«Siempre hay que limpiarse bien los ojos antes de entrar en un cine.»
André Bazin.
PRÓLOGO
Fue un sobresalto. Siempre lo es. Y siempre el mismo cuando el milagro tiene lugar, porque los milagros son, como los diamantes, para la eternidad. Yo aún no lo sabía. Sólo tenía cuatro años cuando sucedió por primera vez, cuando intuí que siempre sería la primera vez. Mejor aún: cuando deseé que siempre fuese la primera vez.
Bastó que unas inmensas cortinas de terciopelo rojo dejaran al descubierto una luminosa pantalla blanca para que el niño se viera súbitamente precipitado en brazos de una incontrolable entrega amorosa, espontánea, generosa, infatigable. Exploración apasionada, contemplación mística de un arte al que dedicó un tiempo que creía infinito; han sido necesarios años y años, una interminable sucesión de bulímicas citas a ciegas con miles de películas nunca entendidas del todo para que el niño se permita hoy invitar al lector a compartir el reencuentro con un puñado de viejos y queridos amigos, clásicos perennes apreciados con la plenitud que sólo la madurez otorga. Es la única manera que, dado mi recorrido, he conocido para por fin decir con tanta calma como firmeza: «Sí, he vivido, y nadie me va a quitar ya eso».
LA COMUNIÓN
La mayor o menor fortuna de un cineasta a la hora de retratar un paisaje depende más del talento de su mirada que de la belleza objetiva de lo que se presenta ante su cámara. Parece una obviedad, pero los hay tan mediocres que son incapaces de cautivarnos, ni que sea un poquito, aunque planten el trípode en la cima del Everest. Son esos a los que el espectador más perezoso y conformista salva de la quema con un «¡Qué foto más bonita!» o «¡Qué bonita esa montaña!», ignorando (u olvidando, lo que es aún peor) que lo deseable y preferible es siempre decir «¡Qué buena película!» y ya está. Por eso es un deber subrayar que se produjo un milagro en los albores de los años cincuenta cuando el espectador privilegiado asistió a la transfiguración del Cine en Naturaleza palpable por obra y gracia de un cineasta americano de ascendencia austriaca. Valles, montañas, llanuras, desiertos, bosques y ríos dejaron de ser meros decorados en los que unos personajes se enfrentaban a dilemas y contradicciones, traumas y frustraciones, temores y destinos para saldar cuentas en duelos sin mito ni grandeza o para acabar imponiendo su ley con inusitada violencia. Parajes que dejaron de ser un resignado paisaje porque estos héroes trágicos, a menudo furiosos, habían confundido casi sin darse cuenta su destino con la Naturaleza que los acogía en su seno, a la que convertían con sus actos no sólo en espectadora inerte sino también, y sobre todo, en cómplice y protagonista. La fatalidad trágica de esos individuos en perpetua lucha consigo mismos sólo podía tener lugar en el preciso lugar donde tenía lugar. Este cineasta hizo de la relación entre el ser humano y la Naturaleza una historia de amor mística y sensual, casi imperceptible, a la vez serena y violenta. Los personajes, como el cineasta que los contemplaba, ERAN el Paisaje, la Naturaleza y el Cine. Se había logrado la comunión plena.
LOS HORIZONTES
Se llamaba Anthony Mann y cuenta la leyenda que su infancia transcurrió en bosques de pinos y secuoyas entre los que corría descalzo como un pequeño salvaje, persiguiendo pequeñas piezas de caza o con intención de alcanzar un claro para bañarse en un río en el que aprendió a nadar como esas truchas que pescaba para prepararlas en una hoguera antes de quedarse dormido bajo las estrellas.
Como un personaje de Mark Twain, el pequeño Anthony se empapó de Naturaleza hasta formar un solo cuerpo con ella. Siendo él muy joven, su familia se trasladó a Nueva York. El brutal contraste con lo que había conocido hasta entonces, lejos de hacerle sentirse como un desplazado, le llevó a explorar los claroscuros de unos callejones no menos repletos de riesgo y aventura, como demostró en unas iniciáticas joyas del cine negro de serie B que hoy es imperativo descubrir —muy especialmente El último disparo (Railroaded, 1947)—, en las que dio prueba de un dominio superlativo del encuadre, que Mann supo explotar como nadie y del que se servía para convertirlo en un Absoluto.
Mann narraba, intrigaba, atemorizaba, emocionaba, describía y hasta desnudaba el alma de sus personajes mediante unos encuadres nacidos con aparente pero engañosa espontaneidad bajo el influjo de las libres pinturas rupestres, pero también de la perfección técnica de los más meticulosos y sofisticados paisajistas de la historia de la pintura.
El encuadre: elemento atávico y sagrado del lenguaje cinematográfico como nos lo parecerán las tierras que retratará como ningún otro en sus posteriores y míticos westerns de los años 50, de entre los cuales voy a centrarme en el menos conocido, pero no por ello menos sublime —«La puerta del diablo» (Devil’s Doorway, 1950)—, obra maestra de una modernidad apabullante que, visualmente, anuncia ya a cineastas que llegarán mucho más tarde, como el Sam Peckimpah de la crepuscular «Duelo en la alta sierra» (Ride the High Counry, 1962) o Michael Cimino —muy especialmente el de la monumental «La puerta de cielo» (Heaven’s Gate, 1980)—, ese megalómano humilde que por mucho que se confesase heredero de John Ford no podía ocultar la influencia que Mann tuvo en su cine.
«La puerta del diablo» no es sólo un prodigio visual al que no se le ve una sola arruga a pesar de los años transcurridos, también anticipa en forma y fondo al Robert Aldrich de «Apache» (Apache, 1954), al mismísimo John Ford de «El gran combate» (Cheyenne Autumn, 1964) y a todo el western pro-indio de la década de los setenta, ya que supone una elegía en prosa poética de una dureza sin concesiones, un canto de amor a la figura del indio americano, esculpido a través del personaje de un excepcional Robert Taylor, un indio noble y orgulloso aferrado a las tradiciones de su pueblo y a una tierra que desde siempre perteneció a sus ancestros, y sin la que tiene muy claro que no es nadie, aunque también decidido, tras servir en el ejército, a integrarse en una civilización que llega, que sabe inevitable y que contempla con buenos ojos, pero que pronto demostrará estar cimentada en el racismo, la codicia y el odio, hasta tal punto que hace imposible no sólo la convivencia con los blancos, incluidos los más bienintencionados, sino también un amor destinado desde el primer momento al fracaso más arrasador. La larga y estremecedora batalla final nos recuerda el apabullante clímax del film de Cimino y deja al descubierto que, en el terreno de los encuadres y la iluminación, otro genio se le había adelantado, y había alumbrado en los inicios de los años cincuenta una obra de arte vibrante, de una solidez a prueba de bombas, en que la necesidad recíproca y absoluta que tienen entre sí la Naturaleza y el hombre indio queda reflejada mediante un estilo que es una declaración de amor a la que la lucidez y la crudeza no quitan un ápice de humanidad y belleza.
ÉRASE UNA VEZ UN TRAMPERO NOVATO
Ver «Las aventuras de Jeremiah Johnson» (Jeremiah Johnson, 1972) con el espíritu de un adolescente que descubre el ecologismo y se vuelve un apasionado adicto a él es un error muy fácil de cometer. Yo no lo hice, hijo del asfalto como era, porque vi algo más, algo que sólo múltiples visionados a lo largo de los 48 años siguientes me han hecho apreciar en su justa medida.
Aquella primera vez quedé deslumbrado, sí, por la hermosa, a menudo plácida y espectacular postalita que, ojo, el film NO es en ningún momento; pero sobre todo me arrebató ver a un individuo totalmente solo que aprende a fundirse consigo mismo a través de su lucha con una Naturaleza hostil. Hacia el final de la película, ante un monumento fúnebre erigido por los indios a base de miedo y veneración, un colono novato le dice a un Johnson extenuado, ausente y descreído, carcomido por la rabia y la violencia, que muchos le creen el espectro de un muerto que deambula sin rumbo por valles y montañas pero otros creen que no morirá jamás.
No hay mejor manera de definir al personaje y culminar su epopeya. Porque la Naturaleza de Jeremiah Johnson es hermosa, mucho, pero también terrible, feroz, violenta, cruel, tanto que sacará a la luz la fiera que anida en un joven al principio ingenuo y generoso, asqueado de una civilización que sólo ha traído guerra y sufrimiento al mundo y que se verá obligado a descubrir y aceptar que en el paraje idílico en el que busca refugio y verdad se oculta otra civilización no menos violenta e implacable que tiene sus propias reglas y que no sólo le obliga a sobrevivir a la soledad, los elementos o el hambre sino al hombre mismo.
Sereno en su brutalidad, dolorosamente bello y emocionante, Jeremiah Johnson es un clásico incombustible de los años setenta por el que siento un apego enorme. No sólo hizo de Robert Redford mi héroe de adolescencia y de Pollack un cineasta al que he defendido a capa y espada de las muchas críticas que ha recibido a lo largo de su carrera, siendo como fue poseedor de un oficio sabio y sólido y de una sensibilidad ante la que no cedió jamás, porque tuvo siempre la delicadeza de tratarla como un adulto. Sobre todo, Jeremiah Johnson forma parte de esos misterios que se cruzan en tu camino y que sólo el paso del tiempo y la madurez te hacen desentrañar. Con Jeremías como modelo y guía, he llegado a ver claro que sólo se consigue alcanzar la belleza, la armonía, la paz interior y la reconciliación con uno mismo (y con el mundo, que es lo mismo) tras pasar por muchas, por todas las guerras posibles. Las de Jeremías anunciaban al adolescente en ciernes las batallas que la vida venidera le iba a deparar, y ver de nuevo, hace apenas unos días, este film bello como la Tierra que nos acoge, el Aire que sopla, el Río que fluye y el Fuego que alumbra y reconforta, me ha confirmado que a veces el azar hace bien las cosas, porque sin la protección benevolente del amado Jeremías a lo largo de estos años yo probablemente no habría sobrevivido a mis propios errores, desengaños y derrotas.
EPÍLOGO
Por todo ello, y aunque nunca he llegado a ser militante ecologista, supongo que porque no me gusta «confundir la ecología con la ecolatría» (Savater dixit), gracias maestro Anthony Mann por su cine inconmensurable. Gracias Sidney Pollack, John Milius y Edward Anhalt (guionistas primitivos y salvajes), Tim McIntire y John Rubinstein (compositores de su evocadora banda sonora) y Robert Redford, noble héroe, por regalarme la más hermosa de las baladas justo cuando más la necesitaba, aunque entonces no lo supiera. Dioses de celuloide fugaces, y por eso mismo eternos. Gracias.
Porque el sobresalto es aún posible. El niño ha triunfado.
(Continuará…)
JAVIER ARAZOLA
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