II
Los grandes conflictos bélicos
DE SALAMINA A STALINGRADO
BATALLA DE SALAMINA (480 a.C.)
La batalla de Salamina es la primera batalla mundial entre dos grandes potencias; por un lado, el Imperio Persa —uno de los mayores imperios jamás conocido— que comprendía un amplio territorio de unos 6.000 km. de longitud, desde el actual Pakistán hasta Macedonia, pasando por Asia Central, el Cáucaso, Asia Menor y Egipto, hasta el mar Mediterráneo; lo que representaba una superficie de unos cinco millones de quilómetros cuadrados. Ese imperio se había ido formando a partir de las interminables y feroces guerras que Asiría realizaba en todo el Oriente Medio empujando a los habitantes de las poblaciones que huían hacia el occidente. A la larga, toda la inmensa zona devastada por las constantes campañas de saqueo de los asirios, pasó factura a todos los contendientes, incluida Asiria, que empezó a debilitarse militarmente, momento que aprovecharon los pueblos masacrados para unirse y plantar cara a los asirios que empezaron a retroceder y hacia el año 610 a.C. fueron derrotados y sometidos por la coalición de pueblos vencedores, entre los que se encontraban los medos, que ocuparon amplias zonas del Asia Menor. En esos momentos Persia estaba sometida al poderoso pueblo medo, hasta que hacia el 559 a.C. Ciro, de la dinastía aqueménida, se hace con el reino y logra aglutinar un poderoso ejército que se enfrenta a sus opresores, derrotándolos, pero respetando cargos y autonomía. Después de unos años de consolidación y viéndose fuerte, Ciro emprendió la conquista de amplias zonas de Asia Central y Asia Menor, con el dominio del reino de Lidia. También logra anexionar Mesopotamia, Palestina y Siria. Más tarde su sucesor Cambises lograría anexionarse el rico y poderoso Egipto.
Así las cosas y con el Imperio Persa en su apogeo en el siglo V a. C. Jerjes, hijo del gran Darío, que había sido el Gran Rey de Persia durante más de treinta años gracias a un Golpe de Estado que le llevaría a ser un gran conquistador con grandes dotes visionarias y urbanísticas, que le llevarían a crear una opulenta corte, donde no faltaba el lujo más extraordinario, con sensacionales fiestas donde alternaban juegos deportivos con bailes exóticos en la celebración de todo tipo de efemérides, como podía ser la celebración de una victoria guerrera o la hospitalidad a un embajador extranjero, y donde el Gran Rey era portado a hombros de engalanados sirvientes en una silla con todo tipo de adornos, piedras preciosas, oro y plata.
Quizá, las razones más poderosas, que el Imperio Persa podía esgrimir para atreverse a atacar a un grupo de pequeñas-ciudades Estado situadas en el mar Egeo, entre las que destacaban Atenas y Esparta, estarían relacionadas con la idea de expansionar el imperio hacia Occidente, puesto que la parte oriental ya la dominaban y controlaban hasta donde ellos deseaban. Pero la parte occidental del mar Mediterráneo ya estaba controlada por los fenicios y griegos que habían llegado a fundar colonias en toda su costa, desde Ampurias, en la actual península ibérica, pasando por Francia, Norte de África y la península itálica y Sicilia. Colonias que se habían fundado para dar nuevas tierras a sus colonos y comerciar con los aborígenes del lugar; por lo que, casi siempre fueron asentamientos no violentos que seguían dependiendo de la ciudad-Estado de donde había salido la expedición, a la que llamaban Metrópoli. Anteriormente las polis del mar Egeo también habían fundado colonias en la propia península balcánica que en varias ocasiones habían sido atacadas por los persas que les impedían traficar con los territorios del Asia Menor, que ellos dominaban o sobre los que tenían control, motivo por el cual, estos Estados habían pedido ayuda reiteradamente a sus metrópolis. Además, en el anterior conflicto del Peloponeso, en que Esparta y Atenas se disputaban el domino y control económico de la mayoría de ciudades, Persia había ayudado a la liga del Peloponeso, liderada por Esparta, en la financiación de naves trirreme en su lucha con Atenas que en ese capítulo les aventajaba. La negociación era la siguiente: Si la liga ganaba la guerra contra Atenas, el imperio persa volvería a controlar las ciudades de Asia Menor. Después de una larga y dura guerra, llamada del Peloponeso —que nos fue contada por el gran historiador de la antigüedad Tucídides, que participó en la misma, quizás por una mayor disciplina y coherencia— de la que salieron victoriosos, extendiendo su hegemonía por todo el mar Egeo, los Persas reclaman su botín, consistente en mantener y/o dominar algunas de las más importantes ciudades del Egeo, pero las cosas se empiezan a complicar pues algunos de dichos Estados no están dispuestos a consentir.
El enfrentamiento se produce entre el poderoso imperio persa y una liga de polis griegas entre las que destacan Esparta y Atenas. Previamente los persas habían efectuado tratados ventajosos con algunos Estados griegos de la península de Anatolia. Incluso con griegos de algunas islas del Egeo, si resultaban vencedores en la invasión, que estaban llevando a cabo. Esta guerra fue descrita por el llamado padre de la Historia, Heródoto, incansable viajero que lo anotaba todo y lo describía de la forma más fidedigna que sus medios técnicos e informativos le permitían, pues las principales fuentes utilizadas correspondían a algunos veteranos de la guerra, que ya eran muy mayores y habían perdido la perspectiva de los acontecimientos, y, sobre todo, a los hijos y nietos de los combatientes de los cruentos combates.
Los antecedentes de la guerra habría que buscarlos unas cuatro décadas antes, cuando persas y atenienses habían estado a punto de firmar un acuerdo de alianza que estos últimos incumplieron en el último momento, porque los primeros no aceptaron las instituciones democráticas de la ciudad; bases democráticas que había instaurado el arconte Solón (638- 558 a. C) en la década del 590 a. C. Esto produjo un gran sinsabor y ofensa al imperio más grande del mundo, que producía una pequeña simiente de odio, acrecentada poco después cuando en la rebelión del pueblo jónico de la península de Anatolia contra sus opresores, los persas, allá por la década del 490 a.C., los atenienses acudieron en su auxilio y se permitieron tomar la ciudad de Sardes capital de la provincia de Lidia, provocando un gran incendio en la misma y destruyendo el templo de la diosa Cibeles.
Los persas, en aquellos tiempos mandados por Darío, no podían aceptar la afrenta que los griegos les habían infligido y hacia el año 490 a. C., por este motivo y otros que ya se han dicho, decidieron invadir Atenas y acabar con su poder para siempre. Así pues, Darío reunió una gran flota e hizo retroceder a las fuerzas griegas hasta unos 40 km. de la capital ateniense. Las fuerzas de Darío superaban a la liga ateniense en la proporción de tres a uno, pero en el desfiladero del pueblo de Maratón, la infantería griega, al mando, entre otros, del famoso estratega ateniense Temístocles, logró derrotar al numeroso ejército enemigo, que perdió la mitad de sus efectivos y se vio en la necesidad de retirarse ordenadamente y esperar una mejor ocasión. Ésta se presentó una década después, (480 a. C) cuando el imperio persa era más rico y poderoso y había sido capaz de reunir un ejército de tierra de más de 200.000 hombres y unas 700 naves, de las que más de 400 eran trirremes perfectamente pertrechadas, y con un grupo de arqueros bien entrenados. Sabían perfectamente que el ejército aliado de los griegos, aunque tres veces menor, estratégicamente podría superarles. También sabía Darío, por haber ya combatido a los griegos diez años antes, que el sistema de defensa de sus falanges, perfectamente formadas con sus lanzas (sarisas) de tres metros y enormes escudos (hoplón, de ahí hóplita), hacían casi imposible la ruptura de sus líneas. Sin embargo, Darío tenía mucha confianza en sus ejércitos, no en vano habían conquistado medio mundo y disponían de una caballería formidable, y de buenos arqueros, que habían demostrado su valía en múltiples y victoriosas batallas. El número de combatientes en conjunto debería ser suficiente para doblegar al aguerrido ejército griego. Su estrategia consistiría básicamente en mover el poderoso ejército a la mayor velocidad posible para aplastar al enemigo por tierra y mar antes de que el suministro de las tropas empezara a resquebrajarse debido a las grandes distancias.
Por su parte los griegos sabían perfectamente que en esa batalla se jugaban el ser o no ser de toda Grecia por lo que era necesario olvidar las viejas y continuas rencillas entre ellos. Por eso en el 481 a.C. la mayoría de islas y ciudades-Estado del Egeo, con Esparta y Atenas a la cabeza, decidieron reunirse en Corinto (en el templo de Poseidón) para analizar la importante situación y sellar una alianza totalmente imprescindible para la supervivencia de todos. Así se hizo y por primera vez en la historia de la Grecia antigua, surgió la idea de una identidad nacional entre todos los pueblos helenos. Todos se pusieron manos a la obra para preparar un poderoso ejército. Para tal fin, se nombró al prestigioso general ateniense Temístocles (525-460 a. C.) que ya había participado como uno de los diez estrategas en la victoria de Maratón contra los persas como mando supremo para dirigir la coalición que se acababa de formar.
En realidad, Temístocles tenía todas las papeletas para ser elegido, puesto que desde el año 483 a. C. estaba involucrado en potenciar el poderío naval de Atenas, construyendo una poderosa armada, y ahora tenía la oportunidad de conseguirlo sin ningún impedimento y con todos los recursos a su disposición. Bajo esas premisas, el gran estratega logró reunir una flota de 370 navíos, 200 de ellos construidos en los astilleros de Atenas; sólidas trirremes —naves con tres bancos de remeros superpuestos— con unos poderosos espolones en la proa, que resultarían ser muy importantes en la decisiva batalla.
Su estrategia principal consistía en no presentar batalla en tierra, como querían los espartanos, invencibles en ese terreno, sino en el mar; pero no en mar abierto, donde las 700 naves persas repletas de arqueros y con gran maniobrabilidad serían casi invencibles, sino en las orillas de la costa, donde el poco calado del mar y el viento a favor favorecía que las naves enemigas se desencuadernaran contra los arrecifes sin posibilidad de maniobra ante la embestida y abordaje de las poderosas trirremes griegas.
Jerjes, hijo de Darío, como Rey del Imperio Persa, tenía muy claro que su prevista invasión debería ser muy rápida, pues cuanto más durara la campaña más peligro corría al tener que avituallar adecuadamente a las tropas y no tener puertos seguros donde guarecer la flota de posibles tempestades y desperfectos. Por lo tanto sabía que la victoria no solo vendría por la teórica superioridad de sus 700 navíos, sus diestros arqueros y una caballería impresionante de 60.000 efectivos, además de los 200.000 infantes, sino de una minuciosa preparación logística, que incluyó la excavación de un canal en el mismísimo istmo del monte Atos, para que lo pudiera atravesar la flota, y la construcción de dos inmensos puentes, tendidos sobre las cubiertas de barcos abarloados, casco contra casco, para que el ejército pudiera atravesar el Helosponto y a la vez se pudiera asegurar la recepción de pertrechos y avituallamiento en los centros de abastecimiento situados a lo largo de Macedonia, aliada de Persia.
Con estos presupuestos y la confianza en su poderío, el ejército persa de tierra parte de Sardes en abril del 480 a. C., al mismo tiempo que lo hace la flota. Su objetivo principal, conquistar y destruir Atenas, para posteriormente, hacerlo con Esparta y así hacerse con todo el territorio griego.
El avance persa, a través de propio territorio, o de aliados, apenas tiene contratiempos. Avanzan cerca de la costa a través de Jonia, Tracia, Macedonia y Tesalia, hasta el desfiladero de las Termópilas, donde le espera un ejército griego de 4000 hombres. Por el contrario, la flota, una vez atravesado el monte Atos, se enfrentaba a mar abierto y sin puertos seguros donde proteger las naves en caso de inclemencias del tiempo. Y así sucedió. Cuando intentaron acercarse al cabo Artemiso, cerca de Termópilas, una violenta tormenta se abatió sobre la zona. El grueso de la flota no pudo guarecerse, sufrió grandes pérdidas y tuvo que replegarse, mientras que una flotilla que intentó desembarcar en el cabo, fue aniquilada.
Paralelamente, un importante contingente de soldados seleccionados por Jerjes, unas 12000 unidades, intentan romper la resistencia en el desfiladero, defendido por 4000 hoplitas —ciudadanos soldados— y 300 aguerridos espartanos —los mejores guerreros del mundo—, al mando del rey Leónidas. Durante varios días, se sucedieron combates y más combates de forma encarnizada y nadie adquiría una ventaja definitiva. Sin embargo, llega un momento en que los griegos están a punto de ser rodeados; entonces Leónidas recomienda la retirada de la coalición de hoplitas, quedándose con sus 300 espartanos, dispuestos a sacrificarse por el resto del ejército, al mismo tiempo que esperaban retrasar el avance del ejército persa. Así, el 28 de agosto, la feroz resistencia espartana es desbordada y el ejército persa avanza hacia Atenas. De esta manera, el ejército de tierra logra entrar en la capital y destruir todo lo que encuentra a su paso. Los griegos no tienen más remedio que replegarse hacia el sur, pero su flota estaba ganando en Artemiso, y esperaban encontrar el momento favorable para abalanzarse por sorpresa sobre la flota de Jerjes, aunque para conseguirlo necesitaban conducir a los persas hacia el estrecho de Salamina; para ello, necesitar replegar sus fuerzas para dar la sensación de que estaban huyendo. De esta manera, la flota griega de Artemiso se dirige a Salamina y se ponen a cubierto en algunos de sus innumerables golfos y estrechos de aguas poco profundas. Al mismo tiempo, las fuerzas griegas de tierra que estaban retrocediendo desde las Termópilas por el poderoso empuje persa, se concentran y fortifican en el istmo de Corinto.
Paralelamente, el Estado Mayor del ejército griego hizo difundir el bulo de que se estaban retirando hacia el sur. Al tener noticias de ello, Jerjes y sus generales discutieron la posibilidad de continuar con el primer plan, que tan buen resultado les estaba dando de centrar la invasión en el ejército de tierra, que habría podido seguir su imparable avance hacia el Peloponeso con el apoyo de su flota algo alejada de la costa, pero la ansiedad y prisas del rey, acabaron decantando la idea de intentar cortar la posible retirada de los griegos, tal como les habían informado. Craso error, habían picado el anzuelo y se dirigían enardecidos hacia la trampa que la coalición helena les había preparado.
El 27 de agosto del año 480 a. C., a primeras horas del amanecer, la flota persa se abalanza sobre la griega, que se encontraba en la costa oriental de Salamina, y ante la sorpresa de los invasores, estos les presentan batalla en masa. Desde los primeros momentos del combate, los griegos empezaron a tomar ventaja, aprovechando la estudiada estrategia que habían diseñado de situar sus navíos a la izquierda del combate y muy cercanos a la arena, donde los barcos fenicios y jónicos de la flota de Jerjes fueron abordados violentamente por las robustas trirremes griegas, y por los hoplitas de grandes escudos y lanzas, que arremetían una y otra vez sobre los arqueros persas, que no tuvieron ni tiempo ni espacio para reaccionar. Todo iba favorable a los griegos, las primeras líneas de naves huyen desordenadamente hacia el grueso de su flota, pero no pueden conseguirlo pues se ven obstaculizados por la segunda línea, y así sucesivamente, lo que originó una inusitada confusión y desorden, mientras Jerjes observaba el curso de la batalla desde el monte Egáleo.
Los persas se defendieron con fuerza y ardor ante la mirada de su rey, pero al final del día habían perdido 200 naves y no tenían ninguna posibilidad de contraataque. Al mismo tiempo, el grueso del aguerrido y bien organizado ejército, formado fundamentalmente por hoplitas atenienses y espartanos, acabaron derrotando estrepitosamente a las primeras avanzadillas del ejército persa de tierra, que recibieron la orden de retirada a mejores posiciones. La parte importante de la flota se retiró hacia Asia Menor, quedándose el general Mandonio al mando del resto del ejército, a fin de reorganizarse y contraatacar en el momento oportuno desde Tesalia. Finalmente, los griegos consiguen la victoria definitiva en Platea en agosto del 479 a. C., es decir un año después.
Esquilo, el dramaturgo griego, luchó prácticamente en todas las batallas de ese conflicto, que conocemos como Guerras Médicas —primero en la playa de Maratón, y diez años después en Artemisio, Salamina y Platea—, y escribió la más célebre de sus tragedias, «Los Persas», loando la aplastante victoria griega y la humillante derrota persa: “No fue suficiente el arco, y todo su ejército sucumbió, domado por los espolones de nuestras naves”.
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