De niño siempre quise ser un caballero. Como buen cinéfilo, crecí viendo películas de los años cuarenta y cincuenta. Admiraba a actores como Cary Grant y Gary Cooper. Aunque en realidad admiraba a los personajes que interpretaban, pues de haber sabido de ellos lo que sé hoy, la cosa hubiese sido muy distinta. Pero esa es otra historia que no viene al caso. La cuestión es que esos dos, y muchos otros de la época, representaban la masculinidad, la elegancia, la caballerosidad, la seducción, y una serie más de cualidades que hoy, no solo están en peligro de extinción, sino que además representan un serio riesgo para aquellos hombres que se quieran empeñar en reivindicarlas.
Lo que antaño eran prácticas habituales en cualquier hombre educado y cortés, como ceder el asiento a una mujer en el transporte público, o abrirle la puerta y permitir que pase ella primero, se ha ido transformando (no sé cómo ni cuándo) en un motivo de suspicacia. Afortunadamente aún quedan muchas mujeres que saben apreciar esos gestos, pero cada vez es mayor el número de las que ven, en lo que solo es un intento de ser amable, una muestra de machismo y de reafirmación del heteropatriarcado, palabra que, por cierto, cada vez que la escucho me provoca escalofríos. Hablando de palabras, más de una vez he oído la queja de que en nuestro idioma usamos determinadas palabras de manera machista, por ejemplo; cojonudo es algo bueno, pero coñazo es algo malo. Eso es cierto, pero también ocurre a la inversa, por ejemplo: El machismo es malo, pero el feminismo es bueno. “Es que son dos cosas muy distintas”, vale de acuerdo, en ese caso quizás deberíamos empezar a pensar en sustituir el uso de la palabra “feminismo” por otra más acorde con el significado actual, como “hembrismo”.
Y es que el feminismo ya no es lo que era. De ser una causa noble en defensa de los derechos que, durante siglos, se les han negado injustamente a las mujeres, ha ido pasando por un movimiento en defensa de la igualdad de sexos, después en una cruzada en favor del matriarcado —si la otra palabra me daba escalofríos, ésta directamente me acojona—, y ahora están surgiendo algunos segmentos realmente difíciles de clasificar. Por ejemplo, recientemente pude ver unas desconcertantes imágenes de un grupo de ¿feministas? que acudieron a la plaza de San Pedro semidesnudas y procedieron a introducirse crucifijos por determinados orificios de su anatomía. Me pregunto qué es exactamente lo que pretendían reivindicar con tan extravagante actitud. Que sí, que ya sabemos que son minoría, pero aun así no deja de ser perturbador.
Incluso hay algunas que parecen defender la idea de que cuanto menos atractiva y aseada sea una mujer, más feminista es —de ahí que resulte tan difícil distinguir a determinadas activistas de un orangután de borneo—. Llegando incluso a atacar verbalmente a otras mujeres que, en pleno ejercicio de su libertad individual, optan por explotar su atractivo físico y su sexualidad, y que por ello son etiquetadas como malas feministas y a menudo sometidas a escarnio a través de las redes sociales.
Y es que el feminismo, como tantos otros movimientos, está siendo monopolizado por ciertos sectores de tal manera que, si no haces las cosas como ellas dicen y te atienes a ciertas reglas, entonces no eres feminista. O al menos no una buena feminista. O un buen feminista, que los hombres también pueden serlo. Al menos si partimos de la base de que el feminismo no es otra cosa que defender la igualdad de derechos y obligaciones entre hombres y mujeres. En realidad ese es el objetivo con el que nació, aunque si las primeras feministas levantaran la cabeza…
Pero no es algo que ocurra solo con el feminismo. Hay una tendencia cada vez más extendida a imponer la manera correcta en que debe entenderse cada ideología. Una especie de corriente que pretende llevarnos hasta el pensamiento único, y en virtud de la cual si no comulgas con ellos, pasas a ser un facha, o un homófobo, o un racista, etc. Pero esa es otra cuestión.
Hace poco una amiga mía me comentaba que tenía una idea sobre una novela acerca de una sociedad distópica en la que las feministas dominan el mundo y acaban sometiendo a los hombres en una especia de dictadura matriarcal… pero bueno, no voy a destripar la historia, no sea que alguien robe la idea. El caso es que ella veía eso como una distopía, que como todos sabemos, es una sociedad ficticia indeseable en sí misma. O sea, lo contrario de una utopía. Siendo mujer, imagino que eso la convierte en una pésima feminista.
Lo que es cierto es que el empoderamiento de la mujer es un hecho incuestionable que ya no tiene marcha atrás, y por mucho que le pese a muchos hombres irá cada vez a más. Por lo que, a mi modo de ver, lo más sensato es adaptarse a los tiempos que vienen y no tratar de luchar contra molinos de viento ante cuya batalla solo lograremos frustrarnos hasta el agotamiento. Además, la historia ha demostrado que nadie manda mejor que una mujer, y si no pensad en vuestra infancia; desobedecer a un padre no era difícil, pero a ver quién tenía huevos de decirle que no a una madre con una zapatilla en la mano. Nadie domina mejor el verdadero sentido de la autoridad como una madre o una esposa. A ver, que no estoy queriendo decir que todas las mujeres han de ser madres o esposas, que no es eso. Solo digo que… en fin, olvidémoslo; de todas formas, los que estéis casados sabéis de qué hablo. Yo lo estoy, y en mi casa soy yo quien posee el mando (el mando a distancia de la tele, quiero decir). Porque en un matrimonio ejemplar, debe ser el hombre el que mande y la mujer la que tome las decisiones.
Es por eso que no basta con que la mujer alcance la plena igualdad con el hombre, el feminismo moderno exige que el patriarcado sea eliminado de raíz, pues es responsable de todas las desgracias acaecidas a lo largo de la historia de la humanidad, desde la caída del imperio romano hasta la muerte de la madre de Bambi. Hay que cambiar la sociedad desde la base. Erradicando costumbres tan retrógradas como apartarle la silla a una dama para que se siente a la mesa —de hecho, al usar la palabra “dama” es posible que esté siendo machista—; pagar la cuenta del restaurante —eso un hombre moderno es fundamental que no lo haga jamás—; ceder el paso —a menos que vayamos conduciendo y una señal de tráfico nos obligue a ello—, y nunca, nunca, dirigirnos a ellas con palabras bonitas que puedan ser confundidas con un piropo. Ni siquiera del tipo “señorita… ¿sería tan amable de apartar la mirada? Es que su mirada me está deslumbrando”.
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Mi última colaboración con la revista #Ataraxiamagazine es una especie de reflexión sobre el feminismo moderno. Aquí podéis leerla si no tenéis nada mejor que hacer.
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