Un día será demasiado tarde

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Un día será tarde

Joan Puig

Arranco con una confesión: yo fui culpable. Y tuvo graves consecuencias. Me gustaría que mi experiencia les ayude. Les ruego que lean lo que quiero compartir con ustedes. Cuando el separatismo empezaba a asomar en Barcelona, hace 8 o 9 años, hice como muchos otros: callar. Simplemente evitábamos posicionarnos, “ya se les pasará” nos decíamos…  

Por supuesto también la prensa fue, y sigue siendo, culpable, ya que no sólo callaba sino que excitaba bajas pasiones —¡Ay, «La Vanguardia»!—. Pasaba el tiempo y seguíamos con nuestra vida como si nada. Restaurantes, escapadas de fin de semana, trabajar, ir a buscar a los niños al colegio, etcétera. Los meses, los años, transcurrían y la dulce rutina nos transportaba… 2009, 2010, 2011… Y un verano nos llevaba al siguiente, y un invierno al siguiente. Seguíamos convencidos de que “ya se les pasará”, éramos demasiado felices como para prestar atención a lo que vendría después…. —¡Ay, ay. ay!—. Tantas cosas no hicimos y debíamos haber hecho. Y tantas y tantas veces remoloneábamos cuando tocaba ir a votar; algo que sí hacían con pasión y disciplina los independentistas, y así lograron construir mayorías que no se correspondían con la realidad sociológica de Cataluña, «mayoría» que les permitió hacerse con el poder y manejar presupuestos a su antojo.

«Un día, casi sin darnos cuenta, empezamos a ver esteladas en los balcones, nuestras miradas ya reflejaban  perplejidad, pero seguimos instalados en nuestra comodidad. Qué peligro, la dulce comodidad. “Ya se les pasará”…»

Un día, casi sin darnos cuenta, empezamos a ver esteladas en los balcones, nuestras miradas ya reflejaban  perplejidad, pero seguimos instalados en nuestra comodidad. Qué peligro, la dulce comodidad. “Ya se les pasará”. Luego los acontecimientos se precipitaron, llegó el año 2012, y nos subimos al tobogán al que nos empujó Artur Mas, a ese llamado “proceso de participación” del 9 de noviembre del 2014. Nos empezamos a inquietar. Pero ni así acabamos reaccionando, vivíamos bien. Apareció en escena un grotesco personaje llamado Carles Puigdemont.  Llegó el fatídico 1 de Octubre de 2017. Para entonces todas las alarmas de muchísimos catalanes —aquellos que conformaban la denominada “mayoría silenciosa”—, ya martilleaban en sus cabezas.

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Llegaron, a continuación, aquellas semanas terribles en las que se anunciaba por parte de la Generalitat la Declaración Unilateral de Independencia. Sólo en ése momento ocurrió el milagro: reaccionamos. Por fin. Más de un millón de catalanes salimos a las calles en la histórica manifestación constitucionalista que, estoy convencido, cogió por sorpresa a los dirigentes separatistas. Más tarde, en las elecciones convocadas por Mariano Rajoy al amparo de la aplicación del Artículo 155, en diciembre de 2017, ganó las elecciones Ciudadanos. Habíamos despertado, pero ya era tarde. La enfermedad se había instalado en la sociedad catalana, la herida, la fractura social, ya supuraba, y sigue supurando… y dudo mucho de que algún día cicatrice. Todos sabemos cómo está hoy Cataluña. ¿Por qué les cuento esto?  Porque ha llegado el momento de aplicar todo lo aprendido ante lo que estamos viviendo en España.

«La comodidad, tiene un precio y es colosal. Inasumible. Es decir, no reaccionar a tiempo. En Cataluña fuimos culpables de no combatir la locura cuando debimos hacerlo…»      

La comodidad, tiene un precio y es colosal. Inasumible. Es decir, no reaccionar a tiempo. En Cataluña fuimos culpables de no combatir la locura cuando debimos hacerlo… cuando estaba en sus inicios. Enfrentarnos, salir a la calle, discutir, no callar, dar la cara y ponerse de color verde de ser preciso; pero una mezcla de pereza y cobardía nos contuvo y nos llevó a ser los culpables que hoy somos. Cojan aire, lean el siguiente párrafo sin soltarlo, a la carrera.

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El gigantesco escándalo de Ábalos, las continuas mentiras para taparlo —¡Incluso ha echado al vigilante que vio la escena y lo declaró ante notario!—; las parejas sentimentales enchufadas por dirigentes de Podemos que viven a sueldo del Estado, de nuestro bolsillo; la nueva Fiscal General del estado, una exministra que fue grabada en tratos con el excomisario Villarejo, un personaje oscuro de las llamadas alcantarillas del Estado; las menores tuteladas en Baleares, tras las que se oculta una trama de explotación sexual, y no solo eso, sino que socialistas y comunistas han evitado una comisión de investigación… ¿Cómo? Más, hay mucho más. El pornográfico trapicheo con los presos independentistas, manipular la Ley para que puedan salir a la calle cuanto antes, e incluso indultarlos. Recuerden el mantra de los presos “Lo volveremos a hacer”. Hay muchísimo más. La lista es interminable. Algunas cosas quizá no sean tan graves pero hacen gala de una falta de ética que clama al cielo, por ejemplo nombrar nuevo Ministro de Justicia a la pareja sentimental de Meritxell Batet, Presidenta del Congreso. ¿De verdad que no había nadie más capacitado o idóneo para ese cargo en toooda España? ¿Seguro?

«Cuando estamos muy enfadados, publicamos un tweet. Y ya está. Eso es todo. De hecho nos aqueja y ocurre algo terriblemente peligroso: nuestro umbral de vergüenza ajena va subiendo, y cada vez nos cuesta más escandalizarnos.»

¿Y qué ocurre? Simplemente no ocurre nada. Nada de nada. Sencillamente digerimos, tragamos, o mejor dicho, nos zampamos con resignación tanta podredumbre. Miramos la televisión. Leemos la prensa. Escuchamos la radio. Consultamos las redes sociales… Y cuando estamos muy enfadados y se nos funden los fusibles y nos sale humo por las orejas, publicamos un tweet. Y ya está. Punto. Eso es todo. De hecho nos aqueja y ocurre algo terriblemente peligroso: nuestro umbral de vergüenza ajena va subiendo, y cada vez nos cuesta más escandalizarnos.

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Pues bien, les diré lo que pienso: ¡no hacer nada tiene un coste muy alto! Y ese coste se paga, posiblemente no en el momento en que se cometen esas tropelías, pero —sin ninguna duda— se acaba pagando. Lo pagaremos. Y muy caro.

Vuelvo al ejemplo de Cataluña. Nos instalamos en la comodidad, incluso en la pereza, y ha ocurrido lo que ha ocurrido —¡Ay, y lo que ocurrirá—. También les diré que les entiendo perfectamente. En España todavía vivimos muy bien, es un país maravilloso. El peligro no lo vemos pero llegará. Les pondré un ejemplo. El desastroso tsunami que arrasó las costas de Tailandia y de muchos enclaves de Indonesia en 2004 permitió a los que lo vivieron, y pueden contarlo, aprender algunas cosas. Una de ellas fue la importancia de anticiparse al desastre… Y una forma efectiva fue instalar una especie de sensores en alta mar que permiten detectar olas que cuando superan cierta altura llegan siempre a la costa en forma de destructivo tsunami. Pues bien, me temo que lo que estamos viviendo aquí y ahora son los «sensores de olas altas» gritándonos: “¡Peligro!”. Pero en nuestro caso, en lugar de reaccionar nos tumbamos en la arena de nuestro pequeño paraíso, nuestra casa, nuestras dulces rutinas, amigos, etcétera, aun sabiendo que el tsunami mortífero llegará y arrasará con todo. Y cuando eso ocurra se llevará por delante nuestro nivel de vida, ilusiones, convivencia y proyectos. Entonces ya será tarde, muy tarde, y solo quedará un paisaje desolado, devastado. ¿Recuerdan las imágenes? Seguro que sí.

«En España todavía vivimos muy bien, es un país maravilloso. El peligro no lo vemos pero llegará.»

El filósofo y político británico del siglo XVIII, Edmund Burke, dejó para la Historia una frase memorable: “Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada”. 

¿Estamos ayudando a que triunfe el Mal?

Recuerden… Un día será demasiado tarde.

Joan Puig-FirmaPuedes seguir a Joan Puig en twitter como @avecesensayo

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