Uno de los primeros recuerdos que atesoro —ese momento mágico que te acompaña siempre y que marca el inicio del despertar a la vida y a la conciencia de ser— es verme, siendo un niño de tres años, pedaleando feliz y despreocupado con mi tico-tico —así llamaba mi madre a mi triciclo, en honor a una vieja melodía brasileña de 1917— por el pasillo de la que era mi casa, en la Rua Maurilio de San Cayetano del Sur, un barrio de Sao Paulo, Brasil. Era 1960 y la televisión emitía imágenes que mi padre, eso creo recordar, seguía con sumo interés. Era un día importante, histórico, pues Juscelino Kubitschek de Oliveira, vigésimo primer presidente del país (1956-1961), había inaugurado oficialmente Brasilia, la capital erigida y creada por el gran arquitecto Oscar Niemeyer en el centro de aquella verde inmensidad de 8.511.996 kilómetros cuadrados; una superficie que equivale a casi 17 veces la superficie de España. Brasil es el quinto país en extensión del mundo, y Brasilia, en el momento de ser inaugurada, el 21 de abril de 1960 —tras tres años y medio de obras realizadas por 30.000 trabajadores a contrarreloj—, podía considerarse la ciudad más futurista y ultra moderna del planeta.
El sueño de crear una capital en medio de la selva esmeralda venía de muy lejos. Era una idea largamente acariciada que perseguía trasladar el peso administrativo del país lejos del litoral abriendo el interior de Brasil al desarrollo. La práctica totalidad de la población brasileña se concentraba en las costas. En los años 50 y 60 el interior, inmenso, estaba totalmente despoblado, si exceptuamos pequeñas tribus y etnias indígenas.
Mi padre amó siempre Brasil. Lo amó desde el primer momento, cuando desembarcó como emigrante, tras quince días navegando en un barco de la compañía española Ibarra. Era profesor de Bellas Artes, dibujante, pintor e ilustrador especializado en publicidad. Y se le iluminaba la mirada cuando hablaba del Brasil de la época… un país pionero en artes gráficas, impresión, revistas; con diversas cadenas en televisión a color a finales de los años cincuenta; desbordante en alegría de vivir, desmesurado en lo climático, pero un verdadero paraíso —decía— en la Tierra. Y además, la música, sí, la música, ese ritmo de samba y bossa nova irresistible, feliz, que le llevaba a agarrar a mi madre por la cintura y a bailar en cualquier momento.
Pero sobre todo, sobre cualquier otro asunto, mi padre transmitía todo su asombro cuando hablaba de la selva, de la Amazonia. Recuerdo que me contaba cosas que a mí, siendo ya casi un adolescente, de regreso en Barcelona unos años después, me costaba creer… Me hablaba del Amazonas, del río, y siempre decía que en su curso existían islas del tamaño de Suiza; de la selva impenetrable a la que resultaba imposible dominar cuando iniciaron la construcción de la gran carretera de Brasilia a Bélem, ciudad norteña muy próxima al Delta del Amazonas, porque si bien cientos y cientos de máquinas deforestaban y limpiaban durante meses cientos y cientos de kilómetros de trazado —esas distancias en Brasil son una minucia—, cuando retrocedían con el propósito de asfaltar lo despejado solo podían recular la mitad de los kilómetros desbrozados, pues la selva lo había vuelto a devorar todo por completo. El poder regenerativo de la selva era absoluto.
Los brasileños bromean siempre. Afirman, ufanos, que Dios nació en Brasil y que por eso su país es el Jardín del Edén. No sé si aún lo mantienen, pero decirlo, lo decían, henchidos de orgullo. A fuerza de oírlo yo también lo he creído siempre a pies juntillas: una biodiversidad única en el mundo, incalculable; una masa forestal que la convierte en reserva de la biosfera y en pulmón de nuestro maltrecho mundo, intoxicado por miles de millones de tubos de escape; una apoteca que contiene en estado natural todos los principios activos y todos los remedios futuros que la moderna farmacopea precisa para erradicar cualquier enfermedad de la faz de la tierra. Todo eso y mucho más.
Pero el Edén lleva décadas consumiéndose, siendo devastado por un incendio de proporciones épicas, dantescas… Arde por los cuatro costados, de Norte a Sur, de Este a Oeste. Durante mucho tiempo nadie le daba importancia al asunto: «¡Es imposible quemar algo tan inmenso!», decían… «¿Quién podría beberse el océano, vaso a vaso?», decían… Y así, en la narcosis tranquilizadora del momento que nunca es decisivo, irremediable, nadie supo embridar la ambición de los latifundistas, las necesidades del poderoso y ávido sector agrícola y ganadero brasileño, la desesperación de los pobres, el ansia de dinero de las multinacionales, la quimera de los míseros garimpeiros. En en el año 2004, siendo presidente Lula da Silva, se contabilizaron más de 100.000 incendios en la Amazonia. Fue uno de los años más negros que se recuerdan. Hoy, en 2019, con Jair Bolsonaro aupado en el poder gracias al apoyo de los oligarcas de los sectores agrícola y ganadero, y en idénticos parámetros de medición, los focos de devastación suponen, a 22 de agosto, un acumulado de más de 76.000 incendios de notable virulencia y extensión. Eso supone una deforestación récord del 276%, según datos del INPE (el Instituto Nacional de Estudios Espaciales de Brasil). La selva ha perdido, por tanto, ya más de un 20% de su dominio natural original y retrocede al ritmo aterrador de 2.350 kilómetros cuadrados al mes… ¡2.350 kilómetros cuadrados al mes!
Cuando en nuestro país se producen en un verano, de forma accidental o provocada, cincuenta o sesenta incendios de importancia en la cornisa Cantábrica, como ocurrió hace poco tiempo, o cuando perdemos en un visto y no visto 10.000 hectáreas de bosques y especies irrecuperables en nuestra querida Gran Canaria, nos llevamos las manos a la cabeza. Pero apenas nos inmutamos sabiendo que decenas de miles de incendios incontrolados devoran el gran Jardín del Edén de nuestro mundo.
Existen infinidad de estudios serios —están al alcance de cualquiera que tenga ojos y quiera leer— que demuestran de forma empírica, irrefutable, que la desaparición de la masa forestal de la Amazonia producirá estragos en Norteamérica y en la climatología de todo el planeta. La «sabanización» de la Amazonia, ese 20% de masa forestal abrasada, ya ha elevado en más de un grado la temperatura global del planeta. Los estudios científicos realizados por equipos estadounidenses dicen a las claras que la climatología de Norteamérica se verá irremediablemente afectada. Y también la de todo el mundo, por su incidencia en las corrientes húmedas atlánticas. Los estragos ya son más que evidentes: el deshielo jamás había alcanzado en la zona de los casquetes polares niveles similares; las capitales europeas baten récords de temperatura inusitados, incluso en los países nórdicos; el avance de la desertización es innegable, con el consiguiente éxodo migratorio; también Europa arde, año tras año. Y para colmo, los mares son un inmenso basurero de residuos plásticos que ya han entrado en la cadena alimentaria de la población.
Vivimos tiempos en que las palabras se pronuncian, se mascullan, se perpetran, tras haber sido despojadas de todo significado. Ecología es una de ellas… Maltratada y pisoteada por el afán depredador de un capitalismo desaforado, y convertida, paradójicamente, en un modus vivendi por una izquierda demagógica, dogmática y absolutamente inútil, cuyo único objetivo es la prosperidad marxista de unos pocos. El que ponga en duda todo esto no puede por menos que ser tildado de majadero. A cualquiera que aún crea que todo lo referido al cambio climático es una falsa teoría de la conspiración, y que no existe forma humana de demostrarlo, deberíamos preguntarle a bocajarro: ¿Por qué cree usted que Donald Trump está tan interesado en comprar Groenlandia a Dinamarca, no teniendo como no tiene Estados Unidos ningún problema territorial o de superpoblación acuciante? ¿Es el capricho de un ricachón hortera? ¿No será, acaso, por que esas vastas extensiones de hielo serán en menos de medio siglo uno de los último vergeles del planeta?
No creo que yo deba explicarles nada. Todos ustedes están capacitados para el análisis y la reflexión. Les dejo con esa pregunta, con ese dilema, sobre cómo debemos actuar y comportarnos ante lo que son los últimos santuarios naturales de nuestro mundo. Y me despido consignando una vieja profecía del pueblo Cree, indios canadienses, que reza lo siguiente: «Solo cuando el último árbol haya sido cortado; solo cuando el último río haya sido envenenado; solo cuando el último pez haya sido capturado, solo entonces entenderéis que el dinero no se puede comer…»
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