El peligro de leer malos libros

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Malos libros-interior

Deberíamos hablar más a menudo de los gravísimos daños que causan algunos libros. Ahora no me refiero tanto a esas obras abominables inspiradas por la maldad del ser humano y que pavimentan el camino hacia los genocidios pensemos, por ejemplo, en “Mein Kampf”, que mi cofrade Juan Poz leyó y comentó en estas páginas— sino más bien a aquellos volúmenes que, sin voluntad consciente de su autor, conducen a la locura, la perdición o la muerte. Así, por ejemplo, “Las penas del joven Werther”, publicado en 1774 y pródigo en ediciones, terminó prohibiéndose en Italia, Alemania y Dinamarca so pretexto de que se había disparado el número de suicidios. Así nació el llamado “Efecto Werther”.

«Nadar entre volúmenes no es menos peligroso que hacerlo en los océanos. En ambos casos, uno puede ahogarse.»

Otras tragedias causadas por ciertos ejemplares vienen determinadas no por su contenido, sino por su peso. El bibliófilo sabe que su tesoro le impone la servidumbre de un espacio adecuado. Los anaqueles, las estanterías, los armarios y los atriles, las vitrinas y las mesas son sólo algunas de las Horcas Caudinas que deberá atravesar para acceder al corazón del laberinto que toda biblioteca encierra. No exageraba Melville cuando, en el capítulo 32 de “Moby Dick” escribió “But I have swam through libraries and sailed through oceans”. Nadar entre volúmenes no es menos peligroso que hacerlo en los océanos. En ambos casos, uno puede ahogarse.

Captura de pantalla 2019-02-26 a las 10.16.31En las páginas de algunos de ellos acecha la muerte del cuerpo. Umberto Eco narró en “El nombre de la rosa” los sucesivos asesinatos motivados por un libro que lleva a los hombres a matar porque “la risa mata el miedo y, sin miedo, no puede haber fe”. La cita atribuida a Jorge de Burgos es injusta porque justo allí donde se expulsa la fe es donde brotan los peores miedos, pero eso es otro cantar. Dejemos el uso totalitario de la risa para otro día. Baste por ahora señalar que hay tomos que sólo pueden manipularse con guantes porque llevan consigo a la Parca, que mora entre sus páginas.

Ahora bien, algunas obras matan el alma propia o las almas ajenas. Tómese la literatura antisemita de la Edad moderna y de nuestro tiempo. Cuando Édouard Drumont escribió “La Francia judía”, estaba jalonando, sin saberlo, el camino a los guetos, las fosas y los campos. En las páginas de “Bagatela para una masacre”, es la muerte quien exhala su aliento por boca de Louis-Ferdinand Céline. Asomarse a ellas, es sondear el abismo del siglo XX, del que no hemos salido por completo.

Sin embargo, al alma no la mata sólo una voluntad de muerte y de poder. Puede acabar con ella el aburrimiento, el pecado nefando de los libros. Uno aburrido multiplicará su maléfico efecto como se reproducen los virus, la burocracia y otras tragedias: en progreso exponencial al infinito. Por eso, el folletín tiene una dignidad que ninguna novela de la pretendida “alta literatura” podrá arrebatarle. Si otras obras tienen comienzos majestuosos o solemnes, “Scaramouche” lo tiene inolvidable: “Nació con el don de la risa y con la sensación de que el mundo estaba loco. Y eso era todo su patrimonio”. Con un principio así, todo lo demás está justificado.

«Borges decía en el “Prólogo a su biblioteca personal” que “un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos.»

Así andamos los bibliófilos: navegando entre los sargazos de los bodrios infumables, los superventas previsibles —el thriller de conspiraciones religiosas, por ejemplo— y las páginas peligrosas que matan esa huella que el Creador dejó en nosotros. Borges decía en el “Prólogo a su biblioteca personal” que “un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran la psicología ni la retórica”. Los lectores suspiramos agradecidos cuando encontramos esa página que, como el tango, nos esperó sin irse.

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Esta fraternidad de caravaneros de las librerías, las bibliotecas y las ferias de lance nos impone el deber de alertarnos los unos a los otros cuando esas obras dañinas se acercan a nuestra casa o rondan nuestro despacho. Deberíamos tener un sistema de heliógrafos o atalayas con fogatas y humo que advirtieran de la presencia de esos pecios que navegan por los mares procelosos de la palabra escrita.

Síguenos en FacebookPor eso, si alguien quiere venderles —o incluso regalarles— un pretendido “manual de resistencia” escrito por un político español en activo, piquen espuelas y galopen mientras puedan. Ocupará espacio en su biblioteca o memoria en el desdichado terminal que lo acoja. Entristecerá sus horas con muchas insolencias que no dejarán nada perdurable salvo el tedio. Amargará sus tardes y privará de sabor sus mañanas. Marchitará ese tiempo que podrían haberle dedicado a quienes aman. Vayan junto a ellos y dejen pasar ese libro calamitoso. Si ya lo tienen, no obstante, perdónenle la vida y no lo tiren. Él no tiene la culpa de haber nacido así. Quién sabe si el Eterno, en su infinita sabiduría, dispuso que existiera para que otros brillasen con más fuerza. A fin de cuentas, Él hace salir el sol sobre justos e injustos.

Recuerden siempre el mandamiento talmúdico de cuidar el alma.

Que la lectura les sea propicia.

Ricardo Ruiz de la Serna

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Ricardo Ruiz de la Serna, entre otras cosas, escribe crítica de cine y libros. Le gustan el blues, el klezmer y el flamenco. Lee con devoción a Joseph Roth, a Bashevis Singer y a Anna Ajmatova. Es taurino, viajero y coleccionista. Ama el mar, el desierto y la montaña. Toma el café como los árabes, el té como los marroquíes y el arroz como los chinos. Tiene perfiles en Twitter, en Facebook y en Instagram.

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