Demasiadas mañanas, a las claritas del alba, desde la traición del PSOE en Navarra y hasta hoy, de nuevo, me he extrañado al descubrirme en el espejo. Me he visto, créanme, 858 muertos más viejo. Son muchas arrugas.
He visto los rostros de los ejecutados por el terrorismo de ETA, rostros que no conocí. Y he distinguido, también, las dianas de ese “conflicto” que toleran miles de seres humanos de tuétano independentista y cerebelo con fronteras, envuelto con papel de ikurriña para regalo.
Los más de trescientos asesinatos sin resolver remarcan en negro mis ojeras.. y sin ser un experto en terrorismo lo que me toca es quitarme ahora, de los pómulos, de la barbilla y de los ojos, esas cicatrices interiores que el azogue me devuelve teñidas con el rojo de la sangre.
Conocí por mi trabajo, en los años noventa, la desgracia y la inquietante rutina y ruina de algunos de los empresarios vascos sometidos al impuesto revolucionario. Eran años de plomo en los que el juez entonces señero, número uno de Jueces para la Democracia, Juan Antonio Belloch, perseguía, con férrea actitud, y una lectura pausada del Código Penal, el delito que suponía pagar a los terroristas. La política, entonces, subrayaba la importancia delictiva de la colaboración con banda armada.

«Tuve el honor de conocer a algunos de los familiares de las víctimas. A los padres y a la hermana de Miguel Ángel Blanco, a los que acompañé en su casa aquella noche, en la que millones de españoles creímos que el joven concejal podía aparecer con vida”
Aquellas pobres investigaciones de reportero en prácticas no me llevaron hasta el bar Faisán, que ahora todos sabemos formaba ya entonces parte de la trama. Por ello no me extraña que hoy este espejo de la memoria colectiva solo me devuelva arrugas de incomprensión, surcos altaneros que demuestran ese cambio injusto e inverso que ha tenido el delito en relación con mi rostro.
Sí que tuve el honor de conocer a algunos de los familiares de las víctimas. A los padres y a la hermana de Miguel Ángel Blanco, a los que acompañé en su casa aquella noche en la que millones de españoles creímos que el joven concejal podía aparecer con vida. A la hermana de Joseba, la bella y fuerte Maite Pagazaurtundúa, puntal de la lógica y la inteligencia emocional. Y a Rubén Múgica, prometedor abogado que, como es lógico, nunca podrá olvidar la memoria de su padre.
He visto también algunos de los escenarios del crimen. Se diría que aún se puede distinguir la sangre en los azulejos del comedor donostiarra, y que aún reverberan las declaraciones frías, indolentes y cobardes de los vascos amigos del asesinado. Pero sobre todo, lo admito, confieso que he tenido miedo. El espejo me lo recuerda. Lo he sufrido antes y después de inspeccionar los bajos de mi coche, en Hondarribia, San Sebastián, Ordicia, Tolosa, y en esa plaza de Andoaín muy próxima al horror, y en la mayoría de los bares de Bilbao, donde hablar y opinar implicaba hacerse merecedor de la marca, del estigma del pecado social. Qué miedo, qué miedo, qué miedo.
Creo que mañana no me atreveré a afeitarme ante el espejo. Estoy convencido. Tras las declaraciones de podemitas, del PNV, de socialistas y de bilduetarras, referidas al apaño de gobierno en Navarra, y al irónicamente llamado «proceso de paz», con montones de ramos de flores en las mesas de los negociadores, me resultará imposible; porque veo esos pétalos de sangre como lo que son: como amenazadores cuchillos afilados, y reconozco ese aroma a ambientador industrial que no logra tapar el hedor de las declaraciones vacías que hoy verbalizan muchos contra las víctimas del terrorismo.
Desde el fondo del espejo, los ideólogos, los expertos y los concienciados me suscitan pavor. Están ahí, sonrientes, taimados, señalando y mofándose de cada una de las arrugas que la incomprensión dibuja en mi rostro apenado, insalvable quizá para siempre.
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