Nick

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«Poder ver un mundo en un grano de arena, y el cielo en una flor silvestre; sostener el infinito en la palma de tu mano, y la eternidad en una hora…»

William Blake Auguries of Innocence

 

Tras algo más de dos horas al volante Julia Walberg llegó a Tanworth-in-Arden, en el condado de Warwickshire, Inglaterra. Detuvo su coche en las proximidades de la bella iglesia de Santa María Magdalena y reclinó el respaldo de su asiento, buscando descansar durante unos instantes. El sueño le pesaba en los párpados. Miró el reloj. Marcaba poco más de las once. Aún tenía tiempo.

Un sol suave y tímido se filtraba entre el jirón de nubes desgajadas que transitaban por el cielo. Apenas calentaba, pero su aliento sobre la tierra húmeda contribuía a crear una atmósfera mágica, irreal, que envolvía el campanario en un halo fantasmagórico. El tiempo parecía haberse detenido en esa diminuta localidad, en la que apenas se distinguían vestigios de vida cotidiana; sólo algunos coches diseminados junto a las casas, y alguna silueta furtiva, evanescente, que desaparecía antes de que la mirada pudiera enfocarla con nitidez.

La voz de Nick Drake sonaba melancólica en el reproductor del vehículo. Cantaba con la serenidad mórbida del mármol, y resultaba tan próxima, que Julia se sentía desnuda al enfrentarla, y tan distante, a la vez, que la entendía como el lamento de un ser amado despidiéndose a lo lejos. La periodista había conseguido los tres únicos discos oficiales de Drake pocos días atrás, cuando Roger Alton, el editor de The Guardian, la llamó a su despacho.

–¿En qué andas, Julia? –le preguntó sin preámbulo así la tuvo delante, sin apartar la mirada de una prueba impresa de la portada del periódico del día siguiente.

–¿Eh? ¡Estoy con la agenda cultural para el suplemento del sábado! –recordó haber contestado–. Decidiendo qué incluir y qué no. Es muy abultada.

–Bueno, está bien, escucha: deja eso en manos de Matthew. Tengo algo más importante para ti… –anunció levantado finalmente la vista.

–Tú dirás…

–Nick Drake, ¿sabes de quién hablo?

–¿Nick Drake? No…

–¿Ni la más mínima idea?

–Pues no sé, Roger. Su nombre me resulta familiar, pero poco más… –adujo con una mueca de impotencia en la comisura de sus labios.

–Lo suponía. Es normal. Eres muy joven. Seguramente no has vivido ni de prestado los setenta. Nick era un cantante, un compositor. Dentro de unos días se cumplirán treinta y cinco años de su muerte –explicó entonces Alton. Se quitó las gafas, que parecían quevedos, y durante unos segundos procedió a limpiarlas con un pañuelo de tela.

–¿Y qué pasa con ese Nick Drake? –husmeó la periodista.

–Lo que pasa con él es que fue uno de los artistas más excepcionales que ha dado este país. Un joven que murió, o tal vez se suicidó, pues eso nunca se sabrá, a los veintiséis años, en el camino de ladrillos amarillos que lleva al éxito. Un olvidado, un verdadero desconocido para el gran público, un bello perdedor al que el tiempo y el culto de unos pocos han convertido en leyenda.

Ante la mirada de incredulidad que asomó en los ojos de Julia, Alton no dudó en apostillar…

–¿Conoces a Van Morrison, a Tom Waits, a John Martyn o a Leonard Cohen? ¡Pues cualquiera de los discos de Nick contiene más poesía y más belleza que los de todos ellos juntos! ¡Nick era William Blake hecho música, John Keats, Hölderlin, Rimbaud!

–Entiendo… –musitó–. ¿Y qué quieres que haga?

–He conseguido que el único miembro vivo de la familia de Nick, la actriz Gabrielle Drake, acceda a hablar en exclusiva para The Guardian. Seguramente recordarás a Gabrielle Drake, ¿no?

Julia asintió como una autómata. Gabrielle Drake era un rostro familiar del teatro y la televisión británica. Como actriz se había especializado en Shakespeare, pero sus cualidades y la belleza de su rostro la habían llevado a la pequeña pantalla en numerosas series, desde Los Vengadores hasta El Santo, e incluso a compartir papeles estelares en el cine, junto a Peter Sellers.

–Sí. La recuerdo perfectamente. Creo que está medio retirada, aunque actúa de tarde en tarde.

–Exacto. Ella te esperará en Tanworth-in-Arden, la próxima semana. Documéntate bien sobre la vida de Nick y… ¡ah, sí, escucha sus tres discos! ¡Escúchalos hasta metértelos en el alma, si no lo haces no harás una buena entrevista! ¡Cómpralos y pasa la nota a administración!

Sentada en la desierta calle de la iglesia de Tanworth-in-Arden, Julia recordó que el encargo de Alton le había sentado como un jarro de agua fría. Se vio obligada a dejar de lado dos largos artículos en los que llevaba semanas trabajando y a investigar en la vida de Nick Drake. Preguntó a todos sus amigos, intentando comprobar hasta que punto el cantante era conocido, y sólo unos pocos recordaron haber escuchado alguna de sus canciones o pudieron aportar alguna vaga referencia.

–¿Nick Drake? ¡Sí, claro, el cantante de Volkswagen! –exclamó Mark, su compañero de piso, chasqueando los dedos cuando ella le interpeló al respecto.

–¿Qué es Volkswagen?

–¡Por Dios, Julia, la marca de coches alemana! ¡Utilizaron una canción preciosa, sublime, en uno de sus anuncios! –rememoró ufano–. Creo que el tema se llamaba Pink Moon. Era de Nick Drake. Estoy seguro.

A Julia no le costó hallar abundante información sobre el malogrado artista. Vivió y murió esperando el éxito, consciente de que su música era extraordinaria, creyendo en que algún milagro lograría que el gran público reparara en él; hallando consuelo en la lectura y refugio en su casa familiar; sin recursos económicos, sin poder siquiera comprarse un par de zapatos nuevos. La periodista halló una frase que describía perfectamente su porte, dignamente triste: “La primera impresión que uno tenía de Nick era su increíble elegancia. Sólo algo más tarde reparabas en sus trotados zapatos de cordones y en su chaqueta desgastada.”. Las fotografías que localizó en Internet refrendaban esa descripción. Aparecía con su guitarra, caminando solo por algún sendero del bosque; envuelto en una manta de colores; apoyado contra un muro de ladrillos viendo pasar a un ejecutivo a la carrera; contemplando melancólico el descuidado jardín trasero de una casa vacía. Su rostro era aniñado, puro. Y sus ojos denotaban una timidez que rozaba lo enfermizo. En Nick confluían todos los atributos del genio incomprendido.

Constató que Mark tenía razón: un maldito anuncio de un maldito coche, en el año 2000, había conseguido que los tres discos oficiales que Nick grabó vendieran en semanas lo que no habían vendido en veinticinco años. El poder de la televisión y la reverencia profesada por unos pocos expertos y conocedores le habían aupado al pedestal del mito. Se le idolatraba como al santo patrón de los perdedores, o de los deprimidos. O de las dos cosas a la vez. En los últimos años infinidad de grupos y artistas habían grabado versiones de muchos de sus temas, reconociendo tener con él una deuda que no podía ser pagada en modo alguno.

Para colmo, el despropósito llegaba hasta el punto en que la revista Rolling Stone había incluido sus tres discos en su lista de Los Quinientos Mejores Álbumes de la Historia de la Música.

Y pese a todo, seguía siendo un artista casi anónimo. Un perfecto olvidado.

Al día siguiente, Julia compró dos de sus grabaciones en una tienda del centro de Londres: Five Leaves Left y Brighter Layter, trabajos publicados en 1969 y 1970 respectivamente. Pink Moon, editado en 1972, estaba agotado, pero no tardó en localizarlo en un puñado de páginas de tema musical en la red. Lo descargó con buena calidad al segundo intento. Y acabó pasando las tres grabaciones a su pequeño reproductor digital.

Esa noche, recogida como un ovillo bajo la manta, la voz de Nick la alcanzó como una bendición. Era un pozo de agua fresca en medio del desierto; agridulce, aterciopelada, susurrante. Una voz que articulaba historias sencillas, relatos de amor desnudo, búsqueda errante y reencuentro ocasional, con la naturaleza como telón de fondo y metáfora perpetua. Esa voz estaba impregnada en la incurable ponzoña de una añoranza otoñal, y se movía con elegante resignación por un mundo de nadie, de ninguno, de nada.

Julia Walberg acabó durmiéndose entre lágrimas cuando el día despuntaba. El viaje emocional la había conducido hasta el mismo borde del delirio. Jamás había escuchado nada tan bello, tan devastador, tan auténtico. De haber tenido a Nick a su lado, físicamente, hubiera besado hasta la última de sus heridas. Intuyó que alguien así no debió ser feliz nunca.

Por todo eso, cuando las agujas del reloj de la torre rozaban las doce, estaba allí, en Tanworth-in-Arden, dispuesta a traspasar la periferia del mito y llegar hasta el corazón del ángel caído.

Encendió un cigarrillo y se dejó mecer por las canciones de Pink Moon. Nick las había grabado en unas pocas horas, repartidas en dos noches, armado únicamente con su guitarra y su voz. Treinta minutos escasos de música, que, según la historia oficial, él mismo depositó en el mostrador de Island Records con una escueta nota: “no tengo nada más que decir”.

Distinguió a Gabrielle Drake. La mujer llegaba a paso ligero, cerrando el cuello de su abrigo, con un bolso colgando al hombro y un ramillete de flores silvestres en la mano. Seguía siendo muy bella, a pesar de que sobrepasaba los sesenta de largo.

Bajó del coche y caminó decidida a su encuentro.

–¿Gabrielle? ¡Buenos días, soy Julia Walberg, de The Guardian! –anunció tendiéndole la mano–. Le agradezco que me dedique un poco de su tiempo. Y la felicito por su trabajo. La vi hace años, en La importancia de llamarse Ernesto, de Wilde. Su interpretación era magnífica.

–Buenos días, encantada… ¡Sí, qué tiempos aquellos, ya no se representan obras tan buenas! ¡Tremenda humedad! ¿no? ¡Me sienta fatal, tengo un poco de artrosis en la rodilla derecha! –repuso ella–. ¿Ha desayunado?

–Sí. He parado por el camino…

–Bueno, luego tomaremos un té y comeremos algo. Ya que estamos aquí acerquémonos hasta el cementerio. Está al otro lado de la iglesia –propuso.

Pasearon hasta el pequeño camposanto de Tanworth-in-Arden, arbolado y umbrío. Docenas de pequeñas lápidas y cruces maltratadas por el viento emergían en medio de un tapiz de hojas amarillentas. La tumba de Nick estaba al pie de un recio árbol, rodeada de algunas macetas despobladas. Julia clavó la mirada en el epitafio cincelado: “Ahora nos alzamos y estamos en todas partes”

Gabrielle depositó las flores y se retrajo en actitud contrita. La periodista reparó en que alrededor de la estela, diseminados por el suelo, aparecían numerosos libritos de papel de fumar. Extrañada, le preguntó el motivo a Gabrielle.

–La gente viene hasta Tanworth-in-Arden para visitar la tumba de Nick. Y le traen papel de liar para que pueda seguir fumando hierba en la otra vida –explicó divertida–. Recuerde: bautizó su primer disco con el título Quedan cinco hojas. Nick siempre estaba pendiente a ese respecto. Fumar le tranquilizaba, y le ayudaba a dormir. Padeció insomnio casi toda su vida.

–¿Fue un ser muy solitario, verdad?

–Sí, la soledad era su estado natural. Además no tuvo que esforzarse mucho en ese sentido. Era extraordinariamente tímido. Sus relaciones siempre eran de una en una. Aborrecía el tumulto. Le contaré algo, algo muy significativo.

–¿Sí?

–El día en que le enterramos, hace casi treinta y cinco años, vinieron muchos de sus amigos. Es falso que Nick no los tuviera. Una parte de él era social. Cuando la depresión no le sacudía, hablaba con la gente, sonreía, era incluso afable, tierno –Gabrielle hizo una breve e intensa pausa, parecía estar sepultando sus emociones cuello abajo–. Le decía que ese día, aquí, muchas de sus amistades se conocieron. Se vieron por primera y última vez. Sabían los unos de los otros, pero Nick nunca los había reunido a todos, jamás lo hizo…

–Entiendo.

–Nick era evanescente, de los que pisan suave y pueden caminar sobre hojas secas sin quebrarlas. Aquí pasó su infancia cuando mi padre finalizó su trabajo en Rangún, en Birmania. Nick nació allí. Yo nací en Lahore, en la India. Después nos instalamos todos en Tanworth-in-Arden.

–He leído sobre esos años. Estudió en la escuela pública y en Aix-Marseille, en Francia, y se matriculó, más tarde, en Literatura Inglesa en Cambridge. Nueve meses antes de acabar la carrera, lo dejó todo por la música.

–Sí, para entonces ya había comprado su primera guitarra acústica. Le costó 13 libras. Pasaba los días buscando afinaciones especiales. Tocaba también el piano, el clarinete y el saxofón con un grupo que formó junto a varios amigos. Después todo fue muy rápido. Antes de ingresar en Cambridge, viajó a Marruecos. Ya sabe, la mejor hierba se cultiva allí, o se cultivaba, pues yo de eso no entiendo mucho…

Julia y Gabrielle rieron de buen grado durante unos segundos.

–A su regreso se instaló en mi piso, en Londres, en el barrio de Hampstead, y comenzó a frecuentar clubs de jazz y folk. Una noche conoció a Ashley Hutchings, el bajista de Fairport Convention. Cuando éste escuchó las cintas que Nick había grabado quedó profundamente impresionado. Le presentó a Joe Boyd, una leyenda en el ámbito musical. Joe tenía una productora que había lanzado a gente como Fairport, John Martyn o The Incredible String Band. En esos días Joe Boyd estaba vinculado por contrato a Island, la discográfica de moda. Y es así como Nick llegó al sello.

–Y grabó esa preciosidad que es Five Leaves Left

–Sí. Aún después de tantos años me cuesta escucharlo… –murmuró Gabrielle.

–Y vendió muy pocas copias –puntualizó Julia.

–Muy pocas, a pesar del entusiasmo de Joe Boyd con el trabajo y la fascinación de Chris Blackwell, el director de Island. Ese hombre le apoyó muchísimo. Siempre supo que el trabajo de Nick era una verdadera obra de arte. El caso es que no tuvo repercusión. Y en ese punto tuvo mucho que ver el carácter de Nick. No quería conceder entrevistas. De hecho, en su corta carrera apenas habló con los periodistas. Tampoco actuaba en directo. Sentía una especie de pánico escénico.

–Después completó Bryter Layter, un segundo álbum mucho más, no sé… ¿alegre, feliz?

–Sí. La producción de Boyd, la presencia de más instrumentos arropando su voz y los arreglos de cuerda contribuyeron a dar forma a un disco más optimista, menos marcado por lo que yo llamo la depresión aristocrática de mi hermano.

Julia no consiguió captar el sutil significado de las palabras de Gabrielle. Ella reparó en su desconcierto.

­–La depresión de Nick era aristocrática. Era inglés hasta la médula –apuntó–. En cierta ocasión llegó a discutir con John Martyn, el guitarrista y compositor escocés. John era pupilo de Boyd y artista de Island, y admiraba profundamente lo que Nick hacía. Mi hermano le recriminó que en sus últimos trabajos estuviera inclinándose hacia lo comercial. Le tildó de insincero. Y todos sabemos que la obra de Martyn es de extraordinaria calidad, incluso en sus discos más accesibles. John le dijo que prefería vender discos y que su música llegara a la gente, al contrario de lo que le ocurría a él. Le espetó que todo lo que hacía caía invariablemente en un abismo de olvido. Eso enfureció a Nick. Dejaron de hablarse.

–Entiendo lo que quiere decir. Es una actitud muy nuestra: yo con mi desesperación, hasta el final, pero sin concesiones.

–Sí, algo así. Cuando Bryter Layter tampoco vendió, la depresión se convirtió en eterna compañera de Nick. Desaparecía durante semanas, sin que nadie supiera dónde estaba. Subsistía con una poquísimas libras que Island le mandaba cada mes. Pasó por tratamientos psiquíatricos. Le prescribieron antidepresivos. En esa época una de sus amigas, Sophia Ryde, le ayudó cuanto pudo. Se instaló en su apartamento. Algunas noches, cuando regresaba a casa, le encontraba sentado en la más absoluta oscuridad. Apenas hablaba…

–Y llegamos a ese capítulo final, a ese magistral testamento que es Pink Moon

–Posiblemente el disco más emotivo, tremendo, desnudo y bello de la historia de la música. Sí. Nick le dijo a Blackwell que quería grabar un nuevo álbum y volverlo a intentar. Chris le cedió un apartamento que tenía en la costa española y él se encerró unas semanas allí. Regresó con la maqueta de once canciones cortas. La mayoría no llegan a los tres minutos. No quiso añadir ni un solo arreglo, ni instrumentación. Sólo él, con su voz y guitarra, y un discreto piano en la canción que bautiza al disco.

–Una vez finalizadas las sesiones dejó la cinta en la recepción de Island, sin previo aviso, conozco esa anécdota. Escuche, Gabrielle, usted sabe que son muchos los que creen que Nick se suicidó. Perdóneme por ahondar en ese desagradable punto, pero…

–Nunca creímos que se hubiera suicidado. Tras Pink Moon pasó por el hospital y siguió tratamiento psiquiátrico durante bastantes semanas. Al salir, vagó como un fantasma. De vez en cuando visitaba a John Wood, que era el ingeniero de sonido de sus discos, y a la esposa de éste, Sheila. Una noche, ella, cansada de verle en ese estado deplorable le increpó. Le preguntó directamente por qué no optaba por suicidarse. Nick le contestó diciendo que esa opción le parecía pura cobardía y que, además, no tenía el valor suficiente como para intentarlo.

–Entiendo…

–De este modo llegó hasta sus últimos días. Un tiempo lleno de altibajos, de momentos felices, escasos y fugaces, y ánimo quebrado. Grabó algunas maquetas. Le pidió a Joe Boyd que le consiguiera un poco de dinero. Vivía refugiado aquí, en Tanworth-in-Arden. El 25 de noviembre de 1974, hacia media mañana, mi madre fue a despertarlo. Estaba muerto. Con uno de los Conciertos de Brandenburgo en el tocadiscos y El Mito de Sísifo, de Albert Camus en la mesilla.

–Esa obra es casi un alegato sobre el suicidio; como mínimo una alegoría acerca del destino absurdo del hombre, consumiendo su vida en una tarea ingrata y estéril.

–El médico, Julia, dictaminó que se había suicidado, tomando una sobredosis de los somníferos que utilizaba para poder dormir, pero como le he dicho, nosotros jamás lo creímos. Fue un terrible y desgraciado accidente. El suicidio representaba una realidad infinitamente más dura que preferimos desechar desde el principio.

Se quedaron las dos en silencio. Una súbita ráfaga de viento arrastró las hojas del camposanto. Se arremolinaron en torno a la lápida de Nick.

Gabrielle propuso entonces proseguir la conversación compartiendo un desayuno. A media tarde, la periodista regresó a Londres.

Esa noche, en la soledad de su mesa de trabajo, Julia revisó toda la información reunida. Pensó en que ese sería, sin lugar a dudas, uno de sus mejores artículos. Tenía todos los ingredientes humanos que una buena historia requiere. Mientras sonaba la música agridulce del cantante, logró verle como a Sísifo, cegado y castigado por los dioses, condenado a empujar eternamente una gigantesca piedra, desde lo hondo del valle hasta la cima de la montaña; piedra que, tras un instante de equilibrio en la cúspide –metáfora de la felicidad fugaz–, volvía a rodar ladera abajo, en un eterno retorno angustioso. Así era la vida. Para todos. O para casi todos.

Un absurdo que Nick, de algún modo, se negó a perpetuar.

En su caso, tras haber aupado hasta lo alto del cielo nocturno la más bella luna rosa jamás pintada, se aseguró bien de que no pudiera desplomarse.

Y una vez hecho eso, se marchó en silencio. 

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