El disco que hay que escuchar
La leyenda del tiempo, 40 años después
Este año se cumple el 40º aniversario del álbum más desafiante que jamás grabó Camarón. Me refiero, naturalmente, a “La leyenda del tiempo”. José Monge Cruz venía de grabar nueve discos con Paco de Lucía y ya se había recorrido los escenarios de toda España. Quería cambiar. Era el tiempo de Lole y Manuel, Pata Negra, Veneno… Conoció al abogado sevillano Ricardo Pachón, apasionado del cante grande y productor arriesgado. Al principio, Paco de Lucía también iba a tocar en este disco, pero al final la cosa no salió. La alternativa fue Tomatito, que venía tocando con José en los espectáculos en directo. Cuenta Pachón que el cantaor no tenía ni letras para el disco. Recurrieron a algunas adaptaciones musicales de poemas de Lorca que el productor había ido escribiendo: “La nana del caballo grande”, “Romance del Amargo”, algunos versos del “Romance del emplazado”. Por ahí empezaron.
Para grabarlo, se dio cita un grupo indescriptible: los Amador de Pata Negra, Tomatito, el Bizco Eléctrico, el Carapapas y Juan el Camas, “fandanguero, cocinero y gurú espiritual que consiguió una sublime armonía entre Camarón y el grupo”, en palabras del productor. Se fueron sumando otros músicos: Manuel Marinelli, Pepe Roca, Kiko Veneno y Gualberto, que tocaba el sitar. Esta partida de gitanos y payos, flamencos y roqueros alumbró una obra que aún hoy nos fascina. Allí está el poeta de Fuente Vaqueros, pero también Omar Khayyam de Nishapur, la guitarra flamenca y la batería, las palmas y el órgano Hammond. Tardaron un mes en grabarlo. El ambiente del estudio era de juerga continua.
Entre los guardianes de la pureza del cante jondo el disco no gustó. Apenas vendió cinco mil copias. Tía Anica “La piriñaca” declaró que “estos cantes de ahora nunca llegan a lo antiguo. […] El Camarón ese no sabe cantar por seguiriyas con lo cantaor que es”. Algunos gitanos iban a devolverlo diciendo que aquello no era Camarón y reclamando el dinero que habían pagado. El de la Isla incluso llego a decirle a Pachón que “el próximo disco, de guitarritas y palmas”. Pero, en el fondo, José Monge Cruz, a quien Manolo Caracol descartó del cante por rubio (“¿cómo va a cantar bien un rubio, coño?”), sabía mejor que nadie lo que le brotaba de dentro e iba a su aire. Se mantuvo firme defendiendo su obra: “Los que lo han escuchado y no les gusta mucho… yo creo que tienen que escucharlo más porque está muy bien conseguido”. Camarón no era complaciente con su público. No cantaba sólo lo que ellos querían oír, sino que también les daba lo que necesitaban escuchar. Los conducía con la voz a donde no querían ir: a los rincones oscuros del alma, a las simas de la soledad, al estallido de la luz al mediodía.
Camarón era muy tímido y reservado, pero también muy libre. Cuando se marchaba de los sitios, solía hacerlo sin ruido ni explicaciones. Llevaba el cante jondo dentro y podía sacarlo y, precisamente por eso, era capaz de transformarlo, hacerlo mestizo, mezclarlo con el jazz, el blues o lo que le diese la gana. Así, cuando Camarón le pidió a Pachón que le buscara “cositas de esas modernas”, en realidad, estaba abriendo la puerta a una renovación que devolvería al flamenco su fuerza catártica. Cuentan que, siendo aún un chaval, lo llevaron durante la feria de Sevilla al bar de Pepe Pinto para que cantase delante de Don Antonio Mairena. Figúrense cómo lo haría Camarón que Mairena, de repente, se arrancó a bailar por bulerías. Él conseguía eso: arrancaba lágrimas, ponía a la gente en pie, rasgaba camisas, hacía volar los cuellos, invocaba al dolor, a la memoria y a la vida. Esa misma fuerza volcánica palpita en este disco.
“La leyenda del tiempo” es de una belleza sobrecogedora y misteriosa. Yo lo descubrí en Tánger una tarde de viento y sol gracias a Jaime, un gallego melenudo que se había llevado la cinta al otro lado del Estrecho. “La tarara” por tarantos me dejó sin palabras. Decía Caballero Bonald que “El cantaor no inventa: recuerda”. En aquella voz resonaban muchas voces llegadas desde el pasado y conjuradas de nuevo. En esa tarde tangerina, yo me quedé “engloriao”.
Aún me dura.
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