En otro fabuloso libro, uno más, del profesor Jerónimo Molina Cano (Blanca, Murcia, 1968) aparece esta frase: «vivir de la culpa de otro es el modo más bajo de vivir a costa de los demás» (Contra el «mito Carl Schmitt». Espuela de Plata, 2019).
Del mismo libro la siguiente perla: «la dignidad del pensamiento político es la fidelidad al pensamiento mismo, lo que significa explicar con las mismas categorías la gloria y el infortunio, la corte y el ostracismo».
Sirvan estas frases introductorias, pero creo que definitivas, para desterrar el sentimentalismo y a los que viven de él al sitio que les pertenece, esto es, «al plano subintelectual de la política».
Dicho lo cual, podemos dejar a los periodistas de televisión a bordo de los «Open Arms» de la vida recitando a las tres y a las nueve de cada día la balada patética de los filibusteros —pero no las hazañas en tierra firme de sus «mejores» clientes—, y dedicarnos al análisis político del eterno conflicto entre los poderes continentales (epirocracia) y los marítimos (talasocracia), representado hoy por el todavía Ministro del Interior italiano Salvini y las flotas piratas del mundo 2.0.
Hablo de conflicto porque la lucha por alcanzar el «puerto seguro» que los capataces de las ONG consideren «seguro», y la decisión irrevocable de Salvini de no concedérselo, es una auténtica batalla marítimo-terrestre, un combate entre dos elementos en continua tensión: la tierra y el agua.
En realidad, todo empieza por la naturaleza líquida del mar, pues si el refranero dice que no se pueden poner puertas al campo, ¿quién puede ponerlas al Mediterráneo?
La libertad de los océanos garantizada por el carácter ingobernable del agua es el elemento que ampara cualquier irregularidad, pues sin el libre albedrío que proporciona el medio acuático jamás habría habido piratería. Dicho de otra manera, los bucaneros son una creación del mar, no un invento inglés.
Siguiendo con esta idea, son las propiedades físicas del elemento agua las que crean un derecho marítimo basado en el principio de la libertad pues, a pesar del avance de la técnica, es más difícil hacer cumplir las normas en el agua que en el medio terrestre.
En fin, mar y emigración ilegal van de la mano. Y mar y romanticismo también, ¿pues acaso hay algo más sentimental que un barco flotando libre en busca de un mundo mejor para sus pasajeros?
Por eso los políticos que defienden el espacio terrestre no tienen nada que hacer frente al sentimentalismo que genera la visión de los emigrantes en pateras o transportados por organizaciones «sin ánimo de lucro» (la guinda del mar de azúcar).
Pero muy mal (o muy bien) debe estar la cosa cuando el romanticismo empieza a perder la partida frente a la realidad de las normas que dividen y organizan la tierra, pues si el mar impone la libertad, el elemento terrestre obliga a la ordenación del espacio.
Si antes constatábamos la evidencia de que al mar no se le pueden poner puertas, ahora tenemos que decir que el orden que crean las parcelaciones y los muros hace buenos vecinos.
La tierra no sólo permite por sus condiciones físicas el reparto y la ordenación, sino que lo exige para hacer posible una vida segura según las normas que se otorguen los habitantes-propietarios de cada pedazo espacial.
Por tanto, el equilibrio inestable entre dos elementos tan distintos como el marítimo y el terrestre se rompe cuando se quiere imponer el estatuto de la libertad del mar a las normas que organizan la vida en tierra, pues en estos supuestos la lucha debe resolverse a favor de las determinaciones de uno de los dos elementos: o gana la tierra (impone la ley de cada territorio) o gana el mar (exigiendo que la única norma de la tierra sea la libertad del mar).
La tensión entre estos dos elementos es lo que motiva la aparición de potencias continentales (epirocráticas) y oceánicas (talasocracias).
Un ejemplo concreto de la eterna batalla sería la guerra del opio que mantuvieron China y Gran Bretaña en el s. XIX. La talasocracia británica que gobernaba los océanos sin otro título de ocupación que la libertad del mar, creía tener la misma libertad en tierra para introducir el comercio del opio en China. Por contra, la epirocracia china quería imponer su soberanía negándose a ese tráfico en el territorio bajo su jurisdicción. Ganaron los británicos, es decir, ganó la libertad de comercio frente a las leyes del país del continente asiático.
El ejemplo paradigmático de la lucha entre la tierra y el mar en el s. XXI es, ¡quién lo iba a decir!, el poder talasocrático de los piratas «humanitaristas» que comercian con personas, frente a los indecisos poderes epirocráticos de los Estados-Nación del continente europeo.
La victoria era hasta ayer de la talasocracia bucanera, que quiere imponer a los decadentes e indecisos países de la Unión Europea la libertad de las ONG para desembarcar a cuantas miles de personas quieran en los «puertos seguros» que ellos elijan.
Hasta que llegó Salvini, que ni siquiera es Primer Ministro, Jefe de Gobierno o Presidente, (ni falta que le ha hecho) para imponer el «nomos» de su tierra a los piratas del mar, esto es, los puertos y el resto de territorio italiano son de soberanía de Italia y no pueden desembarcar libremente a las personas que lleven a bordo.
Por primera vez en mucho tiempo, un poder terrestre vence a otro marítimo.
Hablo de victoria (a pesar de que la Fiscalía de Sicilia ordenase que el barco atracase en puerto italiano) porque Salvini ha obligado a los piratas del mar a poner «los pies en la tierra», a olvidar las fantasías románticas en las que amparan su comercio de personas, y aceptar el realismo de la política, que no consiste en el control de los cuerpos (Estado del Bienestar o tráfico de personas), sino en garantizar la seguridad de un espacio donde los hombres puedan organizarse y vivir en libertad con arreglo a sus normas.
Salvini es el malo, por supuesto.
Tan malo como los niños que anuncian a otros niños que los Reyes Magos no existen, pues Salvini no deja de ser el político que les ha descubierto a los mayores henchidos de sentimentalismo (y a los piratas) que la Isla del Tesoro no está en Lampedusa.
Quizá los niños que descubren la verdad a otros sobre los Reyes de Oriente no lo hagan por motivos altruistas, y seguramente Salvini haya actuado por electoralismo.
¿Y…?
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