Abrazo de sangre

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¿Equidistancia? ¿Olvido, perdón? ¿Reconciliación? Este es el relato personal de unos hechos ocurridos en 1992, en Barcelona. Una experiencia traumática y devastadora. Porque durísimo es ver morir ante tus ojos a dos seres inocentes. Y también una reflexión acerca de la repugnante indignidad de los políticos actuales.

 

Barcelona, año 1.992. Yo salía de la facultad en moto, con un amigo. Creo recordar —han pasado muchísimos años— que estábamos inmersos en los exámenes parciales. A los dos minutos de arrancar me pareció oír el grito de una chica. No tuve tiempo ni de pensar, porque al cabo de muy pocos metros vimos un coche atravesado en la calle. Cuando nos aproximamos, a mínima velocidad, me fijé en que los cristales estaban rotos. Frené por completo, y me detuve, pensando que quizás alguien necesitaba ayuda. Di unos pasos en dirección al coche. Sí, los cristales estaban rotos, pero no debido a una colisión o a un accidente… Estaban agujerados por  el impacto de unas balas. En el interior pude distinguir a dos hombres —en ese momento me parecieron muy jóvenes— que temblaban. Sólo entonces reparé en que aquello que me tocaba presenciar era un atentado…

La vuelta al año en 80 mundos.jpgEstaban empapados en sangre. Corría a borbotones por sus cuerpos. Tosían extrañas burbujas blancas y rojas. Y lloraban, pero lo hacían de forma silente, como si no sintiesen dolor, como si supieran que consumían sus últimos segundos de vida y que iban a morir. Me quedé estúpidamente hipnotizado; no sé ni siquiera si ellos me veían a través del cristal cuarteado. De repente, el que estaba en el asiento del conductor abrió los ojos de forma desmesurada y me miró. Sólo lo hizo durante un par de segundos; después, su cabeza se ladeó y quedó inerte. Dios mío, lo último que vio en vida ese hombre fue mi rostro. Les aseguro que jamás olvidaré esa mirada por muchos años que llegue a vivir.

Mi amigo, que había contemplado demudado esa escena atroz, me instó a que saliéramos pitando de allí, porque era lo más prudente… ¿Quién podía saber en ese instante si aquel era el primer acto de una masacre de mayores proporciones? Unas sirenas anunciaban la llegada de ambulancias. Arranqué la moto y nos marchamos. Algo más tarde supe que había sido un atentado de ETA, que había disparado sobre dos músicos militares, en las inmediaciones del Cuartel del Bruc. Vivir aquella escena de forma tan íntima, tan próxima –y el indeleble olor metálico de la sangre– quedó fijado para siempre en mi memoria y siempre me ha acompañado. 

El día que centra mi narración fue un 16 de enero de 1992, alrededor de la una del mediodía. Las dos personas que vi morir fueron el brigada del Ejército de Tierra Virgilio Mas Navarro y el sargento primero Juan Antonio Querol Queralt. Tenían 31 y 37 años, respectivamente; eran de Valencia; los dos estaban casados y con hijos; salían del cuartel del Bruc, vestidos de paisano, circulando en un Seat Ibiza blanco, creo que camino del aeropuerto. Eran músicos militares, tocaban en la banda del Gobierno Militar en Barcelona. 

Conversando sobre España y CataluñaA ETA la vencimos entre todos, sí. Pero ahora, muchos años después, ETA está ganando el relato de todo cuanto sucedió. Los reciben en sus pueblos con homenajes, como a verdaderos héroes. A través de Bildu vuelven a mandar en pueblos del País Vasco o en la Comunidad de Navarra. Posiblemente ahora mismo Pedro Sánchez esté negociando con ellos su investidura. Además, la izquierda se lleva las manos a la cabeza porque el Estado no acerca a los etarras presos a su tierra.

¿Nos hemos vuelto locos? ¿Hay que remarcar que resulta imposible pretender que los etarras no supieran que accionaban sus bombas allí donde un remolino de niñas y niños jugaban felices? ¿Escuchaban sus risas infantiles mientras apretaban el botón? ¡Dios mío, perdónanos a todos! ¿Por qué el PSOE, en su interés y ciego afán, colabora en el blanqueo de Bildu en sus alianzas electorales? ¿Por qué? ¿Se imaginan a los hijos de padres asesinados viendo este espectáculo?

Saltemos a Cataluña. Aquí existe una especie de adoración insana por aquel mundo terrible y espantoso. Baste comprobar que Arnaldo Otegui pasea por los platós de TV3 (¡Y de TVE!) como un sultán al que todos rinden pleitesía, y que es recibido con honores en la Generalitat y en el Parlament; o cómo dirigentes independentistas —Tardà, Rufián, Llach, David Fernández— se dan codazos por hacerse una foto con este energúmeno. Contesten: ¿Cuántas veces se ha reunido Torra con las víctimas de ETA? ¿Cuántos líderes independentistas acuden a las conmemoraciones y tristes efemérides de Hipercor o Vich? ¿Es una mera coincidencia la estética de las cuperas, con sus flequillos tallados a hachazo, idéntico al que lucían aquellas etarras de mirada sanguinaria?

Otegui sonríe su críptica sonrisa de hiena inmune al bien y al mal ¿Y qué decir de los jóvenes y no tan jóvenes que no vivieron los días de plomo, los tiempos de metralla y ataúdes blancos para bebés? Para ellos, esos asesinos fueron unos luchadores, unos adalides de la paz.

Retorna la imagen de aquel músico, de aquellos ojos poblados de una infinita tristeza y perplejidad que me miraban antes del estertor final. Y no entiendo nada… quizás ahora sería un abuelito feliz sosteniendo en brazos a alguno de sus nietos. Siento rabia, mucha rabia, y pena, mucha pena ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

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Se me ocurren dos razones. La primera es que en los colegios, en todos sin excepción, se debería recordar qué fue ETA, recuperando infinidad de vídeos y testimonios gráficos, para que los más jóvenes vean esa sangre derramada en vano, de forma inclemente, esas vísceras, las lágrimas de niños mirando a sus padres sin brazos ni piernas, y, sobre todo, las risas de los asesinos durante los juicios. La segunda razón son los políticos actuales. Nunca, jamás, deberían pactar con los partidos que justificaban la violencia de ETA y que siguen sin renegar de ella. En el caso de Cataluña es peor, porque son perfectamente conscientes del inmenso daño y dolor que causaron; por lo tanto es, simple y llanamente, mala fe, pura abyección moral, la prueba irrefutable de su nauseabunda catadura moral.

Síguenos en FacebookCuando acaben de leer estas líneas, cierren los ojos y piensen en sus padres, hijos, abuelos, amigos. Piensen en cuánto los quieren, imagínense en Navidad, comiendo juntos, o yendo a buscar a los chavales a la salida del colegio… ¿Los ven? ¡Ahí vienen, llegan corriendo, entusiasmados, porque han marcado un gol y necesitan contárselo! Sigan con los ojos cerrados y ahora imaginen que, súbitamente, oyen una explosión que les deja aturdidos, desorientados, y que al poco, entre los jirones de humo de la explosión, distinguen a su pequeño con la cabeza colgando, casi separada de su cuerpecito, tendido sobre un mar rojo de sangre.

Y finalmente imagínense dándole un cálido abrazo a Arnaldo Otegui.

Joan Puig-FirmaPuedes seguir a Joan Puig en twitter como @avecesensayo

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