
Todo cinéfilo es un autodidacta, como lo es todo aquel que descubre una pasión en la infancia y la desarrolla en paralelo a la educación «oficial». Por muy personal e intransferible que sea ese fervoroso recorrido por los descubrimientos cotidianos de una afición a la que se atiende con dedicación y mimo, hay también en esa etapa de solitario aprendizaje un puñado de maestros a los que se sigue con atención, guías espirituales, intelectuales o estéticos que ayudan a moldear el gusto, el criterio y, no menos importante, el instinto rastreador y la actitud ante lo que se ama.
UNO
LOS MAESTROS DISCRETOS
En mi caso, cuatro nombres a los que hoy quiero rendir tributo, jalonaron ese camino de luz con su humilde sabiduría y su delicioso don para la seducción del espíritu y del intelecto. El primero de todos fue el barcelonés Jaume Picas, cuyas encantadoras críticas contagiaban un amor por el cine cristalino y sencillo. A Picas lo descubrí en la revista Nuevo Fotogramas, donde aparecían también Mr. Belvedere y su consultorio, al que escribí una serie de cartas mal redactadas pero desbordantes de ingenuo, atropellado y a menudo pretencioso entusiasmo juvenil. En realidad, a Mr. Belvedere (Jaume Figueras) lo descubrí en Radio Barcelona, donde las tardes de los sábados compartía programa con una inspirada e hilarante Maruja Torres, fuente ambos del más sano buen humor y del más exquisito cosmopolitismo. Tuve el honor de conocer a Jaume muchos años más tarde y desde entonces hemos mantenido una cordial relación tanto profesional como personal. De Jaume aprecio sobre todo el haberse negado siempre a ser encasillado como crítico y preferir autodenominarse «cronista», y eso porque él también es, por encima de todo, un enamorado del cine. A mediados de los años setenta, los asiduos a la Filmoteca solíamos leer el Tele-Express, periódico oficiosamente progre de la época. Ahí descubrí a alguien que veía, disfrutaba y analizaba las películas con un espíritu similar al mío. Se llamaba Octavi Martí y me complace decir que nuestra amistad se hizo real años más tarde. Por último, también por esa época, entró en escena el crítico al que más he respetado en mi vida, Don José Luis Guarner, cronista erudito y cultivador de un estilo literario claro y cercano, teñido siempre de deliciosa ironía, defensor de la «rosselliniana» idea del poder didáctico del cine pero que no despreciaba en absoluto su carácter puramente lúdico, por lo que gracias a su amor por la serie B descubrí, entre muchos otros, a iconos como Roger Corman, John Carpenter o Richard Matheson, y aprendí al mismo tiempo que muchas obras consideradas menores no lo son y que hay que saber curiosear sin prejuicios en todas partes. Gracias a todos ellos, pequeños grandes maestros.
DOS
POR EL PLACER DE LA ANÉCDOTA

Testigo silencioso (The Silent Partner, 1978) se estrenó casi de tapadillo en el entonces prestigioso y hoy extinto cine Alexandra de la Rambla de Cataluña de Barcelona como un resto de serie que se liquidaba en verano a falta de encontrar una temporada mejor para ofrecerlo al público. Me sorprendió mucho la discreta promoción de ese más que apetitoso thriller protagonizado por Elliott Gould y Christopher Plummer, reparto de campanillas, y lo achaqué a la distribuidora, Izaro Films. Aunque importante dentro del grupo de las compañías más modestas, no debió considerar la película lo bastante digna como para competir con los títulos estrella de las grandes multinacionales. Lástima.
Fue el maestro Guarner quien celebró de inmediato la calidad de aquella joya aparecida a hurtadillas y saber que a él le encantaba redobló mis ganas de verla. Como era previsible, el film se mantuvo únicamente dos semanas en cartel, pero quisieron los hados que tardara sólo otros quince días en llegar a las salas de reestreno, lo que me permitió disfrutarla en una copia impoluta, privilegio no siempre concedido a los asiduos de los cines de barrio como lo fue un servidor durante toda su infancia y gran parte de su juventud.
Condenada por esas circunstancias a ser considerada una película del montón o de complemento, me di cuenta de inmediato de que estaba ante la pequeña maravilla que mi instinto (ese al que llamo mi radar cinéfilo) me había sugerido al ver el cartel y lo consideré un triunfo personal. Convertida así en uno de esos placeres muy íntimos y egoístas que todo amante del cine lleva en su corazón, a lo largo de los años he vuelto a verla cuantas veces he podido, y dispongo desde hace algún tiempo de una penosa copia en DVD que, a pesar de su pésima imagen y su bochornoso sonido, echa humo, dadas las incontables veces que la he disfrutado sin moderación y sin cansarme de ella jamás.
TRES
CUALQUIER PELÍCULA PUEDE OCULTAR UNA GRAN PELÍCULA
Howard Hawks decía que los tres secretos para hacer una buena película eran: A- Un buen guion. B- Un buen guion. C- Un buen guion

Lo que el muy pilluelo de Hawks no decía era que para ponerlo adecuadamente en imágenes había que poseer sensibilidad, inteligencia y mucho talento, pero ya se sabe que los modestos maestros del cine clásico, como él mismo o John Ford, no gustaban de ir por el mundo pavoneándose de ser artistas, y aún menos autores, palabras que a sus oídos de eficaz artesano sonaban demasiado pomposas y pretenciosas. Eso se lo dejaban a los sesudos críticos que babeaban con sus películas y a los cineastas europeos y asiáticos de mayor renombre.
El canadiense Daryl Duke no destacó precisamente por ser un genio, pero debió poseer lucidez e inteligencia suficientes para darse cuenta, al llegar a sus manos un guion de Curtis Hanson prácticamente perfecto, de que le bastaría con aplicar con honestidad todo su oficio de artesano para convertir ese regalo del cielo en una gran película. El guion adaptaba una novela del danés Anders Bodelsen titulada Piense un número que ya había sido objeto de una primera adaptación cinematográfica en su país de origen. Los productores Mario Kassar y Andrew Vajna, creadores de la productora Carolco (la de Instinto Básico, entre otras), se estrenaron con esta apuesta modesta (sólo en apariencia) y aseguraron la jugada convirtiendo en un dechado de elegancia el sagaz guion de Hanson (futuro responsable de L.A. Confidential) gracias al fichaje del británico Billy Williams, cuya cálida fotografía imprime a la bulliciosa Toronto donde transcurre la acción ese agradecido tono ocre y boscoso tan habitual en el cine canadiense de los setenta.

La banda sonora de un inesperado pero siempre majestuoso Oscar Peterson nos lleva desde el intimismo al suspense más angustioso y crispado en este juego perverso y amoral que nos atenaza desde el primer momento y no nos suelta hasta el final de la proyección.
Miles Cullen (Elliott Gould) trabaja de cajero en la sucursal de un banco situado en unas galerías comerciales. En ese microcosmos tan vulgar y mediocre como cualquier otro, Miles atrae a las mujeres a pesar de que se empeña en cultivar la imagen de tipo gris, soso y aburrido al que sólo le interesan su colección de peces tropicales y el ajedrez. Pero las mujeres, como sus compañeras Julie (Susannah York) o la recién llegada y explosiva Louise (Gail Dahms), tienen su propio radar, y gracias a ese sexto sentido pronto descubriremos con ellas que esa cómoda fachada de grisura esconde una poderosa, audaz y seductora inteligencia. Miles descubre por casualidad que alguien está preparando un atraco al banco. Lo mejor es que gracias a su aguda capacidad de observación tarda poco en descubrir la personalidad del ladrón, por lo que, en vez de alertar a sus superiores espera a que el robo tenga lugar, no sin hacerse antes con los 50.000 dólares que contiene la caja. Jugando con fuego, Miles se las arregla para que el atracador, disfrazado de Papá Noel, pueda cometer el robo y llevarse un botín irrisorio para declarar después a la policía y a la televisión que el ladrón se ha llevado el dinero que él mismo ha sustraído. Con lo que Miles no cuenta es con que el atracador, Harry Reikle (Christopher Plummer), tampoco tiene un pelo de tonto y comprende de inmediato que Miles, convertido en el atractivo y seductor héroe de la semana, se ha burlado de él. Movido tanto por la codicia como por la vanidad de su ego herido, Harry decide recuperar el botín y dedicará todas sus fuerzas a intimidar, acosar y amenazar a Miles, quien, dispuesto a no ceder, acepta el reto. Miles tendrá que enfrentarse al incómodo hecho de que Harry es, además, un psicópata particularmente sádico que recurrirá a todo tipo de métodos para que sus planes se hagan realidad. Es el punto de partida de un juego del gato y el ratón en que el anodino Miles descubrirá que es capaz de lanzarse a correr riesgos inimaginables y encararlos con una audacia surgida de los rincones más ocultos de su personalidad.

Testigo silencioso es una mala traducción del original The Silent Partner, ya que «Partner» tiene aquí más el significado de «Cómplice» o «Socio«, como se repite a menudo en el mal conservado pero estupendo doblaje español. Y eso es lo verdaderamente hermoso de esta partida de ajedrez apasionante que ganará el que sea capaz de anticipar la jugada final de su enemigo. Guiados por la modélica construcción de su argumento y el impecable engranaje de su suspense, asistimos cautivados al nacimiento de una complicidad a menudo atroz que obliga a los enemigos a colaborar más allá de su deseo y, en el caso de Miles, de sus prejuicios morales, si es que al final de la partida le queda algún principio al que aferrarse. Y es esa ambigua relación de admiración y odio entre los dos ladrones, enfrentados en un duelo tan atrayente como angustioso la que le otorga ese plus de distinción a esta joya. La descripción de los personajes es modélica, destacando el look del inteligentísimo actor que fue Christopher Plummer, quien potencia su narcisismo y su misoginia (llevada a extremos brutales en una de las escenas clave de la película) gracias al toque femenino con que maquilla unos ojos que clavan una mirada que va de lo amenazante a lo aterrador en perfecta armonía con una sonrisa siempre inquietante que parece concentrar todo el mal del mundo. Frente a él, surgido de otra escuela interpretativa pero no menos brillante, Elliott Gould se sale llevando sobre sus hombros el peso de la película y recreándose en la figura de un antihéroe forzado a actuar como un héroe con el que no nos cuesta identificarnos y al que admiramos por su sagacidad e ingenio, los que le van haciendo ganar en soltura y elegancia a medida que avanza la historia. Y eso a pesar de que su moralidad es más que discutible, ya que por mucho que quien robe a un ladrón tenga cien años de perdón, por mucho que en la película se insinúe con un humor más que negro que el capitalismo hunde sus cimientos en la mezquindad y la inmoralidad de las relaciones humanas y esconde en ellos los cadáveres que estas van creando, hay que admitir que, inmerso en ese anarquismo tan tonificante que imperó en el cine de la gloriosa década de los setenta, el film no brilla precisamente por ser una lección de ética. Y ahí reside el triunfo de la película, que como muchos de los grandes clásicos (con el maestro Hitchcock a la cabeza) logra conquistarnos gracias a su irresistible perversidad.
CUATRO
CONCLUSIÓN ÍNTIMA Y PERSONAL
Testigo silencioso habla del instinto de supervivencia en una jungla hecha de cemento y cristal. Del instinto del cazador y del instinto de la presa, siempre intercambiables. Del instinto del duelista, también. Del instinto del jugador de ajedrez que sabe (o no) anticipar la jugada del rival. Fascinante.

Al principio, el niño veía todo lo que estaba a su alcance. Era tan necesario para sentirse vivo como necesario es en la madurez saber dar prioridad a lo que nos reafirma en lo que somos, en lo que nos hemos convertido. Si amo tanto esta película es porque, además de ser buenísima, confirmó que de algún modo yo había crecido y llegado a una época de mi vida en la que empezaba a jugar con ventaja, aunque fuera levemente y para cosas intrascendentes. El instinto que desarrolla el enamorado del cine cuando pasa de niño a adolescente, de adolescente a joven y de joven a adulto. El que le hará intuir con un elevado -aunque no infalible- porcentaje de acierto si un film vale o no la pena, que le ayudará a seleccionar con más cuidado para no perder el tiempo con el tedio de lo ya conocido o de lo vacío, por aparatosa que sea su promoción.
Permítanme confesar que he llegado al punto en que no todo lo que se hace, ni tan siquiera todo lo que se hizo, me interesa. No es falta de curiosidad, que a mi juicio ni se crea ni se destruye sino que se transforma. Es, sencillamente, que también es un deleite profundizar en lo que se es y se conoce. No por autocomplacencia, más bien para seguir descubriendo lo insólito que aún se esconde en lo que se cree conocer. Testigo silencioso, joya oculta e ignorada que me acompaña desde que la descubrí a los diecisiete años con la complicidad de un modesto maestro cronista que dejó escrito: «Lo que distingue a la obra maestra del resto es que su riqueza no se agota nunca y nos permite abordarla desde una perspectiva distinta a cada nuevo visionado». Testigo silencioso, inagotable fuente de placer, por su humor, su ironía, su suspense, su inteligencia, su retrato nada moralizante pero quizá moral de la malignidad humana y su generosa capacidad de encontrar complicidades, incluso ahí donde menos se las espera. Mi instinto me llevó a ella y nunca sabré agradecerlo lo suficiente. Ya saben, cualquier película puede ocultar una gran película.
JAVIER ARAZOLA
Síguele en Twitter: @AmbersonsI y en su blog The Magnificent Ambersons

JAVIER ARAZOLA
(Barcelona, 1961) A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.
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