
Hace unos días el líder del PP publicó un tweet que causó un cierto desconcierto entre los que nos consideramos centristas. Venía a decir que serlo es estar dispuesto a entenderse con todos. Ser abierto. Oler a nubes.
No, señor Casado. Ser centrista no un perfume, ni un anuncio de coches, ni de compresas con alas. No es ausencia de contenido, sino un tipo muy concreto de contenido. Hasta que no lo entienda, sus esfuerzos por captarlo sólo dejan claro que no sabe dónde está.
Una cosa es ser moderado, señor Casado, y otra cosa es ser centrista. Existe el extremo centro.
El centrismo es el equipo del árbitro. Es el que se preocupa de que el campo esté en condiciones y se cumplan las reglas. El que defiende el Estado de Derecho, aunque perjudique a mis amigos y me impida colocar a mis cuñados. Es el que exige reglas e instituciones que protejan a las minorías y garanticen la igualdad de todos, en todas partes, ante la ley. Es el que se opone a que los partidos controlen a los jueces y colonicen las administraciones públicas. Es el que no tolera que, por conveniencia, se pacten leyes que excluyen a personas de trabajar en el sector público por no compartir una lengua regional, o que impiden a niños educarse en su lengua materna en un tercio de España. Es el que señala que una ley que discrimina entre hombres y mujeres es una mala ley.
El centrismo no es moderación. Es falta de sectarismo. Es evaluar las ideas y las políticas por sus resultados y no por sus etiquetas. No defiende la educación pública porque sea pública, ni las tradiciones porque sean lo nuestro. Defiende lo que funciona. Busca datos, contrasta, piensa. No simplifica. Por eso adopta políticas de cualquier supuesto color, pasadas por el tamiz del sentido común, y por eso rompe tabúes y llega a acuerdos en ambas direcciones.
El centrismo es saber que no se sabe. Que yo tengo tu opinión y tú la tuya. Que la mayoría no dicta la verdad, sino el punto en que nos ponemos de acuerdo. Que ser mi oponente político no te convierte en mi enemigo —aunque tus acciones puede que sí—. Que no estar de acuerdo conmigo no te hace mala persona, ni estar conmigo te hace santo varón —o varona—. Que los dogmas son privados, y que nadie tiene derecho a juzgar la conciencia de otro —sus actos, repito, son otra cosa—. Y que, como no podemos predecir el futuro, no podemos estar seguros de qué decisión es la correcta.
El centrismo es asumir que la democracia es lo que es: un sistema complejo para ponerse de acuerdo en lo común, sin hacernos daño. Que no determina la verdad, sino la legitimidad. Que no señala la virtud, sino la capacidad de convencer a nuestros conciudadanos. Que la construimos nosotros y que, como los castillos de arena, se desmorona si no trabajamos por mantenerla, adaptarla y fortalecerla. Y que si se desmorona y se viene abajo, no hay legitimidad ni acuerdo ni garantía de derechos.
El centrismo es radical. Porque va a las raíces del problema, no a las ramas de la lucha partidista o sectaria. Porque se deja de preconcepciones y mira las cosas de frente y con datos. Porque no intenta corregir los síntomas sino las causas. Porque se da cuenta de que, si el campo está bien y se siguen las reglas de juego, el resultado del partido siempre será bueno. O al menos, legítimo, que es lo mejor a lo que podemos aspirar en democracia. Nos gustará más o menos —y de ahí el centro derecha o centro izquierda— pero eso es otra cosa.
El centrismo, señor Casado, es lo contrario del oportunismo político y la indefinición ideológica. Es el rival del populismo de cualquier signo. Y es el enemigo declarado del tipo de partitocracia corrupta que su partido y sus socios, incluyendo al PSOE y los nacionalistas, han implantado en España desde hace décadas.
Sin un programa de reformas y regeneración institucional serio, señor Casado, puede convencer usted a los españoles de que es “moderado”, “abierto”, e incluso de que huele a nube. Con simples tuits, a mí no me va a convencer usted de que se ha convertido en centrista.
MIGUEL CORNEJO
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