Monta la jaima, Jaume, que viene el jeque…

Plantilla Julio Murillo

Crónica de la siempre triste y atribulada realidad catalana, escrita muy pocas horas antes de las elecciones madrileñas del pasado martes, día 4 de mayo… Aunque lo cierto es que, refiriéndose a Cataluña, no importa en absoluto en qué momento lea usted esto. Es solo un capítulo más de una historia interminable.

Mientras todo el país sigue con el alma en vilo, y bien provisto de palomitas, el rifirrafe generado por las elecciones a la Comunidad de Madrid del 4 de mayo; mientras unos y otras, y otres, disfrutan colapsando el correo postal a base de enviarse sobres con balas, obúses, frascos de aceite de ricino y pescado podrido; mientras Pablo Iglesias –ese demócrata de la escuela Pol Pot— exige que Felipe VI asome la nariz y condene sin ambages las amenazas a su señora marquesa, a sus hijes, a sus padres y a sus ancestros bolcheviques, en Cataluña, en el siempre atribulado Reino Milenario del noreste hispánico, pasan cositas… Es bien sabido que los catalanes somos gente hacendosa y motivada que siempre hace cositas, hasta cuando duerme. Deberíamos haber aprendido a no hacer nada, en plan budista, o a lo sumo a ir de tapas, como todo el mundo. Pero no, ni a tiros. Preferimos hacer cositas. Y muchas, muy feas, feísimas, de las que generan consecuencias nefastas. 

En Cataluña seguimos disfrutando de ese gratificante nivel de inquina y odio que nos pone –sobre todo a ellos, los genéticamente puros y superiores– priápicos a tope. Seguimos con la Meridiana cortada día sí y día también, convertida en campo de una batalla bendecida por Laura Borràs, ese pedazo de Presidenta del Parlament. Ponen los lazis el grito en el cielo porque el Tribunal de Cuentas reclama a Artur Mas y a los demás –ya saben quiénes son los demás: todos los majaderos que le sucedieron– los porrillones de euros malgastados en embajadas y “acción exterior”. Continuamos sin contar con un Govern que se centre en arreglar los problemas de la ciudadanía, aunque eso casi podría entenderse más como una bendición que como una maldición. Y en esas seguiremos, porque ahí tienen al «nen», al «Patufet», Pere «Garbancito» Aragonès, buscando refugio «a la panxa del bou, que no hi neva ni hi plou» («en la barriga del buey, donde ni nieva ni llueve») que le asegure poder investirse, como Dios manda, y gobernar cómodamente. 

Pero muy mal lo tiene el chaval, porque los duros de JxCat, que son el buey de la citada canción popular, se niegan en redondo. De nada ha servido que Fray Oriol Junqueras les llamara a conciliábulo en Lledoners –¡Y qué pecado tiene que un Govern se pacte en una cárcel, amigos lectores!–, para repartir cargos, coches, despachos y mucha pasta gansa, a fin de que todos, más allá de ser fachas urbanos o fachas de pueblo, puedan seguir viviendo del cuento, la estelada y la mamandurria, como el hatajo de inútiles que son. El núcleo duro de los Convergentes se muestra inconmovible y parece apostar, a lo sumo, por la abstención in extremis, para no repetir elecciones, permitiendo reinar a un rey desnudo a merced de sus designios.

Además, en esta tierra yerma, se sigue apostando por la vendetta, la revancha, instaurada ya en los tiempos de Roger de Flor y los almogávares… ¿Lo recuerdan? Cuando el líder de esa mesnada de brutos mal lavados y cien de los suyos fueron asesinados en Bizancio, la Gran Compañía asoló, en represalia, los Balcanes. La llamada “venganza catalana” aún se rememora. En lengua albanesa, por ejemplo, Katalan significa “monstruo”. Y monstruoso es, volviendo a la actualidad, que la Generalitat haya discriminado en su plan de vacunación a los miembros de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. Solo un 8% de agentes de estos cuerpos han recibido alguna dosis, mientras que más del 80% de los Mossos ya han sido vacunados. Venganza catalana: por apalear al pueblo, por sobar culos y tetas y romper dedos el 1 de octubre os quedáis sin vacuna. 

Ante discriminación tan flagrante y vergonzosa el TSJC ha dado a las autoridades sanitarias catalanas un plazo de 10 días para solventar el asunto, y la sentencia ha suscitado, de inmediato, el vómito de Josep Maria Argimon, secretario de Salud Pública, y de Carles Puigdemont, al que le faltó tiempo para hacer lo único que sabe hacer, que es lanzar tweets a falta de otra pólvora que quemar: «Los que agredieron a los ciudadanos al grito de “¡A por ellos!” continúan siendo unos privilegiados y protegidos por el sistema español. Los vacunarán pasando por delante de personas indefensas y pacíficas a las que golpearon de forma salvaje el día 1 de octubre de 2017». El escándalo de las vacunas ha suscitado una reyerta en la que han acabado todos enzarzados. Alba Vergès, consejera de Salud, sacó el balón fuera de banda, en sesión parlamentaria, acusando al Estado Español de «favorecer a los miembros del Ejército en lo referido a vacunas». Así estamos en Cataluña. No importa qué día lea usted esto.

Pero pese a todo el caos atmosférico del lupanar catalán, de tarde en tarde, algunas noticias suscitan una hilaridad balsámica, higiénica, bendita, que nos llevan a desdramatizar la situación y a reír con ganas. Hace escasos días un medio digital nacionalista catalán se hacía eco de una información publicada por dos periódicos marroquíes –Le Collimateur y Hespress–, próximos al Ministerio del Interior alauita. Los dos medios publicaban sendos artículos en los que se recriminaba a España el haber permitido la entrada en el país, siquiera por razones humanitarias, a Brahim Gali, líder del Frente Polisario, sobre el que existe orden internacional de detención cursada por la propia Audiencia Nacional española –por asesinatos, terrorismo, torturas y desapariciones–, que logró sortear la aduana con documentación falsa expedida en Algeria y fue atendido a nivel hospitalario en Logroño (La Rioja). Los dos medios reflejan, en sus artículos, el inmenso malestar que esa noticia ha generado en Marruecos y se embarcan en una reflexión que podría sintetizarse así: «¿Qué opinaría el Gobierno de España y cómo sentaría a los españoles el hecho de que Marruecos concediera a Carles Puigdemont el estatus de refugiado político y le ofreciera asilo de forma permanente por razones humanitarias?».

Es innegable que la hipótesis lanzada por la prensa marroquí, más allá de la lógica carcajada, tiene su recorrido y permite aventurar futuribles. A buen seguro Carles Puigdemont ha tomado nota de esa tácita oferta y explorará todas las posibilidades. Nuestro golpista favorito lleva casi cuatro años instalado en un país cuyo máximo orgullo es ser cuna de Hergé y de Hercules Poirot; un país gris, sede de estamentos oficiales europeos, de insoportable pluviometría y peor gastronomía. El hombre debe estar a estas alturas hasta el gorro de mejillones con patatas fritas, de que le retiren inmunidades, de que todo le salga rematadamente mal, de no poder moverse a su antojo, de tener que vender carnés de la “República Barataria del Llobregat” que le permitan pagar la fortuna mensual que supone mantener su modus vivendi, su Consell de la Republiqueta y la manutención a pensión completa de dos cantamañanas de la talla de Toni Comín y Valtònyc y sus gin-tonics.

Puigdemont en Marruecos sería el rey del mambo. Pero del mambo de verdad, no ese mambo cutre de la CUP. Con la mitad de su presupuesto podría tener casa o lujoso ático en Rabat o en Casablanca y disponer de jaima de lujo, con aire acondicionado y camello híbrido 16 válvulas, en algún oasis en la bella Guelmim-sur-mer. Ahí se nos plantaría ufano el hombre, ataviado con chilaba, babuchas, gumía al cinto y halcón en muñeca, más feliz que Iznogud, el visir, o que un jeque golpista de esos de andar por casa. Podría convocar desde allí sus cumbres del Consell per la República y hasta los de ERC estarían encantados de asistir. Gabriel Rufián aprovecharía para darse una vuelta por Chauen, en las estribaciones del Rif, y hacer acopio de buen «costo» a bajo costo; Junqueras, al que soltarán pronto, se pondría tibio de cuscús de cordero; Elsa Artadi y Laura Borràs quemarían tarjetas de crédito comprando kilims, bolsos, especias y bisutería progrepija, y todos, en general, serían felices puliendose la pasta de los catalanes.

Un dorado exilio en Marruecos abriría la puerta para que Puigdemont, y toda su troupe de majaretas con cargo, pudiera conspirar a placer y sin límite contra España. Como Presidente en el exilio de la República Catalana, Cocomocho tendría acceso fácil a las altas instancias políticas. Incluso podría pedirle audiencia a Mohamed VI, que escucharía ensimismado las propuestas de nuestro embaucador para diseñar una estelada anticolonialista marroquí –sustituyendo la estrellita blanca por la media luna–, que él mismo les vendería a precio módico (por tener el copyright del asunto); esteladas que flameando al viento abrirían multitudinarias «marchas amarillas» por el Derecho a Decidir (émulas de aquella lejana «Marcha Verde» de 1975) a fin de reclamar la devolución de Ceuta, Melilla, Perejil, las islas Chafarinas y las Canarias. Y de ser necesario, también las Islas Azores. Que Puigdemont en cuestión de cultura, cero patatero.

Ya sé que se estarán riendo ante el panorama descrito. Pero no se rían, buena gente, que estos se agarran a un clavo ardiendo. Y si el clavo supone lujo, sol, playa, buena comida, dinero y conspiración, se tiran de cabeza a la piscina. Hasta los de TVen3 montarían a toda castaña un plató para retransmitir en directo el «Telenoticias del Califato Republicano Catalán» y así llenar aún más su parrilla de emisión. En Cataluña todos les conocemos. Y tenemos muy claro que son capaces de eso y de mucho más.

De todos modos lo mejor del asunto es que a Puigdemont y a toda su bandada de alimoches los tendríamos, más pronto que tarde, de regreso en España, sin tener siquiera que preocuparnos por echarles el lazo, porque los marroquíes acabarían hasta el turbante de todos ellos y nos los remitirían en patera y cargados de grilletes.

JULIO MURILLO

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Autor- Julio Murillo

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