
Llevamos una semana dura, y no sólo porque nos hayan vuelto a dejar sin sanfermines. Es que ya no sabemos cual es la burrada de la que toca escandalizarse. Parpadeas y te pierdes una.
Escribía una jurista de reconocido prestigio, hace un par de días, que quizá habíamos sido demasiado inocentes al entregar nuestra confianza a nuestras instituciones. Y otro señor de cabeza bien amueblada se daba por tan abandonado que estaba a punto de dejar de defenderlas. Y una tuitera que se expresa con enorme claridad avisaba de que o combatimos su nivel de hijoputez con las mismas armas, o vamos dados. Estamos llegando al final de algo. De la paciencia, de la esperanza, de la fe. Llámalo equis. Un fantasma recorre las trincheras de la batalla cultural, una sensación de haber pasado el límite.
Y no es una sensación sentida sólo entre los que se preocupan por el estado de derecho y perversiones parecidas. Nos hemos pasado de rosca: la población general ya no hace ni caso de las indicaciones de las autoridades, para bien y para mal: unos las ignoran cuando mandan protegerse y otros cuando permiten dejar de hacerlo. Nadie se escandaliza por las mentiras, los abusos o las chapuzas, o al menos no más de diez minutos. Las cacicadas y la incompetencia se asumen, como algo que está fuera de nuestro control. Como la corrupción hace quince años, cuando se asumía que todo el mundo en política robaba. Es parte del panorama.
En resumen, estamos cada vez más hartos y no vemos salida. Y estamos renunciando. Nos tienta, a muchos, pasarnos al abstencionismo gruñón y ocuparnos de achicar agua de nuestro bote sin pensar en los demás.
Pero esa sensación de haber cruzado el límite, de estar viviendo en un mundo donde los telediarios parecen escritos por guionistas ligeramente sádicos buscando epatar a los burgueses, tiene su lado bueno. Poco a poco nos acercamos al punto de crisis.
Nos hemos dado cuenta ya de que la máquina está rota. Para la inmensa mayoría de los medios de comunicación, la creación de opinión es un negocio, no un deber cívico. Los partidos en el gobierno fuerzan el espíritu y la letra de la ley sin que la burocracia (colonizada) pueda pararlos, y la ley electoral favorece que las cosas sigan así.
Y es que la jurista que mencionábamos más arriba tiene razón. El sistema lleva décadas siendo horadado por los intereses de unos y otros, que han abusado de un marco demasiado flexible y buenista para crear un entorno en el que, de hecho, se protegen más los intereses de unos que los derechos de otros, y se confunden ambas cosas con mucha facilidad. Pero año tras año, elecciones tras elecciones, medios, electores y partidos siguen pensando en el corto plazo. Arreglamos la gotera de hoy pero no cambiamos el tejado, ni desviamos el arroyo que cae sobre él. Y las goteras se multiplican hasta llegar a la situación actual de arbitrariedad e incompetencia en las instituciones.
En resumen, es hora de dejar de jugar a lo de siempre. No se trata de imitar la “hijoputez” de nacionalistas y sanchistas, siendo más arteros y maltratando más las reglas.
Se trata de romper la baraja, dejar de pelearse por los tonos del arcoíris de la señora Montero y empezar a derribar el edificio desde el que lo proyecta. Hay que fijar objetivos que ayuden a cambiar los cimientos. Desde acabar con la financiación pública discrecional y opaca de los medios de comunicación (y su concentración en grandes grupos), pasando por afirmar los derechos de los padres en la educación de los hijos (no sólo respecto a educarlos en lengua materna), extirpar la dedocracia en las administraciones públicas, implantar la responsabilidad por las decisiones y la protección de los denunciantes, y sobre todo exigir el cumplimiento de la ley vigente.
A día de hoy, el canal para cambiar las cosas no son los partidos. Es la sociedad civil. Quienes han combatido la campaña nacionalista a favor de Mas Collel en la opinión pública internacional son los académicos de Foro de Profesores. Quienes han puesto coto a Quim Torra son los activistas de Impulso Ciudadano. Quienes combaten los abusos de la inmersión con demandas y manifestaciones son los de Hablamos Español o la AEB. Quienes plantan cara al sectarismo universitario son los S’Ha Acabat. Quienes escenifican la repulsa ante los abusos del estado de derecho son los de la red Concordia y Regeneración. Los que recuerdan que los navarros no son vascos y llevan siglos luchando con el resto de España contra enemigos comunes son los de Pompaelo. Quienes señalan que en este país se llegan a dar 500 indultos al año, dejando a corruptos y prevaricadores impunes, son los de Civio. Las siglas proliferan porque hace falta, porque las instituciones (políticas y mediáticas) fallan y necesitan que los ciudadanos intervengan.
Y no se crean que lo que hacen es agradable o agradecido. Es trabajo, es duro, y es ingrato porque se hace contra la presión de las instituciones y de los que más gritan (que no son necesariamente la mayoría pero actúan como si fueran los únicos). Y mejor no hablemos del fuego amigo, que es mucho y duele. Pero lo que no hace uno, no lo hace nadie.
Pero con unos cientos o miles de activistas no basta. Falta el multiplicador que convierta esos datos y esas propuestas en cambios reales en la opinión general, en la legislación y en los hechos. Falta el fermento de los grandes medios de comunicación, que siguen ignorando su responsabilidad por un plato de lentejas. Falta la herramienta para imponer esa agenda a los partidos, exigiendo cambios e impulsando a quien los pueda implantar. Cambios de verdad, no de tono o de talante. La rebeldía en lo de siempre no cambia nada. Repito: no se trata de ganarles en hijoputez sino en romper la baraja y centrarse en reparar las instituciones.
La crisis ya está aquí. El hartazgo y la desconfianza están en niveles críticos. Pero para que sirva para algo, y no desemboque en una desconexión masiva de la sociedad respecto a la cosa pública, hay que seguir movilizándose y empezar a pensar en grande.
MIGUEL CORNEJO
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