una participación sensiblemente inferior a la de las celebradas en los años 2018 y 2019, en las que ya se apreciaba un descenso respecto a las de los años en los que se lanzó el «procés»).

La imagen de un fracaso. Al no haber conseguido la independencia, el desánimo y la crispación acaba degenerando en violencia, una violencia que, no podemos olvidarlo, estuvo amparada desde el poder (el famoso «apreteu» de Joaquim Torra a los CDR). Ahora bien: ¿ha vencido la Cataluña constitucionalista? En absoluto, al revés, la sensación de derrota es tan acusada entre el constitucionalismo como entre los independentistas. Es cierto que no se ha conseguido la independencia; pero las instituciones siguen controladas por los nacionalistas que continúan silenciando a quienes discrepan y prosiguen con su política de catalanización que se manifiesta tanto en las escuelas como en los medios de comunicación y en una política simbólica que dista de ser irrelevante.

Además, la amenaza de actuar unilateralmente cuando lo estimen oportuno sigue pendiendo sobre nuestras cabezas. El mimo del gobierno español con los nacionalistas contrasta con el desprecio hacia los constitucionalistas, lo que ahonda en la sensación de humillación.

Tenemos, así, a una sociedad catalana dividida en la que todos tienen la sensación de haber perdido, en la que todos están insatisfechos y en la que seguimos enfrentados en este conflicto interminable en vez de mirar hacia el futuro y reconducir la convivencia. Los nacionalistas gobernaron la Cataluña próspera y cosmopolita del último tercio del siglo XX y ahora señorean las ruinas que ha dejado el procés. Y una de esas ruinas es la Diada del 11 de septiembre, irrecuperable ya como punto de encuentro entre catalanes.

RAFAEL ARENAS

Puedes seguir a Rafael Arenas en Twitter y también en su página personal «El Jardín de las Hipótesis»

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