El retorno de las mamás yihadistas
De natural afable y chistoso me sorprende hoy Marcelino, por el semblante serio que luce, pero sobre todo lo hace con su pregunta directa, al grano, sin los prolegómenos ni las bromas que son habituales en él…
—¿Qué va a ser don Manuel?
—Poca cosa. Necesito un par de pechugas fileteadas, pero permítame… ¿Le ha pasado algo? ¿Está usted bien? Le noto serio y preocupado.
A punto de jubilarse y feliz porque su hijo ha decidido responsabilizarse de la pollería que abrió hace cuarenta años en la calle Santa Isabel de Madrid, frente al mercado y el cine Doré, Marcelino invirtió hace unos meses parte de sus ahorros en la decoración y puesta al día de su negocio. Es un hombre comunicativo y muy bien informado, de los que repasa a fondo al menos tres periódicos al día. Por eso centro mi atención cuando con un gesto me indica que me aproxime y me contesta bajando la voz hasta el susurro…
—Pues claro que estoy preocupado. Mire llevo unos días dándole vueltas al asunto y comienzo a estar incluso cabreado. Llevamos unos días que mejor ni hablar, dándole vueltas a la política a todas horas, a los partidos, a las elecciones, y los líderes de aquí y de allá… ¡Pero nadie dice nada de un peligro que tenemos encima, y de los gordos!
—No me asuste, don Marcelino…
—¿Ha leído usted las noticias sobre esas tres españolas yihadistas que ahora reclaman volver a España, porque ahora, ya viudas, viven en un campo de refugiados con sus hijos?
—Sí, sí, claro que lo he leído, y fíjese en lo que le digo. Me llamó la atención una información que aseguraba que una de ellas pertenecía a una familia desahogada del barrio de Salamanca, y que todas ellas habían recibido formación militar durante su estancia en el denominado «califato», pero no se ha vuelto a decir nada más del asunto.
—Pues ahí voy yo, don Manuel, y es que nadie dice nada, pero algunos vecinos sabemos de dos señoras más que también se fueron con sus hijos. De verdad espero y deseo que la policía esté controlando el asunto, a mí me asusta…
De súbito tres niñas reclaman nuestra atención por el jolgorio que arman, vocinglera que traspasa el escaparate del establecimiento. Tienen entre ocho y diez años. Juegan entre los coches, ajenas al bullicio y el trapicheo de la zona. Hablan un español que de tan escaso y primerizo es casi inexistente. Dos de ellas visten de rosa, la tercera unos pantaloncitos vaqueros. Despegan de las farolas los anuncios en los que emigrantes como sus padres se ofrecen a planchar por horas, o para compartir alguna habitación de sus pisos patera. El juego es tan divertido que cuando llega la que intuyo debe ser la madre y en árabe les dice que paren, una de las niñas contesta que no, y las otras le
siguen el juego. Las tres protestan a todo volumen. La capitana, la que lleva la voz cantante, es la de los vaqueros, que refunfuña y se planta de cuclillas en el suelo. Marcelino y yo las observamos sorprendidos. La niña hace amago de llorar, porque no quiere ir a casa. Y es entonces cuando la madre, harta de revuelta, le grita en el mismo español precario que antes hablaban las niñas: !Vamos, rápido, que viene la policía!
La niña calma su falso berrinche, cambia al instante la expresión de su cara y su actitud, mira con sigilo a izquierda y a derecha, y tiende su manita a mamá. La familia se pierde calle abajo, a toda prisa, hasta confundirse con el gentío y el tráfico en una mañana de inefable luminosidad.
También me pierdo yo, de regreso a casa, dispuesto a cocinar, divagando mentalmente acerca de la naturaleza, justificada o no, de nuestros recelos ancestrales, y preguntándome si algún día lograremos dar con la fórmula mágica que nos permita mezclar el agua y el aceite.
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