IRIS DE LA NOCHE
(Reencuentro)
Juan Poz
Hay un trágico viajero
que debe ver cosas raras,
y habla solo y, cuando mira,
nos borra con la mirada.
(Antonio Machado, Iris de la noche. Dedicado a D. Ramón del Valle Inclán)
Lees este cuento de incierta sustancia, esta excarcelación de un deseo contradictorio escrita exclusivamente para ti, y dudarás de la sinceridad que tiembla en la esperanza del envío. Desconfías. Y tu escepticismo te protege contra estas líneas con un parapeto conceptual de técnicas narrativas y retóricas que salvaguarde la objetividad discriminadora con que has de leerlas. Recelas de este grito desesperado que recibes.
¿Grito? Quizás, mejor, susurro. Tal vez confidencia muda, disfrazada de cuento. Pero desde este vagón, junto a la noche que arracima su negror contra mis ojos, ciegos de luna y papel, como si cada letra fuera un jirón de su leve masa, nuestro diálogo resulta perfectamente natural.
Viajamos juntos. Porque la memoria es un tren que salva el tiempo y el espacio; un tren al que asciendes, leyendo, y que te lleva a mi noche y mi deseo, a mi recuento confuso de recuerdos. Ellos son el pretexto del que me valgo para hablar contigo. A ellos, la materia de cualquier cuento, de cualquier historia, te asomas como ahora yo lo hago a la herida oscura de esta noche viajera para reencontrar la mirada que impresionó al poeta.
¿Diálogo? También yo, sin duda, hablo solo. Escribo solo. Pero a ti no se te escapa lo doloroso de esta soledad devastadora, la voracidad terrible del soliloquio que nace y muere en las férreas fronteras de nuestro orgullo, de nuestra vanidosa insignificancia egotista; como tampoco te es ajena la necesidad de compartir, siquiera una vez, esas palabras mediocres que no colman ya la medida de nuestra ambición si un lector atento no se interesa por ellas.
Ningún compañero de compartimiento permanece despierto. Cabecean, abandonados a un sueño fugitivo al que se empeñan en dar alcance; y se agitan como si en la lasitud de sus cuerpos la persecución percutiese la convulsión de la carrera.
Los rasguños de la pluma sobre la hoja (ahora transformados en esta anodina mecanografía) dibujan su arañazo sonoro como zigzaguea un rayo en el cascarón cumplido de la noche.
Todos padecen el viaje –traqueteador paréntesis entre el origen y el destino– e intentan borrarlo de la consciencia refugiándose en el adormilamiento. Yo, por el contrario, no tengo otro destino que el propio viaje. No te equivocas. Algo hay en él de pretenciosa solemnidad, de barata escenografía. También yo lo pienso y, sin embargo, aquí estoy: contándote lo que hubiera sido silenciosa búsqueda o tergiversada recreación si no te hubiera encontrado en las páginas del diario. Porque, ¡ay!, nunca logré arrancar de labios de mi padre el contenido de aquellas palabras que el suyo decía para sí; ni nunca conseguí que me tradujera aquella mirada enigmática y altiva. Acaso tampoco él tuvo nunca una comprensión cabal de ellas y se llevó a la urna, en sus cenizas mudas, mis propios interrogantes insatisfechos.
De aquel encuentro del abuelo con el poeta ha vivido toda la familia hasta mí. Él, quizás, fue quien más hizo por quitarle importancia; pero aquel encuentro ha sido ritualmente revivido en las reuniones familiares como si de él se alimentara la existencia de todos y cada uno de nosotros. Como ocurre siempre en estos casos, el protagonista del suceso quedó eclipsado por la singularidad del observador. Nadie, desde que se publicó el poema en 1924 ha visto jamás al abuelo con otros ojos que con los del poeta. Su imagen, como su historia, se redujo desde entonces a cuatro octosílabos grabados en nuestras memorias con la intensidad pavorosa de los hábitos cotidianos. Colofón del diálogo en cualquiera de los innumerables cónclaves consanguíneos, me liberé de él –solo en parte– al distanciarme del clan y espaciar, cada vez más, mis visitas al hogar patriarcal, pues mi padre era el mayor entre sus hermanos, como lo soy yo entre los míos. Obra del alejamiento, así mismo, lo ha sido el pensar que el obstinado silencio guardado por él hasta su muerte no responde sino a la íntima asunción de la personalidad e imagen del abuelo. En cierto modo, intuí vagamente, habría heredado de él aquel espíritu taciturno tan sucintamente descrito por el poeta.
Uno de los viajeros se despierta al cambiar de postura y me contempla extrañado, sorprendido de verme escribir al amparo de la debilísima luz añil que nos desfigura las facciones y hurta el bulto del cuerpo a identificaciones más precisas. Su mirada asciende hasta mis ojos y refuerza la tensa línea que los une, entonces, a los míos. No se inquieta. Se encoge de hombros. Vuelve a cerrarlos. Sabe que yo miro más allá de esos tenues reflejos acuosos, sin verlos. No sabe que busco, ahora lo comprendo, una mirada como la que le acaba de borrar. Una mirada nunca descubierta en la insultante inmortalidad del espejo. Una mirada, y estoy seguro de que, con ella, también las mismas palabras que acabarán en mi esterilidad su dramático viaje.
Te parecerá disparatado que ese recuerdo obsesivo haya sido la causa de mi orientación profesional: profesor de literatura en un modesto instituto provinciano, y así es, no obstante. Confía. No cargo ningunas tintas. Mis alumnos son testigos cada año, del enrarecido ambiente que origina el comentario de ese poema, Iris de la noche, y la insólita transfiguración que su recuerdo, como una maldición profética, obra en mi persona. Toda la angustia y la ansiedad que me provocan aquellas palabras y aquella mirada se concentra en mi voz de tal modo que he de dar por terminada la clase apenas les incito, les azuzo, a descubrir ese significado a cuyo encuentro voy en este tren, esta noche, solo y sin más equipaje que estas hojas, la pluma y el diario de hoy.
En él te he encontrado, agazapado en una columna arrinconada. No importa. Mi envío te llegará. Porque con alguien había de compartir esta obsesión, este cáncer nacido en una región de la memoria y que amenaza, voraz, las fronteras de las del resto de su accidentada geografía; con alguien como tú, conocedor de esos procesos ingobernables que nos aniquilan o nos configuran sin nuestra intervención y, casi siempre, contra nuestro deseo o nuestras esperanzas.
La noche se ha vuelto más clara ahora que el viento ha corrido la cortina de nubes que ocultaba la luna. Sobre los campos se alzan las siluetas de los altozanos como un estremecimiento, y por el cielo se suceden algodones impregnados de sangre oscura, incapaces de contener la desesperada hemorragia de sombras que nos rodean.
Sombras son, también, ¿de qué cuerpos luminosos?, aquellas palabras del abuelo. Una sola hipótesis, después de tantos años de búsqueda, conservo: D. Antonio se apropió de la figura del abuelo y se autorretrató a través de él. Nunca me he atrevido a exponerla en el seno de la familia. Nunca, yo mismo, me he dejado convencer por ella de modo absoluto: la locura que nubló la razón del abuelo durante sus diez últimos años de vida es, quizás, el dato que la dinamita.
Fue después de la única y última visita que le hice, ya él en el manicomio, cuando me desligué de los vínculos familiares. Aún lo tengo presente en sus gestos y en la indescifrable coherencia de sus palabras, dichas no como respuesta a las nuestras, sino como continuación, tal me pareció, de un vasto monólogo sin fin. En ese estado de gracia éramos nosotros, no me cabe ya ninguna duda, quienes injertábamos la tragedia y alabábamos, acto seguido, la sagacidad psicológica del poeta. Pero el abuelo no era una conciencia desgraciada. Antes bien, había en sus palabras, tan vueltas hacia sí como la propia mirada, una desconcertante armonía cordial, un goce similar, creo, al que yo comienzo a sentir a medida que libero, para ti, estos recuerdos, no sé si con pareja incoherencia.
Y adivino en el horizonte el galope tendido de un centauro arrastrando una cauda de chispas enloquecidas y delirantes que arrancan los cascos al pedernal de los campos. Se detiene. Escrito en su propio horizonte el paso rígido y mortuorio de este anélido mecánico. Me localiza. Apareja el arco y tensa sobre él una saeta que apunta hacia la luna. Sonrío descompuesto, como un borracho. Pero la flecha traza una curva, tiemblo, cuyo destino intuyo; una curva que la luna ilumina, levantando reflejos húmedos en su trazado multicolor, y que avanza, bandera restallante uncida al diminuto corazón de acero, contra mi corazón inerme, cercado: todo el color imposible y antiguo de un arco iris nocturno me estalla en el pecho.
“Será una pesadilla” “Suda mucho, ¿no tendrá fiebre?! “¡Y esos ojos!, ¿no estará drogado?”, oigo, después de que el fogonazo despiadado del neón principal del compartimiento me ciegue por completo.
Soy la causa del modesto alboroto que ha perturbado el incómodo sosiego que soportaban.
“No es nada, gracias. De verdad. Sí, sí, apague, por favor…”, digo, y giro después la cabeza hacia el cristal helado. En él, si mis ojos no lo traspasan, observo el reflejo de los de algunos de los viajeros como lagunas diminutas en las que la luna riela como con un fulgor ajeno.
Sé –lo supe desde que iniciamos el diálogo, y tú lo intuías– que comprenderás este brusco silencio y que, ahora, mis palabras te rehúyan. Tú sabes que ya no me pertenecen; yo, que les pertenezco.
Juan Poz forma parte del elenco de escritores que da forma semanalmente a Ataraxia Magazine. Puedes seguirle en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz» y en su blog de crítica literaria «Diario de un artista desencajado»
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