…nothing is real

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Let me take you down
‘Cause I’m going to Strawberry Fields
Nothing is real
And nothing to get hung about
Strawberry Fields forever

Tengo una amiga que no mide el tiempo por horas, ni por días, ni por meses. Lo hace por estaciones. Ya saben: primavera, verano, otoño e invierno. Como todos los mortales aquejados de modernez va acelerada, de la mañana a la noche, como si tuviera un cohete donde la espalda pierde su bello nombre. Y cuando habla del tiempo, de forma conceptual, se refiere a él diciendo que todo se limita a si es primavera u otoño. Pondré un ejemplo. Así amanece el primer día soleado, radiante, a mediados de febrero, ella, invariablemente, va y suelta: «En cuatro días ya nos bañaremos». Y en esas estamos, en remojo, en la piscina, cuando a la vista de un nubarrón, o de un breve aguacero veraniego, augura: «Esto se acabó, en cuatro días navidad…»

Personalmente me pone de los nervios ver con qué desdén liquida momentos, semanas y meses, de un plumazo, porque en el fondo, la maldita, tiene razón. Todo pasa (o creemos que pasa) muy rápido, aunque unas horas se nos puedan antojar, con frecuencia, eternas. Lo más angustioso, al respecto, es reparar, mientras rememoras algún hecho feliz del pasado que crees tocar con la punta de los dedos, que eso ocurrió doce años atrás. La sensación es devastadora.  

Que el tiempo es una convención deberíamos tenerlo claro todos. Al igual que todas las cosas y patrones creados por el Hombre. Convenciones, consensos. Un buen día, a un lumbreras se le ocurrió mesurar y convertir la zancada o paso en una barra de platino iridio a la que llamó metro, unidad destinada a poner orden en las distancias. Y a otro botarate le dio por hacer lo mismo con el tiempo, encerrándolo en un calendario. Evidentemente detrás siempre existe un impulso regulador que viene a cubrir una necesidad práctica. En el caso del tiempo, las cosechas y ciclos agrícolas. Cabe preguntarse, de todos modos, si no seríamos más felices con la imprecisa exactitud de Stonhenge o los Misterios (de regeneración) de Eleusis.

Antes de haber solidificado el «tiempo» y el «espacio», cuando alguien salía de viaje, a lomos de un pollino, o bien calculaba el trayecto por jornadas, o por clepsidras de arena, o por lunas, o por cualquier otra referencia. «¿Cuándo volverás?» —preguntaba la mujer desde la puerta de casa, envuelta en una manta—. Y la respuesta era casi siempre: «¡Cuando me veas aparecer por el recodo del camino!» Pero de las clepsidras —metáfora de esa concepción elástica y vaga del tiempo— pasamos al reloj, que en primera instancia fue analógico, hasta que un desalmado le puso una pila pequeñita, y lo convirtió en digital, volviéndonos locos a todos.

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Así que el tiempo, y el espacio y cualquier otras cosa que deseen considerar son convenciones, acuerdos, asertividad. Sin su concurso no funcionaría nada. Sería Babel o algo peor. Pero más allá de aceptar esos corsés por puro pragmatismo cabe preguntarse cómo sería todo sin ellos… ¿Se puede atravesar el muro de la realidad establecida como muestra el grabado medieval que ilustra este artículo?   

El célebre chamán yaqui, Don Juan Matus, le enseñaba al antropólogo Carlos Castaneda —el pasado año se cumplieron 50 años de la primera edición de «Las Enseñanzas de Don Juan»— que la realidad que creemos tan real, palpable, tangible, no existe, y que todo cuanto nos rodea es sólo una descripción, un «constructo mental», solidificado, cristalizado a lo largo de miles de años por consenso acumulativo, transmitido de generación en generación, que se puede desmoronar si uno logra ver (como contraposición a la superficialidad de mirar). A este respecto el budismo zen enseña que cuando se alcanza el «satori», la iluminación y comprensión silenciosa e inarticulada del misterio del Universo y la conciencia, se logra entender, en un estado de terror y maravilla, que no hay «ninguna baldosa bajo nuestros pies ni ninguna teja sobre nuestras cabezas».

Todas esas cuestiones trascendentes ya las conocían y estudiaban, miles de años antes de la era cristiana, los sacerdotes egipcios, que consignaron una serie de máximas —véase «El Kybalion»—, en forma de enigmáticos aforismos, en sus tablillas. Esos principios, que son la base del llamado conocimiento hermético, vedado a los profanos, empiezan a ser tomados en consideración por científicos y expertos en física cuántica. La primera y más importante de esas leyes dice: «El Universo es una creación mental sostenida en la Mente del Todo. El Universo es Mente. El Universo es mental». O como diría Calderón: la vida es sólo un sueño. Y así podríamos ir saltando, por sinapsis, hasta el «Strawberry fields, nothing is real» de The Beatles —tras ingerir LSD y ver más allá del armazón conceptual que nos enjaula—, o hasta ese matrix conspiranoico de los hermanos Wachowski, tras elegir, como la Alicia de Lewis Carrol, la pastillita adecuada. Aldous Huxley explica todas esas cosas muy bien en su imprescindible «Las puertas de la percepción».

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Recuerdo que el pasado otoño —a mediados de noviembre— paseando con unos amigos por Barcelona, vimos a unos operarios tirando cables y colgando toda la parafernalia luminosa que acompaña a las fiestas de fin de año.  Era un día de sol radiante, caluroso.  Caminábamos con las americanas y suéteres en el brazo. No recuerdo quién fue, pero uno preguntó, visiblemente molesto, a santo de qué preparaban las navidades si prácticamente nos acabábamos de sacar, como quien dice, el bañador. Sonreí. Recordé la forma de medir el tiempo de mi amiga. «Es que sólo quedan cuatro días…» —repuse—. Pero como vi que el comentario no satisfacía en absoluto ni a él ni a los demás, añadí: «¿Sabéis? ¡Lo que ocurre es que somos como las gallinas de las granjas industriales! A ellas les encienden y les apagan la luz. Y les ponen musiquita. Y así, desconcertadas y felices, ponen una barbaridad de huevos. Con nosotros hacen lo mismo. Nos obligan a pasar del repetitivo y cansino «Un verano de sol cálido y espuma» al «Estoy loca por los colores del otoño y creo que voy a quemar la VISA como si no hubiera un mañana» mientras los muy cabrones ya preparan la ofensiva del jingle bells, jingle all the way…»

Todos soltaron una risotada así acabé mi perorata. Recuerdo que uno cacareó e imitó el torpe aleteo de las cluecas. Tras ese paréntesis patafísico seguimos deambulando y haciendo bromas sobre la pérfida ecpirosis económica que los capitanes de la industria planean para nosotros una y otra vez, vendiéndonos siempre lo mismo aunque con un botón inútil más… 

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SAPIENTUM POST EVENTUM • CONOCIMIENTO TRAS EL ACONTECIMIENTO   

Olvídense, en la medida de lo posible, de la navidad, del verano, de la servidumbre del consumo y de los dictados. Todo es, de la cuna a la tumba, un engañabobos. Incluyendo la política, el fútbol y la religión. No hagan planes. Zambúllanse en una piscina en febrero y cómprense un abrigo en verano. Mírense al espejo y descubran que no tienen ninguna edad, más allá de la que deseen tener. Anhelen reencontrarse con un viejo amigo y se darán de bruces con él mañana, al doblar una esquina. Y no se les ocurra exclamar «¡Qué casualidad!», porque la casualidad no existe. Los egipcios, en sus principios herméticos, explicaron esa ley incomprensible, que entendemos como azar. Practiquen la disidencia intelectual. Creen su propia mística. Apaguen la luz del ponedero. Ahí están los pesos y las medidas, la Ley de la Gravedad y todos los imponderables, solidificados, que debemos usar para movernos por esta realidad euclidiana, hecha, como los trajes, a medida. Pero no olviden que la magia está detrás de este decorado, tan atractivo como falso, que hemos contribuido a crear con nuestra aquiescencia. Más allá no hay nada y está todo (por crear), malditos terrícolas.

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