«Bendito seas Rey del Universo que nos diste vida, nos sostuviste y nos permitiste llegar a este momento.»
Cuando se acercan las fechas navideñas es normal ir por la calle y escuchar a las madres decirle a los niños pequeños: “Mira que los Reyes te están viendo portarte mal… a ver si te van a traer carbón” o hablar con alguna conocida y que te diga: “Está tan acelerado con los Reyes que ya no sé qué hacer, va nervioso perdido”. Luego, no sé si por suerte, el carbón se queda en azúcar, pero siempre acompañado de juguetes, casi siempre más de los que un niño puede utilizar. Siempre digo que no he de ser yo quien critique el «regalismo» del día de Reyes y el consabido escenario de miles de envoltorios y cajas vacías con que amanece cada 7 de enero. Hace años que lo observo con interés, pero como es natural cada familia puede hacer lo que crea conveniente y, además, como no me canso de pontificar en casa, lo que hagan los padres de los demás me trae bastante sin cuidado. Tampoco se me ocurre ir interrogando ni a niños ni a mayores sobre los regalos que han recibido o van a recibir, primero porque no me importa, y segundo porque es de mala educación.
Dicho esto, os cuento una charla habitual entre algún vecino o conocido y mis hijos en la calle.
—¡Hola! ¿Qué tal? ¡Mira qué grande que estás! Feliz año… ¿te has portado bien? Ojo, que ya vienen los Reyes.
Los críos, invariablemente, me miran con cara de: ¿Otra vez?, ¿en serio?
Yo:
—Sí. Muy bien. Pero ellos no tienen Reyes aunque se porten bien.
—¿Cómo es eso? ¡Pobrets!
Yo:
—No. Pobrets, no. Yo nunca he tenido Reyes y aquí me ve usted, tan ancha.
—Pero… ¿por qué? ¡No pasa nada por unos regalos, no les mates la ilusión!
Los niños ya se ponen a jugar a nuestro alrededor mientras mantengo una charla que se saben de memoria.
—No tienen Reyes porque soy judía, y nunca he celebrado el día de Reyes, porque los judíos no creemos en los Reyes Magos ni celebramos la Navidad.
Cara de sorpresa. Siempre la misma.
—¡Ah! ¿Pero… entonces no celebras nada?
Alguna vez ante la pregunta yo añadía, para mis adentros, un “No, ni bebo sangre de niño…”. Y, por cierto, no somos los únicos no navideños, como muchos de ustedes sabrán. Recuerdo que en el año 2000, a comienzos de la «segunda intifada», el diario El País hizo una de sus clásicas campañas para justificar el terrorismo palestino. Se les ocurrió la brillante idea de sacar un anuncio a página completa en el diario, compadeciendo a los pobrecitos niños palestinos que, por culpa de los judíos malvados, no iban a tener regalos de Reyes. Algunos de esos niños sí que son dignos de compasión porque tristemente crecen con las cabezas llenas de odio, con nulo respeto a la vida propia y ajena; los fondos destinados a su educación y bienestar con frecuencia se utilizan para la destrucción del vecino, y las criaturas han llegado a ser usadas como escudos humanos o enviados a lanzar piedras… ¡Pero por el amor de Dios! Si vas a hablar de niños musulmanes y a mentir no estropees las fake news, y apréndete que no celebran el día de Reyes aunque no lo enseñen en la facultad de periodismo. La ignorancia no es exclusiva de quien no ha estudiado.
Durante ese tipo de conversaciones coloquiales yo sabía que debía de ser paciente. Ya tenía asumido que el judío era un ser que podía estar en la memoria colectiva de España, pero sabía que entre los nacidos en los últimos 80 años era más que probable que muchos nunca hubiesen visto uno, y de pronto podía ser impresionante toparse con una mujer judía con dos niños… Y encima privados del día de Reyes.
«No haber visto un judío en toda la vida tampoco es mejor ni peor; simplemente es que no los había o que no se iban «anunciando», el trabajo de que no estuviésemos aquí se hizo y se hizo bien.»
Es cierto que muchas personas sí han conocido a personas judías e incluso compartieron muchas y desafortunadas circunstancias con ellas. También tengo claro que quien haya abierto hoy este enlace seguramente tenga algo más de curiosidad por saber y por entender que muchos de los transeúntes a quien he dado explicaciones durante la infancia de mis hijos. No haber visto un judío en toda la vida tampoco es mejor ni peor; simplemente es que no los había o que no se iban «anunciando», el trabajo de que no estuviésemos aquí se hizo y se hizo bien.
Con el paso de los años los niños se hicieron mayores y cuando hablaban con gente que no era cercana optaban por seguir la corriente para acabar antes, y yo confieso que dar esta clase de informaciones era un esfuerzo pedagógico que hacía más por ellos que por el interlocutor. Mis hijos y yo, por supuesto, compartimos la mesa Navideña con la familia paterna de la que somos parte, y además lo hacemos con mucho gusto. El esfuerzo de explicarles quiénes son y de dónde vienen y transmitirles las vivencias y tradiciones de mis ancestros resulta enriquecedor, y se ha hecho también bajo la premisa de “has de saber muy bien quién eres, porque si no lo sabes y no lo asumes puede ser que alguien venga a recordártelo…”.
Pero sigo…
Alguno de los interlocutores, en el ambiente escolar o en el barrio, había oído hablar sobre Janucá, la fiesta de las luminarias. Yo les explicaba que Janucá puede coincidir en el tiempo con las fiestas navideñas, cuando encendemos velitas y a los niños se les dan regalos. No siempre coincide exactamente, porque el calendario hebreo es solar y lunar, tiene años bisiestos, con un mes entero que se repite, y no va a la par con el Calendario Gregoriano. Pero sobre todo, y eso es importante entenderlo, Janucá no es la Navidad de los Judíos. No es un “algo” que celebramos en vez de la Navidad.
«Pero sobre todo, y eso es importante entenderlo, Janucá no es la Navidad de los Judíos. No es un “algo” que celebramos en vez de la Navidad.»
En Janucá se celebra y conmemora la reinauguración del templo que había sido profanado por los soldados de Antíoco IV, y su recuperación a manos de los Macabeos. Cuenta la historia, o la leyenda, que los macabeos encontraron en el templo una lámpara de 7 brazos, con aceite para dar luz un día, y que ésta duró 8 días, el tiempo necesario para volver a producir aceite para iluminar el templo. Se habla, por tanto, del milagro de la luz. Con los años, más allá de los avatares de la vida, seguimos cuidando esas luces y las encendemos cada año, como señal del fuego que nunca se apaga, que permanece contra todo pronóstico. Durante 8 días se encienden velas, aumentando una cada día hasta que todo el candelabro queda encendido. Bendecimos las velas, el milagro de la luz, y el hecho de haber llegado hasta este día y este lugar.
Cuando mis hijos eran pequeños solíamos hacer una pequeña celebración en la cocina de nuestra casa, en Barcelona, solo iluminados con la luz de las velas; buscaban algún regalo escondido, que había aparecido por la casa; cantábamos, comíamos, llamábamos a mi abuela y la saludaban, allá, a lo lejos, en México, con sus voces de niñitos. Ahora seguimos haciéndolo en Zaragoza, nuestro hogar, con la abuela en el recuerdo, yo cantando y un par de adolescentes que refunfuñan por ello. Así es la vida…
Su yaya en Zaragoza alguna vez compartió con ellos el encendido de las velas. Veníamos a visitarla los últimos días del año, y si tocaba encender velas se encendían con ella, y luego despedíamos el año todos juntos. Yo he vivido rodeada de Navidad toda la vida, me gustan los alumbrados navideños y me sabe fatal cuando son feos o pobres. Mis padres, lo recuerdo, nos llevaban a la Alameda, en la Ciudad de México, a ver las lucecitas y los “Santacloses” que yo ya sabía que no me iban a traer nada. Mi padre se comía todas las golosinas que encontraba en la plaza y nos divertíamos todos. El ambiente de nuestras ciudades ha sido siempre parte de nuestras vidas.
Hoy comienza un nuevo año.
Os deseo, conciudadanos españoles, un año de paz, prosperidad, democracia y suerte, que nos va a hacer falta.
Agradezco sinceramente la hora de estar aquí y entre vosotros.
“Bendito seas Rey del Universo que nos diste vida, nos sostuviste y nos permitiste llegar a este momento.”
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