
El cine no es periodismo, por mucho que ese fuera el absurdo anhelo de Claude Lelouch, testigo vacuo de la pequeña nada. También hoy parece ser el deseo último de muchos periodistas y reporteros televisivos que se reciclan en documentalistas. Por desgracia, la mayoría de ellos, ebrios de ideología, acaban por convertirse en meros panfletistas justo en el preciso instante en el que, como todos los predicadores vocacionales, confunden la Verdad con el Mensaje. El medio es el mensaje, decía Marshall McLuhan.
No se alarmen, esta pequeña digresión de la que no sabría salir por falta de conocimientos académicos sólo se debe a que soy de la vieja escuela, y me niego a llamar Editor a lo que antes se llamaba Montador. A mi juicio, Editor es un anglicismo caprichoso que no aporta nada a la riqueza ya existente del lenguaje cinematográfico profesional español. Lo mismo pasa con el verbo Grabar, que poco a poco ha ido sustituyendo a la palabra Rodar, esta vez por culpa de la aparición del dichoso vídeo. Rodar me resulta más sugerente y encantador, al evocar la rotación que transporta al negativo de un eje a otro en el chasis de la cámara, movimiento impulsado por un pequeño motor eléctrico que da vida a la textura fotoquímica en su camino desde la virginidad al encuentro con la luz y la belleza, o la grisura y la fealdad, según el color del cristal de quien con ella mira.
Si yo digo Lou Lombardo, muchos de ustedes dirán: «¿Quién?». Si yo digo que sin él, Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1968), La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970), La huida (The Getaway, 1972), Pat Garrett & Billy the Kid (Pat Garrett & Billy The Kid, 1973), El volar es para los pájaros (Brewster McLoud, 1970), Los vividores (McCabe and Mrs. Miller, 1971) o Hechizo de luna (Moonstruck, 1987) no serían lo que son, tan sólo espero que ustedes se pregunten entonces: «¿Por qué?». Pues por la sencilla razón de que Lombardo fue el montador de todas esas películas.
¿Y qué es un montador? Pues es quien otorga al cine la condición de ser un Arte aparte, pleno, el Séptimo Arte. Un montador es quien descubre, orquesta y ritma la música que lleva dentro cada película, eleva el juego de azar con el tiempo y el espacio que es cada plano a la condición de juego supremo del amor, cuando ordena y ensambla las pequeñas piezas del rompecabezas que es la elaboración de una película, y asiste con el oxígeno justo y necesario la respiración del director para el que humildemente trabaja. Un montador da o debería dar armonía a la visión de cada director sin traicionar su espíritu, de ahí lo de “humildemente”.

Lou Lombardo es una referencia ineludible para todos los cineastas y montadores surgidos desde que se estrenó Grupo salvaje. Walter Hill le emuló, Roger Spottiswoode fue su alumno y Kathryn Bigelow le ha imitado a menudo. John Woo o Tarantino le reverencian. En cualquier caso, dicen que bajo el influjo de un tal Akira Kurosawa, no cabe duda de que gracias a Dede Allen —montadora del Bonnie & Clyde de Arthur Penn—, Robert L. Wolfe y Lombardo, nació el montaje moderno.
Lou Lombardo (1932-2002), que empezó su carrera como operador de cámara, fue amigo y cómplice de Robert Altman desde sus inicios en la televisión, donde Sam Peckinpah se interesó por él tras la conversión de Lou al montaje. Su trabajo en una serie policíaca titulada The Felony Squad rozaba a menudo lo experimental, por lo que Sam le llamó para crear juntos una obra maestra condenada a serlo eternamente. Y después de «quedarse» con absolutamente todo el mundo, volvieron a encontrarse cuatro veces para culminar la épica odisea por la melancolía de la violencia que nos legó Sam, a quien yo amo del verbo amar. Altman le llamó para montar Nashville (Nashville, 1975), pero Lou decidió saltar a la dirección aquel mismo año y rechazó la oferta. No es que cometiese un error, pero sin duda fue un error. Nashville es una obra maestra y como director Lou no fue el genio que fue como montador. Primera prueba de ello fue La ruleta rusa (Russian Roulette, 1975), estrenada de tapadillo en cines de tercera y que me apresuré a ver porque, ¡qué demonios!, su director era un cómplice de Sam Peckinpah y además había contado con los servicios de mi querido George Segal para protagonizarla. Discreta y modesta producción canadiense, la película me resultó entonces digna y entretenida, incluso por encima de la media, pero vuelta a ver hoy se da uno cuenta de que no pasa de ser un rutinario thriller de espionaje, plagado de torpezas narrativas y voluntariosas novatadas de las que ni tan sólo el montaje se ve libre, sin duda lo más llamativo y sorprendente del asunto.

Pero Grupo salvaje es otra cosa… Grupo Salvaje o la revolución del montaje cinematográfico americano. Grupo salvaje o los cimientos de una modernidad nacida de la urgencia, la que llevaría a los setenta a ser la culminante década prodigiosa del cine americano más estrictamente clásico. Y todo porque su violencia deviene música, poesía y horror en un baile de la muerte al son del zumbido de unas balas que atraviesan el aire para demoler cualquier atisbo de serenidad. Música y baile, dolor y rabia. Movimiento perpetuo y continuo hacia el vacío. Y, sin embargo, toda esa armonía penetra en nuestros ojos y oídos, nuestros pulmones y corazones para aflorar en forma de lágrimas: de asombro, de desesperación, de emoción, de ira, de furia y violencia, de toda esa infancia que se nos escapa al darnos cuenta de que tal vez estábamos condenados desde la niñez a la Nada, en un terrible y hermoso pero vano gesto de rebeldía.
Esa revuelta impotente y tan atrozmente bella del cuerpo arrebatado por la muerte que sólo Peckinpah supo retratar. El desgarro poético del alma salvaje y profunda de Sam Peckinpah se hizo armonía del caos y virtuosismo de pureza diamantina gracias a las buenas maneras artesanas de Robert L. Wolfe y Lou Lombardo, de oficio montadores, que sintieron en la nuca el aliento visceral de Sam y la mirada de Lucien Ballard.
Todos ellos hacen que el tiempo y el movimiento se estiren, se precipiten, se cortocircuiten, choquen entre sí, generando una energía desbordante, imparable, hipnótica, abrumadora, demoledora. Muchos lo han imitado, nadie lo ha superado. Tal vez sólo el excelso Cimino de la batalla final de Heaven’s Gate les haya igualado, pero armado con muchas más cámaras simultáneas (Sam y Lucien: 6; Cimino y Vilmos Zisgmond: casi 30) emplazadas en diversos puntos y ángulos, siempre pocos si pensamos que gracias al montaje parecen mil. Los ojos de Dios.
Grupo salvaje habla de la indignación que lleva a la dignidad. Nos habla de ingenuidad antes que de inocencia; de lealtad antes que de amistad; de desencanto antes que de culpa; de melancolía antes que de tristeza; de rabia antes que de violencia. También de destino antes que de Historia, porque en los mundos de Sam los hombres prehistóricos luchan por sobrevivir ignorándola, huyendo de ella o queriendo dominarla, fracasando todos en el baile final, sólo que unos con más grandeza que otros. Genio y figura. Clase y estilo.
Guiado por su instinto, el día que Sam invitó a Lou a entrar en su universo sabía que esa colaboración iba a ser fundamental para su encuentro consigo mismo. Como cineasta, sin duda, pero también como ser humano, que es lo que, al fin y al cabo, son todos nuestros dioses. Al menos, los míos.
JAVIER ARAZOLA
Síguele en Twitter: @AmbersonsI y en su blog The Magnificent Ambersons

JAVIER ARAZOLA
(Barcelona, 1961) A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.
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