PGE, chantaje a la democracia

Plantilla Julio Murillo

Como una Scarlett O’Hara veleidosa revolotea Pedro Sánchez, de flor en flor, asignando turnos en su carné de baile a los pretendientes que llaman a su puerta.

Todos dicen unirse al cortejo en aras de la estabilidad del país, estando como estamos en un momento sumamente delicado, pero lo cierto es que unos buscan asegurarse la pervivencia como partido, o intercambiar favores, mientras que otros pretenden situarse en una posición de salida preferente en esas inevitables, por mucho que se aplacen, elecciones autonómicas catalanas. 

Así, Sánchez, encantado con la flor que Dios le puso en el culo, ora promete amor eterno a Inés Arrimadas ora mariposea con Gabriel Rufián, correveidile del ojiplático Oriol Junqueras, que desde la lontananza de Lledoners apostilla: «¡Pero sin referéndum y sin derecho de amputación unilateral, naranjas de la China! ¿eh?». Y el presidente a todos les dice que sí a todo. Y sonríe. Sabe que también podrá tantear, si no lo ha hecho ya, a los cuatro diputados del PDeCat, que buscan marcar perfil propio ante la irrecuperable demencia del insoportable unabomber de Waterloo. La aritmética parlamentaria, en definitiva, le favorece… ¡Hasta los de Bildu preguntan dónde hay que firmar!   

Y es que hay que aprobar lo antes posible unos Presupuestos Generales del Estado, y asegurarse, de paso, la pasta gansa y los despachos, las prebendas, los cochazos y aviones, los “menesterios” y chiringuitos, y por lo menos cuarenta plácidos meses de holganza. De no conseguirlo deberían ponerse todos a trabajar. Y eso, amigos, les causa auténtico pavor, porque son conscientes de que lejos de la ubre pública no servirían ni para baldear despojos en un puesto de casquería en el mercado.

Pedrito el ufano promete a unos la relevancia que les salve de la más absoluta irrelevancia, y a otros, los más astutos y ladinos, el apoyo necesario para convertirse en califas en lugar de los odiados califas del 3%. Arbitrando en medio de ese glorioso vodevil de intereses está Pablo Iglesias, que detesta a Arrimadas, que a su vez aborrece a Junqueras, que personalmente abomina de Puigdemont, que odia a todo el mundo, incluso a Artur Mas, que se resiste a que le destrocen su PDeCAT y blasfema contra Quim Torra en su fuero interno.  

Bromas al margen el problema central a la hora de resolver no solo el asunto de los PGE 2021 sino también muchos otros temas delicados para el país sigue siendo Cataluña, por la inmensa capacidad del nacionalismo a la hora de desestabilizar la vida política y su insana predisposición a poner palos en las ruedas. La inquina del soberanismo hacia España es absoluta y no tiene arreglo.

Efímero consuelo supuso ver al independentismo renunciar, debido al Covid19, a llenar las calles el pasado 11S en su jornada de exaltación patriótica por antonomasia, o saber que se llevan a matar entre ellos y se culpabilizan de todos sus males mientras el desencanto causa estragos en sus filas, o constatar que en la ANC y Òmnium cargan tintas por igual contra el PDeCAT y ERC, tildándoles de pusilánimes, y que muchos radicales de la CUP se desmarcan de todo acusando a unos y a otros de ser unos vendidos. 

Todo eso es cierto, pero ni siquiera así, con el sueño de la independencia en estado de anabiosis, cambiará el panorama en Cataluña. A pesar de que la pandemia está demostrando la incompetencia galopante de Quim Torra y su Govern, a pesar de que la pobreza campa a sus anchas y relega a cientos de miles de catalanes a la miseria y a la exclusión social –el 24,7% de la población a comienzos de 2020, antes de la irrupción del Coronavirus–, y a pesar de que la única ley importante (la Renta Garantizada de Ciudadanía) aprobada en los últimos años por unanimidad en el Parlament ha resultado ser una monumental tomadura de pelo, el marco mental en el que viven instalados casi dos millones de catalanes, tras diez años de bombardeo mediático, no variará en absoluto.

A esos dos millones de catalanes lo único que les importa y satisface en esta vida es oír decir a Quim Torra que llevará la causa de su inhabilitación a los tribunales de la UE; escuchar cómo exige a Sánchez y al Rey, con altanería, que pidan perdón por el fusilamiento de Companys; saber que Elisenda Paluzie llama al consumo estratégico de productos catalanes y al boicot a todo lo que proceda de España; disfrutar viendo a un puñado de exaltados quemar un muñeco del Rey y varios contenedores o, en resumen, congratularse en Twitter de que el gran Carles Puigdemont suscriba los postulados del sector más radical del independentismo –Desobediencia Civil, integrada por miembros de los CDR– y apueste por la «confrontación inteligente», aplicando tácticas similares a las empleadas durante los disturbios en Hong Kong; es decir: no anunciar acciones, actuar por sorpresa, lesionar los intereses del poder económico (IBEX, Hacienda, Seguridad Social), del poder político (Congreso, Senado), del poder judicial, del poder mediático y de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. 

No importa qué pase o deje de pasar en Cataluña. No importa lo mal que lo hagan sus líderes, ni la enfermedad, la miseria o la fractura social, porque casi dos millones de catalanes no quieren, o no saben o no pueden sustraerse al lavado de cerebro al que han sido sometidos y volverán a votar en clave soberanista cuando llegue el momento. No lo duden. Y gane quien gane pasará lo de siempre, pues la argamasa que les une es la misma que hermana a las moscas.

Y ante esa triste, durísima y difícilmente reconducible tesitura es sencillamente inaceptable que Sánchez, para satisfacer al lechuguino de Torra, convoque la llamada «Mesa de Negociación Gobierno-Generalitat»… ¿Cómo es posible que el Gobierno de España se siente a negociar con los representantes del Gobierno de España en una parte de España, sin que estos últimos antes no juren, de ser preciso en la iglesia de Santa Gadea, que acatarán las leyes, la Constitución, el Estatut y el arbitrio del Poder Judicial hasta el fin de sus días, cumpliendo las sentencias dictadas al respecto de asuntos como la lengua, ley de banderas, eliminación de simbología nacionalista de las instituciones y un larguísimo etcétera?

Esa «Mesa de Negociación» constituye un fraude de ley a todos cuantos respetamos nuestro ordenamiento legal y jurídico, y el más grosero e inaceptable insulto a millones de catalanes convertidos en moneda de cambio, ciudadanos de segunda o tercera categoría a los que nos han arrebatado una década de nuestras vidas, amén de la energía, la templanza y la paciencia, porque… ¿Dónde está presente en esa mesa la representación de la Cataluña no nacionalista? Sencillamente no está, porque ha sido condenada por la estulticia y mala fe de unos y otros a gritar y a consumirse en silencio.

Muy pronto, en pocos días, tendremos sentencia sobre la inhabilitación de Torra, lo que generará la consabida escalada de tensión, indignación y protestas entre las hordas laziplanistas. Sánchez moverá todas sus piezas a fin de complacer a los secesionistas. De hecho ya las está moviendo todas. No lo duden: el infausto Lluís Companys será exonerado, canonizado y elevado a los altares; se modificará el tipo penal de la sedición, por la vía rápida, a fin de que la próxima andanada –que llegará, tiempo al tiempo– no les salga tan cara a estos neofascistas; ya se van a tramitar los primeros indultos (así lo confirmó ayer el ministro Juan Carlos Campo) y la liberación de los «presuspulitics», e incluso, no lo descarten, se les apaciguará prometiéndoles una futura «encuesta» a nivel nacional que permita porcentualizar cuántos están a favor de mandar a la monarquía al Estoril de turno, cuántos verían con buenos ojos una república federal, y cuántos un referéndum de independencia de Cataluña y el País Vasco.

Cataluña, la democracia y la dignidad de todos los españoles es el precio que esta izquierda inmoral y miserable está dispuesta a pagar con tal de seguir aferrada al poder y al dinero, que es lo único que les importa.

Ahí lo dejo. Sean felices tanto como puedan o les permitan.

JULIO MURILLO

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