Parad el mundo, que me bajo

Creo que fue Groucho Marx quien dijo aquello de “paren el mundo que me bajo”. Aunque también existe una viñeta de Mafalda en la que se ve a la niña junto a un globo terráqueo gritando esa frase con desesperación. Y es que, ¿quién no ha dicho eso mismo en más de una ocasión deseando que no fuese tan solo una metáfora?

Yo admito que han sido varias las ocasiones en las que he deseado desaparecer, perderme en algún lugar donde no pudiera encontrarme ni Google. De niño soñaba con ser abducido por los extraterrestres y transportado a un mundo lejano y maravilloso, aunque por desgracia hace años que perdí la esperanza de que eso ocurriera —no tantos como pudierais creer, por cierto—. De manera que, una vez asumido que no hay más remedio que permanecer en este decadente, y la vez maravilloso, planeta, uno se pregunta cuál es la mejor opción para mantenerse al margen de esta demencial y perturbada sociedad en la que nos ha tocado vivir.

Porque en el momento actual, en el punto al que hemos llegado, perderse resulta más difícil que quitarle el precinto a un CD. Que sí, que ya sé que es un símil obsoleto, porque hoy ya casi nadie usa cedés, pero podía haber sido peor, podía haber dicho una cinta de cassette, y creedme que he estado a punto de hacerlo. Aun así, no me negaréis que no resulta atractiva y tentadora la idea de largarse a un lugar donde nadie te conozca, donde los teléfonos funcionen con monedas, y un “móvil” sea solo algo que se mueve o un motivo para cargarse a alguien. 

Habría que desconectarse del mundo, y eso, de modo prioritario, supondría renunciar a internet. Lo sé, sería duro, sí, sí, una tragedia griega, pero también tendría sus ventajas. Abandonar las redes sociales, en el fondo, resultaría liberador: no volver a tropezarse con las ocurrencias diarias de Echenique, el alfeñique, o Rufián, el indepe borrachuzo; no tener que ver vídeos de famosos o de aspirantes a serlo haciendo el idiota y poniendo morritos de bofetón frente a la pantalla de un smartphone; ahorrarse el empacho de fotografías de viajes «aspiracionales» a la Polinesia que usted no podrá hacer jamás; poder mandar al cuerno las comidas, pastelitos, decoración y reformas caseras y estrenos de coches de nuestros contactos, y sobre todo —esto es lo más importante— no tener que calentarse la cabeza cada día pensando «qué nueva chorrada publico yo hoy para hacerme notar ante gente a la que le importo una mierda y que no movería un dedo por mí». Piénsenlo, enfréntense al espejo, sientan siquiera por unos momentos todo el patetismo de la condición humana, que nos lleva a exhibirnos impúdicamente ante un universo anónimo, repleto de jijijís y jajajás, emoticones, besitos y corazoncitos de cartón piedra…  

Y luego está la televisión, con la que hemos convivido durante toda nuestra vida y que nos ha educado e idiotizado en desigual proporción. A mí me gusta la televisión. No voy a mentir dándomelas de intelectual y afirmando que solo veo los documentales de la 2, pero… ¿En serio es necesario autoflagelarnos con programas donde el cociente intelectual de participantes, tertulianos o concursantes, es similar al de una medusa? ¿Y qué me decís de las noticias? Dejando al margen el factor de la verosimilitud y la nula imparcialidad de las mismas, ¿no os parece que en los últimos tiempos solo sirven para inocular en nuestras mentes altas dosis de rabia, frustración, odio y hasta miedo? ¿Es posible salir inmune al continuo bombardeo de malas noticias sobre el alto grado de contagio del famoso coronavirus; o sobre las agresiones callejeras; los desmanes de los Black Lives Matter; la lucha enconada entre dos nefastos candidatos a la Casa Blanca; la violencia doméstica (también llamada de género o mejor aún, machista)? ¿Acaso alguien cree ser totalmente impermeable a la lluvia de insultos que a diario profiere la clase política española, y que por muy sutil que a veces parezca no es otra cosa más que eso, insultos, marrullería y «barriobajerismo» de la peor calaña? Palabras envenenadas en forma de adjetivos socialmente aceptados pero que lo único que persiguen es señalar a quien lo recibe como el malo… Verbigracia: «fascista», terrible palabra por lo que realmente significa, pero que se usa más que las monedas de un euro, y con la que se frivoliza a diario, lanzándola hacia todo aquel que sencillamente discrepa de tu opinión. 

Como he dicho antes, me gusta la televisión, y sobre todo el cine. Así que está en cada uno el tener la fuerza de voluntad y el sentido común suficiente para saber elegir qué ver y cuánto tiempo dedicarle al asunto. Personalmente me bastaría con una buena pantalla y un reproductor de deuvedés, mi biblioteca y mi colección de música. Quizás estéis pensando que soy un misántropo pesimista y antisocial, solo por escribir estas cosas, pero lo cierto es que lo soy por muchas otras razones que no voy a exponer… ¡Y que aquel que aún no haya considerado la plácida beatitud del «exilio interior» arroje la primera piedra! 

El mundo no se va a parar, y al final, hartos, hastiados, aburridos y desencantados, todos acabaremos por bajarnos forzosamente de él.  La verdadera cuestión, la básica, la primordial, es qué vamos a hacer entre tanto; qué papel queremos desempeñar en este circo absurdo y caótico; hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que la sociedad o las élites se apoderen de nuestra individualidad, de nuestra ilusión, de nuestra alegría e incluso de nuestra fe, tan solo para convertirnos en objetos manipulables a los que usar en su propio beneficio; cómo podemos mantenernos firmes a pesar de todo el sufrimiento que nos rodea y contribuir a hacer de la tierra un lugar mejor, a la vez que mantenemos vivos nuestros sueños, nuestra salud mental, y luchamos con resiliencia y determinación en la prosecución de nuestras metas…

La verdad es que no tengo ni la más remota idea. Corran a preguntárselo a Paulo Coelho. Yo voy a seguir dándole vueltas al tema y buscando la mejor manera de desaparecer. Y de perdidos, al río, y que cada cual se apañe o se las componga como mejor pueda o sepa.

Tan solo puedo daros un consejo: las películas de Netflix que llevan una «N» roja en la parte superior izquierda, ni os molestéis en abrirlas, porque la mayoría son pura basura… ¡Ah, sí, se me olvidaba: procurad cenar como mínimo dos o tres horas antes de iros a la cama, dormiréis mejor!

JORGE R. RUEDA

Puedes seguir al escritor Jorge Rodríguez Rueda en Facebook y en Twitter Si su novela, «Gente Corriente», no está disponible en tu librería habitual puedes adquirirla en Amazon.

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  1. JorgeRR dice:

    Reblogueó esto en Licencia para escribiry comentado:
    Mi nueva colaboración para la revista #AtaraxiaMagazine

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