
Hoy pensaba hablarles de la relación entre la corona y el sentido de continuidad de grupo que consolida una conciencia nacional, pero se me han cruzado demasiadas ideas. Si les gusta, recuérdenmelo para otro día.
Empecemos por lo básico. Esta tarde le expliqué a mi hijo de once años la historia de los ratoncitos a los que implantaron un electrodo que estimulaba el centro del placer de su cerebro, y a los que ofrecieron un botón con el que activarlo. Ya saben cómo acaba la historia. Los ratoncitos pulsan el botoncito hasta morir, adictos al estímulo artificial, ciegos a todo lo demás, incluyendo sueño, comida y bebida.
No lo hice por crueldad sino para explicarle los mecanismos de recompensa barata de muchos juegos y redes sociales. A cambio de un pequeño gesto más, un movimiento de dedo, una conexión diaria, una “tarea” realizada, el juego te da una pequeña recompensa. Un vídeo divertido más, una animación de victoria, seis monedas virtuales, un progreso en un ránking. Un pequeño estímulo a tu centro del placer, proporcionado sin el gasto de implantarte un electrodo, y con menos consumo de electricidad.
El mismo mecanismo que las redes sociales como TikTok o Facebook (diez likes, guay), con el agravante de que las redes aprenden de tus reacciones. Si demuestras que lo que te enseña te interesa (compartiendo, comentando, dando like, siguiendo), te enseña más de lo mismo. Busca el modo de asegurarse de que sigues dando al botoncito. Le da igual si lo que te muestra es bueno o malo, cierto o falso, apropiado a tu edad o no. El único límite es lo que marque la ley (si no pueden esquivarlo, y generalmente pueden). Así, la red aprende cuánta corriente y dónde aplicarla para asegurarse de que sigues dando al botoncito. Click. Cuanto más, mejor.
A diferencia del caso de los ratoncitos, las aplicaciones, las redes y los traficantes de droga provocan adicción con un objetivo: ganar dinero. En las aplicaciones, suelen conseguirlo vendiéndote montoncitos de bits que acortan la espera hasta la siguiente recompensa, o te la dan directamente. En las redes, te exponen a publicidad supuestamente diseñada a tu medida para que tenga las máximas probabilidades de inducirte una compra.
Al final del proceso, el resultado es el mismo. El ratón se lo pasa muy bien, pero no saca nada útil de la experiencia, y con frecuencia sale perjudicado. Cuando sucede una vez, se puede justificar desde el hedonismo (está bien porque me gusta) pero cuando deja de ser una decisión racional y se convierte en un hábito irrefrenable que se come horas y euros, y modifica el comportamiento y las relaciones sociales de modos perjudiciales para los intereses objetivos de la persona, justificarlo ya es más difícil.
Hay que reconocer que TikTok y los juegos de Roblox, e incluso Facebook, no han causado una distopia completa. Pero no es porque no lo intenten. Su modelo de negocio se basa en intentar crear esa adicción y vivir de ella; si no lo consiguen con todos es gracias a que no somos tan estúpidos, o a que tenemos otro tipo de recompensas que buscar.
«Google financia programas para la mitad de la prensa europea. Amazon directamente se compró uno de los diarios más influyentes. Twitter es el canal de comunicación de los decisores y periodistas (controla a cuánta gente llegas)»
Cambiemos ahora de óptica. Lo que acabo de decir es bastante obvio. Cada poco tiempo surge alguien pidiendo que se regulen las redes sociales, que se ponga coto a los ataques de odio en Twitter, que se filtren las mentiras de Facebook, que se impida el acoso en Whatsapp, que no se difundan gratis contenidos robados en YouTube. Hay victorias parciales pero sigue sucediendo, porque esos negocios se defienden. Esencialmente, con dinero invertido en lobbies y medios de comunicación. Google financia programas para la mitad de la prensa europea. Amazon directamente se compró uno de los diarios más influyentes. Twitter es el canal de comunicación de los decisores y periodistas (controla a cuánta gente llegas). Todos ellos financian lobbies reconocidos en Washington y Bruselas, e invierten en relaciones institucionales en cada país donde tienen intereses.
Y así, cada intento de hacerles responsables de lo que sucede en sus redes acaba diluyéndose en medidas de bajo coste y promesas vacías, o en más dinero para los medios de comunicación. Cada intento (el último fue hace bien poco) de poner coto al poder de las “plataformas”, o de limitar sus prácticas competitivas, o sus abusos de los derechos de los usuarios, queda en agua de borrajas. Con honrosas excepciones (y ahí no incluyo las multas ridículas) no cambian nada. Hay algo curioso en las redes, y en la red. Traían la promesa de abrir un nuevo mundo donde todos tendrían voz y podrían ser escuchados, y la verdad se abriría paso. Donde los empresarios de los medios y los políticos no controlarían nuestra visión de la realidad.
Dejando aparte cuatro casos (generalmente breves), la promesa se ha incumplido. Los intermediarios han cambiado, pero en lugar de ampliarse, se han concentrado (porque una red vale más cuanta más gente la usa). La verdad no es más evidente, sino más discutida (porque la polémica genera visitas y reacciones, y porque verificar lo que se publica es un gasto evitable). Y el control de los poderosos sobre la información que consumimos no deja de crecer (porque lo hemos puesto en manos de un par de empresas que viven precisamente de rentabilizarlo). Sí, todos publicamos. Pero sólo a algunos les leen más de unos cientos de personas, y no han cambiado tanto.
«El control de los poderosos sobre la información que consumimos no deja de crecer (porque lo hemos puesto en manos de un par de empresas que viven precisamente de rentabilizarlo)»
Hay modelos de negocio de la era digital que se basan en explotar ineficiencias de los viejos sistemas. Y hay modelos que basan en saltarse las normas que hemos construido a lo largo de los siglos. Llevamos tiempo intentando asegurar que la prensa (igual que cualquier ciudadano) puede decir la verdad aunque no le guste a los poderosos, pero también que se hace responsable de verificarlo (y de difundirlo en horario apropiado). Eso tiene un coste. El modelo de permitir que cualquiera diga lo que quiera, y enseñárselo a quien le guste para que apriete el botoncito, se salta todo lo que hemos aprendido sobre el impacto social de las mentiras y los delitos de odio. Entre otras cosas.
Nos vendieron una red de comunicación con conocidos y personas afines. Luego nos pusieron el electrodo y nos dieron el botoncito. Y ahora no sabemos cómo parar la difusión de las fake news, las burbujas sectarias o los ataques online. O (digámoslo mejor) sabemos hacerlo, pero no nos atrevemos, porque nos han hecho creer que esos excesos son parte necesaria del coste de tener redes sociales. Y no queremos perderlas, porque tienen su utilidad (y además nos gustan. Click).
Ya me dirán qué podemos hacer.
MIGUEL CORNEJO
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