Los sistemas políticos con competencia electoral contienen un sencillo mecanismo que transforma el robo político en premio para los que lo propugnan y practican: «todo para el pobre».
Si un tipo pretendiese atracar a Fulano para dárselo a Mengano quizás estuviera bien visto si alegare la excusa de que el último era una «persona vulnerable», aunque tendría un abrumador número de papeletas para ingresar en prisión.
No obstante, si el ladrón es un «servidor público» el elogio del pillaje será recompensado por los ciudadanos en las urnas.
¿Por qué ocurre esto?
Por otro sencillo mecanismo: el pobre lo es por culpa del rico que se apoderó ilegal y/o ilegítimamente de lo que no era suyo.
Dado que para la clase política expropiadora en el origen de cualquier riqueza reside un pecado, el posterior despojo por el Estado supone un acto de expiación con el que se pretende restaurar un equilibrio que nunca se llega a conseguir del todo.
Podríamos decir que el medieval Robin Hood es el icono de la progresía mundial tanto de derechas como de izquierdas: el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Tremenda paradoja que ilustra cómo el consenso socialdemócrata avanza retrocediendo. Concretamente hasta la Edad Media y sus bosques de Sherwood.
No obstante, al Estado no le basta con el creciente expolio fiscal con la excusa de la pobreza que él se encarga de fomentar, y por eso solicita la ayuda de la deuda como nueva arma «robinhoodiana».
Cabría preguntarse por qué la desigualdad sólo debe corregirse y no eliminarse, si los «bondadosos políticos» dicen conocer la causa que la provoca: la riqueza.
Detengámonos un momento en escudriñar por qué la desigualdad se debe amortiguar, pero no liquidar. Por qué un pecado debe pervivir, pero atenuado.
Nos dicen que mientras que la desigualdad exista debe corregirse porque su origen es un robo (incluso el salario es un latrocinio que debe ser intervenido por el Estado estableciendo un salario mínimo) pero dado que su reducción exige cada vez más impuestos y más deuda, parece que la riqueza, causa de la desigualdad, no para de aumentar.
Por tanto, para la clase política existe una relación directamente proporcional entre riqueza y desigualdad: a mayor riqueza, mayor desigualdad. Y a mayor desigualdad, más impuestos y más deuda.
Entonces, ¿por qué insistir con insuficientes paliativos como los impuestos y la deuda cuando se pregona que la causa del mal que supone la desigualdad no es otra que la riqueza?
Si el objetivo económico del Estado es acabar con la desigualdad, pero el crecimiento de la riqueza no sólo no puede acabar con la desigualdad, sino que la aumenta, ¿por qué los políticos no destruyen la riqueza para alcanzar la igualdad? ¿por qué no llevan la persecución hasta sus últimas consecuencias?
La pregunta se contesta con otra: ¿quién dice que la inmensa mayoría de los políticos no destruyen la riqueza?
La mayor parte de los dirigentes políticos mundiales es lo que hacen: acabar con la riqueza.
Sólo difieren en grado.
Unos lo hacen por la vía rápida, sin concesiones de cara a la galería; mientras otros alegan que la riqueza no es mala, sólo es un poco mala. En éste último caso robar un poco, a plazos, es legítimo para prolongar la agonía de la gallina de los huevos de oro.
¿Pero cómo se ejecuta el robo?
El que se realiza a los ciudadanos vía impuestos no necesita mayor explicación.
El que se pretende aplicar a los ahorradores vía deuda, sí, pues tiene un componente de irracionalismo.
El robo por medio de la deuda, que en este preciso momento denomino «deudismo», ocurre cuando el Estado pedigüeño tiene la desfachatez de solicitar que el dinero que reciba no lo tenga que devolver o pueda disponer de él de forma incondicional. Es decir, la deuda convertida en regalo.
Si alguien en su sano juicio se presentara a cualquier prestamista con semejante pretensión sería tildado de loco.
Pero si eres Presidente de Gobierno de Italia o de España te escuchan en cumbres políticas como la concluida el 21 de julio en Bruselas…, e incluso te conceden esos regalos envueltos en empréstitos.
Como ven, la locura del que pide no es mayor que la vesania del que da.
¿Y por qué el frugal ahorrador presta?
Porque los que piden tienen una ideología, el «deudismo».
Les remito a los primeros párrafos de éste artículo: la riqueza, especialmente la del ahorrador, es un pecado que sólo puede ser expiado por un Estado que primero exige financiación, y luego repudia su deuda, no la reconoce, la impaga o la considera una graciosa concesión porque en realidad el capital que recibe no es un préstamo ni una donación vinculada, sino un atraco, y transformar el delito en regalo sólo es un acto de justicia «democrática» (?) para compensar la estafa financiera que está en el origen del cualquier deuda.
No obstante, aún hay alguien cuerdo que se atreve a defender la riqueza y su atesoramiento.
Lo que no sabe es que intentado que el que da recupere su préstamo o condicione su donación, está reinventando la lucha de clases.
De la lucha de clases entre capital/trabajo hemos pasado a la de Estados deudores-Estados acreedores.
La guerra acaba de empezar.
Puedes seguir a Jorge Sánchez de Castro Calderón en Twitter y también en su blog «El único Paraíso es el fiscal»
Jorge Sánchez de Castro Calderón
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