Los que apenas nos asomamos a la televisión nos exponemos al riesgo de ignorar completamente el sentido de la opinión pública. Así, somos a veces objeto de miradas de asombro u odio cuando contamos en público un incómodo dato cuidadosamente ocultado en los informativos o expresamos una opinión proscrita sobre un tema de moda.
La vida y el verano me situaron hace unos días ante una pantalla de televisión. Recibí entonces el merecido castigo a mi persistente abstinencia televisiva. Creía estar viendo un programa informativo. Pero no: las imágenes me parecían bofetadas; las noticias, simples eslóganes; y el programa, en su conjunto, una machacona campaña que impedía que ninguna información entorpeciera la propaganda. Los informativos son sólo la parte más explícita e impúdica de una prédica ideológica que incluye ecoalarmismo anticapitalista, feminismo maniqueo, intervencionismo igualitarista, antisemitismo vergonzante, multiculturalismo y proscripción del ejercicio de toda libertad individual que no esté conforme con el llamado “bien común”.
La abstinencia televisiva te hace más sensible a tales campañas: te duelen casi físicamente. Pero tiene sus ventajas: captas en seguida la incoherencia de algunas frases que se te presentan como indiscutibles y percibes fácilmente que el aluvión de imágenes y proclamas que se vierten en los noticieros no pretenden contarte lo que ocurre, sino sólo generar certezas que no puedas discutir y sentimientos de los que no puedas librarte.
El caso del Open Arms ha sido para mí significativo. En estos días de verano, no me he recreado en videos de pateras atiborradas de inmigrantes —¿migrantes?— ni he atendido a la impostada indignación contra el egoísmo occidental de desgarbados responsables de ONGs. Tampoco he escuchado los previsibles insultos a los socorridos sospechosos habituales —Trump, Salvini, Bolsonaro…—. Pero me he informado lo mejor posible, buscando y contrastando numerosas fuentes a las que hoy puede acceder todo ciudadano. También he echado mano de la memoria, en la que guardo leyes, hechos, palabras, promesas y reproches proferidos durante varias décadas, y que me permite percibir claros patrones en las falsedades, crisis, estafas, profecías apocalípticas y manipulaciones que caracterizan nuestra vida política.
En el caso de la inmigración sucede un fenómeno peculiar: los socialistas de todos los partidos no proponen o promueven la modificación de las normas, sino su arbitrario incumplimiento. Dicho de forma más concreta: todos aprueban o mantienen leyes que limitan u ordenan la inmigración de una u otra forma. Pero, sin embargo, exigen tratar igualmente a quienes cumplen dichas leyes que a quienes las infringen.
Olvidando por un momento la normativa europea, un país podría, por ejemplo, establecer en sus leyes la completa libertad de entrada y salida de cualquier persona, y determinar los derechos o deberes de los que entraran o salieran. Con toda seguridad, la libertad completa de emigración tendría ciertas consecuencias, que a su vez podrían ser muy diferentes según se regularan los derechos y deberes de los recién llegados, y, en particular, su acceso a los servicios del llamado “Estado del Bienestar”. Merecería la pena un estudio serio de las ventajas e inconvenientes y los condicionantes de tales normas, que quizá serían distintos y más complejos que lo que suponemos, y afectarían a nuestra actual concepción de la asistencia social, la seguridad y la tolerancia ante las situaciones de pobreza.
Una sociedad podría también —como es en teoría nuestro caso y el de la mayoría de los países del mundo— condicionar la residencia permanente de los extranjeros o sus derechos a ciertos requisitos relacionados con el trabajo, la situación personal o familiar, etc. El incumplimiento de tales requisitos debería implicar el cese de la situación irregular, es decir, la subsanación de tales incumplimientos o la expulsión del infractor al que, de haber seguido los cauces legales, se le habría impedido la entrada.
Pero en nuestro país ocurre la más perversa y dañina de las situaciones: se mantienen unas normas que limitan la inmigración, pero a la vez se evita que su incumplimiento tenga consecuencias. Esta situación implica invitar a millones de personas a incumplir las normas, al reducir el coste del incumplimiento y aumentar su beneficio. A la vez, castiga a quienes sí las cumplen, y a los que no pudieron venir a nuestro país por intentar hacerlo de forma legal.
¿Cuál es la causa de una postura tan absurda como la de mantener normas e incentivar su incumplimiento? En mi opinión, aumentar el poder de los políticos. Cuando los gobernantes determinan quién y cuándo puede incumplir la ley están asumiendo un poder ilimitado. Este poder se ejerce siempre en nombre del bien común, la solidaridad, la humanidad o la igualdad. Supone una quiebra del Estado de Derecho, subordinándolo a un fin supuestamente superior. Si me disculpan que utilice la cita de un vulgar delincuente, ya lo dijo Jordi Cuixart ante el Tribunal que le juzga por el Golpe de Estado del nacionalismo catalán, reconociendo así su culpabilidad: el Estado de Derecho no está por encima de la democracia. No es un argumento distinto del esgrimido por los comunistas, los nazis y cuantas salvajes tiranías imperaron en el mundo. La imagen de la justicia como una dama con una venda en los ojos, poco comprendida por los ciudadanos, es despreciada por los políticos: primero deciden que la justicia se quite la venda y distinga entre quienes infringen la ley, decidiendo que ésta no se aplique a todos. A continuación, los políticos deciden quiénes pueden ser eximidos de cumplir la ley o qué consecuencias tendrá su incumplimiento. Porque son los mismos políticos los que deciden las razones humanitarias, solidarias o sociales que justifican cumplir o no la ley.
A medio plazo, esta aberración supone el fin de la democracia y de la libertad. Pero Las implicaciones a corto plazo son también devastadoras. El caso del Open Arms es buen ejemplo Suponiendo que la ONG tuviera un fin humanitario, como el de rescatar inmigrantes en peligro de muerte, su conducta debería estar orientada a evitar que se ahogaran en el mar. Sin embargo, los actos de esta y otras organizaciones se dirigen, en el mejor de los casos, a posibilitar el incumplimiento de las leyes de inmigración, recogiendo a las personas en peligro cerca de los lugares en los que embarcaron y transportándoles al puerto europeo al que deseaban llegar. Acudir a las costas libias a “salvar” inmigrantes se parece bastante a recogerlos: el Open Arms y otros barcos están tomando el relevo de los traficantes de personas, cuando no colaborando con ellos.
Dejando a un lado la dudosa veracidad de los rescates y dramáticas escenas transmitidas por estas ONGs y su expresa intención de ayudar a los “rescatados” a infringir las leyes de inmigración, estas actuaciones funcionan como un poderoso sistema de incentivos con consecuencias inmediatas y trágicas. La simple expectativa de que sean recogidos frente a las costas africanas permite a las mafias hacer negocio lanzando pateras con capacidad para recorrer unas pocas millas. Hemos visto a cientos de personas hacinadas en barcos, pero no a los muchísimos que han muerto en el mar.
Vuelvo a mirar con desdén la televisión. Pese a haber conocido situaciones duras, sigo siendo excesivamente sensible a la imagen de un niño con hambre y frío o a la de una madre desesperada. Pero las imágenes de hombres, mujeres y niños que me están mostrando ocultan a los que en vez de aire respiraron agua hasta morir, y a los que, gracias a la presencia de estas organizaciones frente a la costa libia, han salido esta noche a una muerte segura en el mar. La conducta de algunos que dicen salvar personas no me parece muy distinta del que trafica con ellas. Nada de esto parece existir en la televisión, que cree poder evitar todo debate o duda, y cualquier desviación de la doctrina oficial. Ignoro si los emigrantes a bordo del Open Arms eran en verdad rehenes. Pero no tengo ninguna duda de que la televisión ha secuestrado la verdad, con programas informativos que solo quieren transmitir una certeza incuestionable y provocar un sentimiento del que no me pueda librar.
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Asís Tímermans
Asís Tímermans (Madrid, 1966) estudió Derecho en la Universidad Complutense y Asesoría Jurídica de Empresas en el Instituto de Empresa, y ejerció la abogacía. Desde hace años, compagina su trabajo con el conocimiento y divulgación de temas económicos y el periodismo, expresando sus opiniones y análisis políticos y económicos en medios como Radio Intercontinental, City FM, Veo 7, Libre Mercado, EsRadio, Libertad Digital, 13TV e Intereconomía.
Es autor del libro ¿Podemos? (2014), temprana investigación y análisis sobre el origen del partido de extrema izquierda y su cúpula dirigente. Colabora en la actualidad con el programa Sin Complejos, de Es Radio, y El Gato al Agua, de Intereconomía.
Lee y escucha mucho para poder hablar y escribir con algún fundamento sobre política y economía. Su cuenta de Twitter es @AsisTimermans