Il banchetto

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Il Banchetto-interior

Un banquete en la Florencia renacentista, como los que ofrecían los Médicis en los días de Cosme «il Vecchio», y también en los días de su nieto, Lorenzo «el Magnífico», reunía a mecenas, artistas, nobles, responsables de gremios y cofradías y visitantes ilustres. Entre suculentas viandas, música y discusiones políticas, no solían faltar un final aterrador e inesperado… 


El texto que ofrecemos a los lectores de Ataraxia Magazine en exclusiva es un capítulo de la novela histórica «Las Puertas del Paraíso» del escritor Julio Murillo (MR-Planeta, 2006)


uva-blancaUn buen número de curiosos deambulaba por Vía Larga, a la altura del palacio Médicis, esperando poder presenciar la llegada de los invitados del banquero. La entrada había sido adornada con todo tipo de plantas y flores exóticas, traídas para la ocasión desde los invernaderos de Villa Careggi, en las afueras de Florencia. Se habían dispuesto braseros móviles para iluminar la calle y extendido alfombras rojas a la entrada. El portón de acceso aparecía remarcado por guirnaldas y los ventanales geminados se adornaban con suntuosos tapices. Lucían los criados impecables libreas azules, y rojas los cocheros y caballerizos.

Marsilio, Bernard y Nikos accedieron al cortile de la mansión, un patio de arcadas elegantes al que se abrían los ventanales de las plantas superiores. La luz era azulada y suave y el ambiente fresco. Un mayordomo desbordado intentaba organizar la caótica irrupción de una docena de músicos. Habían descargado sus instrumentos en desorden, como si fueran las baratijas de un buhonero, apoyándolos en las columnas y en el pedestal de la pequeña y maravillosa escultura que se erguía en el centro del lugar.

–¡Hagan el favor de retirarlo todo de inmediato! –ordenó nervioso el senescal. Y a renglón seguido se giró e increpó a un ministril, que se había acodado junto a la figura–: ¡Por el amor de Dios, esa estatua de David es obra de Donatello; si se rompe, no le quepa la menor duda de que el señor hará que le tiren desde la torre del Bargello con su cornamusa!

–¡Vale, vale…! ¿Y dónde se supone que debemos meter todo esto, eh? –indagó el director de la trouppe con mirada abúlica.

–¡En el gran salón del primer piso! –ordenó, señalando la regia escalera–. ¿Pero es necesario que suban todos? ¡Virgen Santísima, van a dejar la alfombra hecha un asco!

El músico se encogió de hombros e hizo una señal al resto. Cargaron todos con la zampoña y el rabel, el órgano portátil y el arpa, los laúdes y panderetas, los trombones y tambores, en medio de un estrépito digno de la mejor de las orquestas, y se perdieron escalinata arriba.

–¡Uf…! Buenas tardes, señorito Ficino…

–Te veo apurado, Anderlino –saludó Marsilio.

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Marsilio Ficino

–¿Apurado? ¡Apurado es poco! –exclamó el mayordomo con cara de circunstancias–. ¡Esta mañana todavía se colgaban cortinas y se cambiaban velones en las lámparas; los centros de las mesas han llegado hace una hora escasa y las cocineras acaban de arruinar los hojaldres de jabalí: aún huele a quemado!

–Bueno, todo saldrá bien, no temas… ¿Dónde está Cósimo?

–El señor está en la biblioteca, con el duque de Anjou.

Una vez en el piso superior, recorrieron un largo pasillo en el que todo relucía. Entre los ventanales, erguidas e impasibles, aferrando mazas, escudos, y largas espadas de doble filo, velaban silenciosas una decena de exquisitas armaduras milanesas, repujadas y ornadas con tanto esmero que harían palidecer a las de la mejor armería del más rico de los monarcas.  

Lo primero que escucharon, así se acercaban al umbral de la biblioteca, fue la risa estrecha y entrecortada de Cósimo.

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Cosimo de Medici

–¿René-essence? ¡Jajaja! ¿René-essence, dices? –farfullaba el banquero en francés, con pésimo acento, ahogado en su propia hilaridad–. ¡Oh, bueno, te concedo ese honor, no lo quiero!. No sé si alguien en el futuro hablará de esta época y de lo que hicimos por los libros; las gentes son ingratas y olvidan fácilmente, ya lo sabes. Pero no seré yo, en cualquier caso, mi querido Renato, el que te niegue esa distinción…

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Renato de Anjou

Cósimo y Renato de Anjou, acompañados por Piero, departían alrededor de una mesa repleta de volúmenes, cómodamente aposentados. El patriarca reparó en la presencia de los recién llegados al instante.

–¡Marsilio, mi buen Marsilio! –exclamó incorporándose–. ¡Ya estás aquí!. Y si no me equivoco… ustedes deben de ser, caballeros, el señor Pikadakis y el señor Villiers.

Renato se puso en pie. Todos se saludaron, intercambiando leves gestos de cortesía. Piero, con la pierna derecha extendida sobre un escabel bajo, recibió al médico con una sonrisa acogedora. Había profunda gratitud en el fondo de su mirada. Parecía sereno y a salvo de la crispada penitencia que su enfermedad suponía.

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Piero de Cósimo de Medici, apodado «il gottoso»

–¡Permitid que un francés os exprese su admiración, maestro Villiers! –anunció Renato para sorpresa del médico–. ¡Por supuesto, extensible también a vos, señor Pekadakis!

–¡Pa-ga-da-kis! –masculló Nikos entre dientes–. Pa-ga-da-kis…

Adelantándose hasta situarse frente a ellos, el duque prodigó un largo abrazo a Bernard y, después, a Nikos. Encaró nuevamente al médico, afianzando sus dedos cortos y carnosos en sus hombros. Se quedó así durante algunos segundos, como si reencontrara a un viejo amigo perdido años atrás en algún recodo del camino.

–No soy consciente, señor, de haber hecho nada digno de encomio, aunque agradezco profundamente el trato que me dispensáis –adujo Bernard, con voz temperada y cálida–. De lo que no me cabe duda alguna es de que, en justicia, debería, a mi vez, expresaros el enorme respeto que siento ante quien tanto ha hecho por Francia. Vuestra épica carga en el sitio de Orleáns, junto a La Doncella, merece ser escrita y recordada por la posteridad.

Así iban brotando las palabras de los labios de Villiers, los ojos de Renato se humedecieron.

–Hice lo que cualquier caballero francés hubiera hecho –contestó, apartando la mirada durante escasos segundos, los suficientes para contener la emoción–. En Orleáns estaban los mejores hijos de Francia. Pero pocos compatriotas pueden proclamar con orgullo haber luchado por la gran Constantinopla como vos y vuestro amigo hicisteis.

Bernard entendió el talante enaltecido de Renato. Y también el caprichoso camino que siguen las noticias en su errático viaje, magnificadas de boca en boca. A pesar de haber transcurrido seis años desde la pérdida de La Ciudad, el orbe cristiano no olvidaba a los heroicos defensores de la vieja Bizancio. Era tanto el prestigio que representaba haber luchado en sus muros, frente a la barahunda otomana, que por doquier se prodigaban falsarios y cantamañanas, arrogándose la gesta, relatando hombradas y proezas, que les aseguraban ser recibidos en cortes y casas nobles, gozando de hospitalidad y prebendas allá donde fueran, a cambio del testimonio de su historia. Esa impostura era algo que Nikos y él, testigos de los últimos días del Imperio romano de Oriente, deploraban en lo más profundo de su fuero interno.

–Yo no luché en Constantinopla, señor… –aseguró Villiers–; soy médico y poco sé de armas. Pero estuvimos allí, y os puedo asegurar que ninguno de nosotros lo olvidará por mucho que lleguemos a vivir. Ojalá la mitad, siquiera un tercio, de los que hoy afirman haber estado allí, hubieran estado de veras: Constantinopla seguiría siendo la primera ciudad de la cristiandad.

–¡Tenemos tiempo, hablaremos de todo, de todo! –aseguró Cósimo, que había seguido con atención y en silencio el diálogo–. Sentaos, os lo ruego. Hace un momento conversábamos sobre libros. Renato siempre demuestra gran celo en copiarlos, recomendarlos o hacerme gastar inmensas fortunas en ellos. Y tanto se complace en esa tarea que no le importaría demasiado ser recordado como uno de los adalides espirituales de estos días. Sugiere que sean recordados por la posteridad como René-essence

Y Cósimo volvió a prorrumpir en risillas.

Marsilio, Bernard y Nikos tomaron asiento. Piero, con gesto expresivo, propuso que las copas fueran llenadas con Chianti. El cretense no dudó ni un instante en aceptar el cargo de copero, escanciando con generosidad.

–Vos no deberíais… –sugirió Bernard, cuando ya el heredero de los Médicis se disponía a llevarse la crátera a los labios–. Hemos hecho algunos progresos, amigo mío, no vale la pena tirar la labor por tierra.

Il Gotoso le miró contrariado.

–¡Qué demonios, tenéis razón! –admitió, chasqueando los labios–. Ya beberé, si no prescribís lo contrario, durante el banquete.

–¿De qué obras hablaban, caballeros? –curioseó Nikos, mirando de hito en hito los libros. Todos estaban lujosamente encuadernados, señal clara de que eran copias recientes, excepto dos de ellos, que el banquero mantenía en su proximidad: el primero parecía simplemente viejo; el segundo, más un destartalado compendio de cuadernillos mal cosidos que un volumen en regla.

–De estos, señor Pikadakis… –contestó Cósimo, dando una palmadita a los tomos–. Uno es un libro extraño, rarísimo; tanto que nadie ha conseguido leerlo por mucho que se haya empeñado. Lo ha traído Renato desde Francia. Vedlo vos mismo… parece escrito en una lengua desconocida.

Nikos hojeó el libraco. No tardó en comprender que el banquero estaba en lo cierto: el texto no estaba escrito en ninguna lengua conocida, ni presente ni pasada. Se diría, a simple vista, que el autor de la misteriosa obra había puesto todo su empeño y obstinación en preservar el contenido, tomándose a tal fin el inmenso trabajo de codificarlo ideando un alfabeto nuevo, armonioso y atractivo a la mirada pero a todas luces impenetrable. Los bloques de letras arropaban a las ilustraciones, en las que aparecían multitud de plantas que al cretense le resultó imposible identificar, y símbolos que apelaban a la iconografía propia de la alquimia.

–Se dice que este libro es obra de Roger Bacon, el gran alquimista… –comentó Renato–. Pero no hay certeza de que eso sea así. Lo único cierto es que ha pasado de mano en mano y que ha sido recibido, en todos los casos, con un entusiasmo sólo comparable a la frustración que supone fracasar ante lo inexpugnable de su clave una y otra vez…

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Roger Bacon

Nikos entregó la obra a Bernard, que dedicó varios minutos a recorrer sus páginas sinceramente intrigado ante volumen tan singular. Jamás había visto nada parecido.

–Es cierto… –adelantó–: se diría que es el trabajo de un alquimista dispuesto a ocultar sus hallazgos a cualquier precio. Algunos de estos grabados recuerdan escalones del proceso, pero sólo vagamente; otros parecen no tener sentido alguno.

Cósimo asintió. Después se dirigió a Nikos.

–¿Diríais ser capaz de descifrar esta obra, señor Pikadakis? –inquirió el banquero, afilando los ojos y escrutándole sin recato–. ¡Tal vez revele el misterio de la Piedra Filosofal! ¡Acaso el elixir de la eterna juventud!

–Bueno. Tal vez. Bernard y yo estamos familiarizados con más de un código secreto, pero esto es distinto a todo lo que conocemos… ¿No crees, francés? –Nikos buscó la opinión de Villiers.

–Sí.

–¿Cómo procederíais a descifrarlo?

–Pues supongo que de la manera tradicional… –aseguró–. El primer paso consiste en relacionar todos los signos utilizados y determinar numéricamente la frecuencia de uso de cada uno. Una vez hecho eso es necesario establecer una relación con las letras más habituales del latín o del griego e intentar establecer equivalencias una a una…

–Entiendo. Eso nos lleva al segundo de los libros… ¿verdad, Marsilio? –Cósimo sonrió, dirigió una rápida mirada al joven, buscando su aquiescencia, y volvió a encarar al cretense–. Sé que no tendréis ningún problema en leer el segundo libro, pues está escrito en griego, en un griego culto y muy antiguo. A Marsilio le cuesta un poco leerlo, pero lo hace. Pero esta segunda obra es un monumento intelectual y espiritual sin parangón que requiere del ojo y del consejo más experto a la hora de traducirlo al latín. Vedlo vos mismo…

El Médicis le acercó el segundo tomo, empujándolo suavemente a lo largo de la mesa. Nikos levantó la gruesa y desvencijada cubierta y buscó los primeros pergaminos. No llevaba sus anteojos consigo y se vio obligado a oscilar adelante y atrás hasta poder enfocar el texto con nitidez. Una expresión de perplejidad inundó su rostro al instante.

–¡Por la Diosa condenada al silencio, por la divina Isis, que es Astarté y es Ceres y es María! –tronó, levantándose con la velocidad del rayo–. ¡Los libros de Hermes, Bernard! ¡Los libros de Hermes Trismegisto!

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Hermes Trismegisto

–Sí, el Corpus Hermeticum de Hermes, Nikos, la Joya entre las joyas –asintió Marsilio.

–¿Cómo los habéis conseguido, señor? –indagó Bernard dirigiéndose a Cósimo.

–Los compré hace un mes. Se presentó una mañana un monje ortodoxo, recién llegado de Macedonia… –explicó–. Los llevaba envueltos en telas. Tan protegidos que pasó el hombre apuros para liberarlos del hatillo. Necesitaba venderlos. Pero pese a lo andrajoso de su porte, que decía bien a las claras que le rugía el estómago, no cedió ni un ápice en el regateo. Me pidió una fortuna por ellos: cien florines de oro.

Nikos se entristeció súbitamente. Podía imaginar el desgarro que para un filósofo supondría separarse de obra tan inmensa: libros que se decía habían sido escritos o revelados por Toth, el divino maestro egipcio al que los griegos denominaban Hermes, el que es tres veces grande, en los remotos días de Moisés. Pero así era el signo de los tiempos que corrían. Y la desgracia de Grecia caminaba impresa en los rostros de sus desterrados hijos, dispersos por toda Europa en una dramática diáspora.

La voz del banquero le rescató de su triste reflexión.

–Decidme, señor Pikadakis: ¿Cuánto tiempo pensáis permanecer en Florencia?

La pregunta sorprendió a Nikos. Se quedó mudo durante unos segundos, abstraído en la contemplación de las páginas, haciendo verdaderos esfuerzos por no romper a llorar como un niño. Finalmente, se encogió de hombros y solicitó el parecer de Bernard.

–Nada nos ata a Florencia. Pero tampoco nada nos reclama en parte alguna… –afirmó el médico–. No habíamos determinado cuánto tiempo permanecer aquí, aunque creo que estos textos merecen, en cualquier caso, posponer los posibles planes futuros, siquiera unas semanas… ¿Qué piensas tú, Nikos?

–Lo mismo.

El banquero parecía satisfecho. Rubricaba con un leve asentir del rostro así veía sus expectativas colmarse. Dedicó una mirada de éxito a Marsilio, cuyo semblante reflejaba similar complacencia.

–Pues si es así, caballero, os invito a que trabajéis las semanas que consideréis necesarias en este libro, ayudando a Marsilio en su lectura y comprensión –propuso–. De paso tendréis oportunidad de intentar haceros con la clave de ese misterioso volumen que ha traído Renato. No es necesario que os diga que mi biblioteca está a vuestra disposición; de igual modo gozaréis, vos y el señor Villiers, de alojamiento y manutención en palacio y os aseguro que no discutiré ni uno de los florines que solicitéis en pago…

Nikos arqueó las cejas. La oferta de Cósimo era generosa. Y la visión de la magnífica biblioteca Médicis, una tentación difícil de resistir.

–Me parece bien. Pero no aceptaré ningún pago por el trabajo. De hecho pagaría yo, de ser preciso, por poder realizarlo; aunque juraría que eso ya lo sabéis… ¿no? –y dedicó al banquero una sonrisa perspicaz.

–Lo suponía, caballero, lo suponía… –confesó Cósimo, ahogando en el último momento una risilla que pugnaba por escapar de sus labios.

Entró en ese momento en la biblioteca Magdalena, el ama de llaves del palacio. Tras dedicar un saludo tímido y cortés a los reunidos se dirigió al patriarca.

–Señor, los primeros invitados desean presentaros sus respetos. Están en el saloncito pequeño. También ha llegado vuestro hijo Carlo, desde Prato. La Contessina os ruega os reunáis con ella para atender a todos debidamente… –anunció a prudente distancia, con mirada remisa y actitud retraída.

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Tessa, «Contessina» di bardi

–Muy bien. Ve y dile a Tessa que dentro de unos minutos estaré con ella.

La mujer se retiró sin dar la espalda, inclinándose ligeramente antes de desaparecer por el corredor.

–Bueno, amigos míos: continuaremos más tarde, durante la velada –decidió Cósimo–. Ahora vayamos a reunirnos con los recién llegados. Vamos, Piero…, deberías hacer un esfuerzo y recibir a tu hermano Carlo. Ha pasado mucho tiempo desde su última visita.

Bernard observó cómo la expresión dulce del rostro de Piero se tornaba, a la mención de ese nombre, adusta. De mala gana se incorporó, ayudado por Renato, y con ánimo taciturno, apoyándose en dos recios bastones, renqueó tras los pasos de su padre.

En una pequeña estancia de la parte posterior del palacio departían en animado compadreo algunos de los invitados de Cósimo. Paolo Uccello, uno de los artistas dilectos de la familia, bromeaba con Benozzo Gozzoli, ante un atento y muy dado a la guasa Michelozzo, artífice del fastuoso palacio.

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Paolo Uccello

–Mi enhorabuena Benozzo… –espetó Uccello, tras apurar hasta el final la copa de vino. Y propinó al joven un par de afectuosas palmadas en la espalda–. ¡Estáis consiguiendo lo que nadie antes había logrado!

Benozzo se quedó in albis, no sabía muy bien a qué se refería el gran pintor. Y lo que en labios de Uccello empezaba siendo halago muy bien podía acabar en sarcasmo o denostación.

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Benozzo Gozzoli

–Conociéndoos como os conozco, señor, no podría asegurar si me estáis augurando un futuro brillante en Florencia o un papel menor en la corte de los Sforza en Milán… –repuso, salpimentando con ingenio la conversación. Sus ojos, saltones, bailaban en sus órbitas sin saber dónde posarse–. Así que me prepararé para cualquier eventualidad.

Michelozzo se echó a reír e intervino.

–No temáis, Benozzo, que hoy Paolo está de excelente humor y tiene la risa floja… –explicó–. Ocurre que nada más llegar hemos visto vuestros progresos en los frescos de la capilla del palacio. Y tanto él como yo hemos coincidido en que…

–¡En que sois el primero en lograr que un tema religioso acabe siendo absolutamente social y profano! –tronó Uccello, al tiempo en que extendía el brazo y reclamaba más vino al copero–. Os veo pintando a todas las grandes familias de Florencia en escenas bíblicas… ¡Os haréis inmensamente rico!

Benozzo entendió al instante el derrotero por el que se movía la chacota de los dos veteranos artistas. Su Cortejo de los Magos se estaba convirtiendo, así pasaban los días, en una multitudinaria procesión de miembros de la familia Médicis; emperadores y patriarcas griegos; amigos ilustres y allegados. Tantos se habían sumado a la cabalgata, por deseo expreso de Cósimo, que hasta él, aprovechando un hueco de mal llenar, había plasmado su rostro en el fresco. Rezó para que Uccello y Michelozzo no hubieran reparado en el detalle.

–¡Ya lo veo, lo puedo ver! ¡Los Petrucci, compungidos, en el Calvario! Esos pagarían bien, son muy devotos… –comenzó a enumerar el arquitecto deshaciéndose en risas–. ¡Y los Barbadorus, completamente borrachos, en las bodas de Canaa!

–¿Qué me dices de los Strozzi, sacando barriga de mal año, en la Última Cena? –apostilló Uccello, echando más leña al fuego.

Bernard y Nikos, desde una posición retraída, seguían divertidos, y a un tiempo perplejos, la broma. Entendían lo coloquial y desvergonzado de la chirigota pero les resultaba extraño que los artistas se mofaran tan abiertamente de quienes les pagaban pequeñas fortunas por llevar a cabo sus proyectos. Pero ninguno de ellos variaría un ápice ni el tono ni el planteamiento cuando Cósimo y Carlo Médicis se unieron a la conversación poco después.

–¿En qué batallas andáis maese Uccello? –se interesó Cósimo–. Tal vez tenga algo importante para vos en los próximos meses…

–¿Acaso otra versión múltiple de alguna batalla célebre? –aventuró el pintor, contrayendo el rostro hasta reflejar infinito terror–. ¡Ah, no, no, gracias Cósimo! ¡Con las variaciones sobre la Batalla de San Romano he tenido suficiente, mirad hacia otro lado, os lo suplico! ¿Queréis saber qué estoy pintando ahora? ¡Muy sencillo: un San Jorge con dragón! ¡Y si mucho me apuráis elimino al dragón y Santas Pascuas!

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Michelozzo

–Tampoco me miréis a mí… –escabulló Michelozzo–. Construir vuestro palacio me ha supuesto un montón de canas nuevas. Desde hoy sólo pienso edificar cabañas para pastores.

Cósimo y Carlo rieron de buen grado. Bernard se quedó durante unos segundos observando la fisonomía del hijo menor de Cósimo. No se parecía en absoluto a Piero Il Gotoso. Y tampoco a Giovanni, el mediano –al que el patriarca había mandado a Brujas a iniciarse en el arte de los negocios de la mano de Tommaso Portinari, su hombre de confianza–, cuyas facciones había podido ver el médico en un fresco que iluminaba una de las paredes de la biblioteca. Carlo, a diferencia de sus dos hermanos, era de pelo castaño, rostro redondo y lustroso y escasa estatura. Vestía una sencilla sotana.

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Donatello

En los siguientes minutos otros comensales fueron sumándose a los ya reunidos. Hicieron su entrada Mauro Manetti, amigo íntimo del banquero y su mejor valedor en la Signoria, donde detentaba el cargo de adjunto del Gonfalonier de Justicia; Francesco Ingherami y su esposa; el gran Donatello, ágil y vivaz pese a sus setenta y tres años –de hecho, el escultor no dejaría de alardear al respecto, una y otra vez, burlándose de los achaques de reuma de Michelozzo, al que le unía una profunda y vieja amistad ya que los dos habían sido discípulos del inolvidable Ghiberti–; y, finalmente, cuando ya todos hubieran jurado que nadie faltaba y comenzaban a reclamar comida, sobre la que seguir vertiendo jarras de vino, apareció el arzobispo de Florencia, Antonino. Llegó compungido, excusándose por el retraso.

A Bernard se le iluminó el rostro. Recordó el agradable encuentro y la conversación mantenida con él días atrás, en el claustro del convento de San Marcos.

–Creo que esta noche, padre, vais a necesitar ayuda… –susurró a sus espaldas.

Antonino se giró y le reconoció.

–¿Eh…, hola,Villiers, verdad? –sonrió–. ¿Ayuda, decís?

–Sí, ayuda: entre banqueros, políticos, nobles y miembros del Arte de la Lana os van a faltar manos para estirar tanta oreja… –bromeó el médico–. Contad conmigo llegado el momento.

Anderlino, el senescal, anunció, con la debida pompa y circunstancia, que todo estaba dispuesto. Y Cósimo, exultante, invitó a todos a dirigirse al gran salón de palacio, que ocupaba una de las estancias principales asomadas a Vía Larga. La entrada de los comensales coincidió con las primeras dulces y sincopadas notas de Sento d´amor la fiamma, una popular melodía de Lorenzo da Firenze, cantada a tres voces.

Nikos y Bernard intercambiaron una mirada de asombro ante la magnificencia del lugar. Colgaban del techo cuatro grandes lámparas circulares, de bronce, adornadas por vetas de plata, en las que ardían docenas de velones perfumados. Las paredes, decoradas por delicadas pinturas al fresco, recreaban una maravillosa balaustrada asomada a un jardín idílico, salpicado por fuentes, glorietas, avenidas, estatuas y pájaros exóticos. Michelozzo sonreía satisfecho. El palacio que había construido para Cósimo, pese a la apariencia sobria que el banquero exigió desde el primer momento, y que él había mantenido contra viento y marea, era digno de un césar.

–¡Prego, prego, caballeros, tomen asiento! –invitó Cósimo–. Eso sí: los artistas todos juntos y lo más lejos posible de las damas. Estoy seguro de que se pondrán, como de costumbre, a discutir de perspectiva, puntos de fuga y todas esas cosas que hacen bostezar a las señoras… ¡y también a mí!

Entre risas, todos se acomodaron en la parte exterior de las tres largas mesas situadas frente a la chimenea central. La parte interior quedaba reservada al servicio, que de inmediato comenzó a desfilar portando grandes bandejas repletas de caprichosos y suculentos manjares.

–Viendo lo que veo, Marsilio… –comentó Nikos entre dientes, con absoluta fruición, echando mano a unos pastelillos de pasta rellenos de capón y acelgas con parmesano, panceta y jengibre–, me parece que iniciarte en los principios herméticos y en la obra de Trismegisto me ocupará, más que semanas, varios meses.

Bernard y Marsilio sonrieron ante la declaración. Estaban situados en una de las mesas laterales, con financieros y miembros de los gremios de la ciudad a un lado y al otro. La principal estaba ocupada por Cósimo y Tessa –cuya elegancia fría y distante llamó poderosamente la atención del francés–; por Piero y su esposa, Lucrecia Tornabuoni, mujer de extraordinaria belleza pero de escasas palabras, ya que el cielo la había dotado de una voz nasal sumamente desagradable, sólo comparable a un instrumento de viento mal temperado. Renato de Anjou y la adorable Jeanne de Laval, Carlo Médicis, Antonino y Mauro Manetti ocupaban los extremos.

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Lucrecia Tornabuoni

Desde la puerta del saloncito contiguo, utilizado por la servidumbre para el trasiego de platos, Magdalena clavaba sus ojos en esa mesa presidencial.

–¡Vamos, mujer, hazte a un lado! –gruñó Zita malhumorada, tratando de esquivarla–. ¡Me harás tropezar, maldita sea: saca tu culo de la puerta!

–¿Le has visto, Zita? –suspiró desconsolada el ama de llaves–. ¡Mírale, está guapísimo! ¿Verdad que le sienta bien el hábito?

–¡Bah, parece un enterrador, déjame pasar! –y la obligó a hacerse a un lado con un brusco golpe de cadera.

Magdalena repitió la pregunta a Cristina, que venía detrás, portando varios platos de perdices escabechadas.

–¡Escucha, si no te olvidas de Carlo, lograrás que todas acabemos locas de remate por tu culpa! –recriminó en tono desabrido.

–¿Cómo puedo olvidarlo, dime, cómo? –adujo lastimera.

–¡Vosotras dos, basta de cháchara! –interrumpió Domenico, el encargado de abastos, que se había plantado a sus espaldas sin que ninguna hubiera advertido su presencia–. Y tú, Cristina, vamos, que esas perdices se están enfriando…

Hasta bien entrada la madrugada, una interminable sucesión de viandas y postres fue servida y corrió el chianti con generosidad, refrescando gaznates y achispando el ingenio de unos y otros. A petición de todos, se levantó Renato, ante el sonrojo de Jean de Laval, y declamó no menos de veinte rimas de su interminable poema amoroso; contaron los laneros chascarrillos que causaban furor entre cardadoras e hilanderas y hasta el imperturbable Donatello, cuyo rostro noble y grave recordaba al del mismísimo Julio César, dedicó piropos y elogios subidos de tono a las damas presentes, asegurando que con los rasgos de todas ellas se podría cincelar la más sublime de las esculturas. Debería ser la nariz –precisó–, la de Jean de Laval; el cuello y la frente, de Lucrecia Tornabuoni; los ojos y labios, los de Tessa di Bardi. Y cuando vio que los presentes asentían, entre risas y palmas, propuso el artista realizar la obra por la módica suma de mil florines de oro; cifra que a las damas pareció más que razonable, una bagatela, y a Cósimo, una auténtica salvajada.

Y en todo ese tiempo feliz, suspendido y sin límite, la orquesta siguió tocando madrigales y tonadas que todos conocían bien. Escucharon, con arrobo y admiración, la bellísima De poni amor a me, de Gherardello, y la inolvidable Fenice fù de Jacopo da Bologna, que inflamaba el corazón de las mujeres y humedecía los ojos de los caballeros menos emotivos.

Entonces, súbitamente, ocurrió.

Sonó una nota estridente, aguda, metálica, que hizo que todos volvieran el rostro hacia los ministriles, extrañados ante disonancia tan hiriente. Pero los músicos, perplejos, miraban a su vez a los comensales encogiéndose de hombros.

Dejaron de tocar.

El sonido volvió a repetirse, amplificado por el silencio que se instaló en el salón. Venía de Vía Larga. No cabía duda alguna. Era el aullido metálico de una trompeta o un cornetín de guerra.

Todos se precipitaron a los ventanales. Dos jinetes embozados permanecían ante el palacio, sujetando con firmeza las bridas de sus monturas. Las antorchas y braseros de la calle hacían oscilar sus sombras negras sobre las losas. Arrastraban lo que parecía un cuerpo amortajado, atado como un fardo.

Uno de ellos, lentamente, alzó el brazo, crispando su puño en clara señal de amenaza. Y al punto espolearon a los jacos, rodeando la mansión y volviendo a reaparecer, poco más tarde, y ya al galope, por el extremo izquierdo.

–¡Por todos los Santos, qué significa esto! –tronó Cósimo, asomado al alféizar– ¿Quiénes sois, qué demonios queréis? ¡Malditos seáis! ¡Malditos, malditos!

Bernard creyó comprender al instante. Un intercambio rápido de miradas con Nikos y Marsilio convirtió la sospecha que latía en su pecho en absoluta certeza.

Seguían los encapuchados rodeando el palacio, una y otra vez, acarreando su siniestro bulto y haciendo sonar la trompeta, ante la mirada aterrorizada de todos.

–¡Qué diantre: van a conocer estos miserables la ira de un francés! –tronó Renato, saliendo con gesto enervado del salón. En su carrera hacia las escalinatas, arrancó la espada a una de las armaduras milanesas, con tanta energía que ésta se vino abajo estrepitosamente. Descendió como una exhalación hasta el cortile e irrumpió en medio de la Vía Larga blandiendo el acero, dispuesto a propinar un tajo salvaje y despiadado a los misteriosos jinetes.

Pero poco pudo hacer el duque de Anjou ante la carga de las monturas, que le embistieron así se situó ante ellas, fiero y firme. El cuerpo que portaban al arrastre le barrió como una guadaña, haciéndole caer de bruces. Después, sin detenerse, se perdieron los dos extraños en dirección a Santa María de las Flores, calle abajo. Se precipitaron entonces los criados de palacio a atender a Renato, ayudándole a ponerse en pie. Sacándoselos de encima, encendido por la ira y con gesto dolorido, regresó el noble al gran salón donde todos, sumidos en un silencio angustioso, intercambiaban miradas de desconcierto.

–¿Quién os ha dicho que dejéis de tocar? –chilló Cósimo furioso, encarando a los músicos, pálidos y cariacontecidos–. ¡Vamos, seguid tocando! ¡Tocad, maldita sea!

Reemprendieron al punto los intérpretes su concierto.

Bernard se acercó hasta el corrillo que se había formado alrededor de Renato. Jean de Laval, presa de nervios, palpaba el pecho de su marido intentando convencerse de que no había sido herido. El magullado duque farfullaba, rabioso, una ininteligible retahíla de improperios en francés, mientras intentaba desembarazarse de las atenciones dispensadas por unos y otros.

–¡Santa madre de Dios! ¿Y ahora qué pasa? ¿Qué está ocurriendo aquí? ¡Mirad, mirad! –alertó Piero Il Gotoso, reclamando la atención de todos y dirigiéndola, así se la prestaron, hacia la chimenea.

En un rapto de terror colectivo, pudieron ver a Mauro Manetti, magistrado de la Signoria de Florencia, lanzar espumarajos, dar unos pasos inseguros y desplomarse fulminado ante el amor de las llamas. Bernard, seguido por Marsilio, se apresuró a atender al prior. Su rostro se contraía en una mueca grotesca: permanecía con la boca abierta, los ojos hinchados en sus órbitas y los dedos crispados como las garras de un halcón.

–¿Qué le ocurre a este hombre, Bernard? –apremió Nikos, arrodillado junto al francés–. ¿Está muerto?

–Sí, está muerto…

–¿Crees que…?

Bernard desabotonó el lucco de Manetti, retiró la camisa y palpó el vientre, hinchado y duro. Después se acercó hasta sus labios amoratados y percibió el olor profundo y dulzón que emanaba con su último hálito.

–¡Vamos, vamos! ¿Es veneno? –insistió el cretense–. ¿Arsenikós? ¿Cantarella?

–No. Ha muerto sin proferir un solo grito. Es algo peor: bang hindú…

Se miraron los tres, durante un eterno instante de pánico. Bernard se alzó y encaró a los presentes, expectantes, sobrecogidos, hacinados como una turba.

–Escúchenme, no hay tiempo que perder… –anunció el médico aparentemente impávido pero con el miedo atenazando sus entrañas–: ¡Este hombre ha muerto envenenado! ¡Y tal vez todos hemos ingerido veneno! ¡Provóquense el vómito! ¡Fuercen el vómito ahora, ahora mismo!

Y en el paroxismo del miedo que sucedió, se repartieron todos por el gran salón buscando un rincón en el que convocar la náusea. Regurgitaron bajo las mesas las damas; en los delicados frescos y alfombras los artistas; sobre platos y manteles los políticos y nobles; en la orla del propio hábito los clérigos.

Arrodillado y convulso, Bernard Villiers creyó entrever una silueta gris y vaporosa emerger del muro y caminar entre los despavoridos comensales; se detenía allí, donde los gemidos y lamentos se hacían más notorios, y tendía con generosidad su mano descarnada. Después, esperaba…

Y en medio del deshonor que mancillaba el terciopelo y la plata, interpretaban los ministriles la más célebre de las canciones compuestas por Francesco Landini.

La cantaban a tres voces. Graves, circunspectas y llenas de emoción.

Non avrà má pietà…

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