Resulta muy tentador ceder a la tentación de escribir algo sobre el coronavirus, pero juro que no voy a hacerlo. Si lo hiciera tendría que ser para aportar algo. Y como no soy médico, ni científico ni siquiera tertuliano de la sexta, carezco de la capacitación necesaria para escribir algo que realmente merezca la pena leerse.
Podría hacer humor con ello, pero estando en mitad de la crisis no me parece apropiado. Decía Woody Allen que “comedia es igual a tragedia más tiempo”. Por lo que, para hacer humor sobre algo trágico, es conveniente esperar a que haya transcurrido un tiempo prudencial para poder valorar las consecuencias y distanciarse prudentemente del dolor. Claro que Woody Allen no es español y seguramente desconoce la mala leche que nos caracteriza. Aquí si tenemos que reírnos de algo o de alguien, lo hacemos en caliente, cuanto más daño haga más gracioso resulta. Aunque claro, también depende de quién sea el objeto de nuestra burla. No es lo mismo cachondearse de un político de derechas que se ha infectado y contagiado a otros en una convención de su partido, que de una ministra de izquierdas igualmente contagiada y que probablemente también haya contagiado a otros al asistir a una manifestación feminista multitudinaria. Lo primero sería tolerable, lo segundo es ruin y miserable. Personalmente no me resulta graciosa ninguna de las dos situaciones.
Insisto, no voy a escribir sobre el coronavirus. El tema está empezando a resultarme cansino, sin ánimo de restarle la importancia y el drama que conlleva y estamos viviendo. Pero desconozco demasiadas cosas sobre la materia. Como por ejemplo, cuál es el verdadero origen del virus; por qué se ha propagado tan rápido; si alguien se está beneficiando de ello; si existe una vacuna; y en caso afirmativo, desde cuándo; si realmente está completamente fuera de control como parece, o por el contrario podrían acabar con él cuando quisieran. ¿No suena extraño que China haya sido el causante, el origen, y ahora mientras se propaga por toda Europa y por todo el planeta, ese país, con mil cuatrocientos millones de habitantes, presuma de haber contenido la plaga? ¿Quién, o quiénes, están detrás de todo esto y qué tienen que ver con ello las bolsas —no las de plástico sino las de los mercados financieros—?. En fin, veo la tele, y estoy al tanto de las noticias, por lo que supuestamente ya se ha dado respuesta a estos interrogantes, pero la cuestión es: ¿podemos fiarnos de la información que nos llega? Yo personalmente no lo hago, y claro, eso me coloca en una posición de mayor de ignorancia si cabe. Porque a lo que no sé hay que sumarle lo que debería saber, pero no acabo de creerme. De manera que ¿cómo iba a poder estar en situación de escribir sobre el coronavirus?
Una cosa sí estoy en situación de constatar… He visto con mis propios ojos (valga el pleonasmo) a gente por las calles cargada de papel higiénico. Sí, ya sé que sobre lo del papel de WC se ha escrito lo que no está escrito —ni en eso soy original—, pero yo he ido a varios supermercados, cuando ya llevamos quince días confinados, y las únicas estanterías vacías son siempre las del papel higiénico. Y aunque lo veo con mis propios ojos, y lo constato cada vez que blindado tras mascarilla, pañuelo de bandolero del far west, guantes, y un palo para mantener a la gente a distancia, me aventuro a salir del búnker que son las casas ahora mismo, no me lo creo.
No se ha agotado la cerveza, ni el vino —¡gracias a Dios!—; la comida, de momento, no escasea; y a nadie le ha dado por acaparar jamón o embutidos ibéricos, pero el papel higiénico ha desaparecido. Y eso, reconozco que me inquieta más aún que la mismísima propagación del virus. Ver las calles vacías, desoladas, y los comercios cerrados, no deja de ser sorprendente, pero en un momento dado te puedes imaginar que es domingo y estás en pleno agosto. Pero ver a personas caminando por las aceras con paquetes de papel higiénico bajo los brazos, eso sí que resulta siniestro.
He tratado de hallar la respuesta a tan curioso comportamiento y en lugar de recurrir a Google, me he esforzado por razonar y tratar de sacar mis propias conclusiones.
Lo primero que he pensado es en la posibilidad de que sea comestible y yo no me haya enterado, pero en seguida he desechado esa idea. Lo más razonable es pensar que de alguna manera, el papel, se pueda convertir en un medio de protección ante los virus. Pero ¿cómo? ¿Empapelando completamente nuestras paredes y ventanas? ¿Acaso los virus pueden atravesar muros y cristales? Y en caso afirmativo ¿Sería capaz de frenarlos un montón de capas de celulosa?
Tal vez debamos envolvernos en él, amortajándonos como una momia, o igual bastaría con cubrirnos la cabeza y las manos. Podríamos colocarnos unas gafas de sol, en plan Blues Brothers, y un sombrero, y excusarnos diciendo que vamos a un casting para “El hombre invisible”. Podría ser, no lo sé, que el pánico haya provocado una epidemia paralela de diarreas severas de la que no se habla para no alarmar aún más a la población. O tal vez —y esta es la teoría por la que más me inclino— algún padre de familia numerosa, con todos sus miembros aquejados de gastroenteritis, haya ido al supermercado y cargado el carro de rollos de papel hasta los topes, y ante las miradas suspicaces de otros clientes no se le haya ocurrido otra cosa que decir “me estoy preparando para el coronavirus”. Eso, de ser así, habría provocado un efecto dominó contagioso, que desatando la locura del personal les llevó de manera masiva a la compra compulsiva de papel higiénico sin detenerse a pensar en el motivo que les impelía a semejante tontería.
Estoy seguro de que si les preguntáramos, a cada uno de ellos, por qué compran papel en cantidades industriales, como para defecar durante diez vidas a todas horas, nadie sabría contestar con lógica. O quizá la respuesta es aún mucho más simple y se contesta con un sencillo: todos somos, juntos y por separado, una pandilla de gilipollas.
Y es que el comportamiento humano es así de irracional a veces, y eso es parte de la maravilla que nos hace únicos. Los aplausos masivos desde los balcones, las caceroladas por otro lado. Sacar al perro a la calle más veces de las necesarias, hasta el punto en que el pobre animal ya no sepa cuándo tiene que cagar, solo para paliar los efectos de la claustrofobia. O recurrir a un perro de juguete aquellos que carecen de mascota para tener un pretexto para pisar la calle, como se ha dado algún caso ante la mirada atónita de los policías locales, cuya preparación incluye distinguir animales vivos de los de peluche. O simplemente atiborrarse de papel higiénico aunque no sepamos explicar por qué. Serán muchos los recuerdos que nos queden cuando esta terrible crisis sea cosa del pasado. Y quizás entonces sonreiremos y hasta nos reiremos de algunas de las situaciones que estamos presenciando, porque el humor después de todo es una poderosa arma contra el dolor, la soledad y el miedo.
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