Por qué no podemos callar
Fue culpa, quizá, del profesor que nos enseñó que nada del mundo nos era ajeno. O de los padres que nos animaban a leer y escuchar sin medida. O del amigo de juventud con el que discutíamos con atrevimiento e ignorancia sobre Dios, mujeres, política o belleza. El caso es que desde joven, como muchos de ustedes, creo obligado y necesario proclamar, denunciar y difundir los valores en los que creemos, las injusticias que rechazamos, las ideas que sabemos clave para la supervivencia del mundo en el que vivimos.
Es la más simple explicación de que muchos alcemos cada día la voz en medios de comunicación, redes sociales o en cualquier esquina, para proclamar que la libertad individual es la principal condición de una sociedad política, para denunciar que en España, con excusas nacionalistas o colectivistas, el Poder coarta cada vez más nuestra conducta, para difundir la evidencia de que solo seremos libres si ejercemos nuestra libertad donde y cuando más amenazada está.
Y creo que hoy la mayor amenaza a nuestra libertad y prosperidad viene del colectivismo podemita y nacionalista que inunda España, y que intenta controlarnos utilizando el dinero de nuestros impuestos y nuestro gobierno como herramienta de represión e imposición. Ocurre en toda España, pero de forma especialmente radical y descarada en Cataluña, donde el gobierno nacionalista no solo impone su ideología y reprime a los disidentes, sino que tolera y financia a grupos violentos que le hacen parte del trabajo sucio.
Escribió el gran economista Peter Bauer que ayudar a las sociedades a salir del subdesarrollo requiere emular las conductas exitosas que siguen los pobres para dejar de serlo, eliminando las trabas artificiales que dificultan su intento de prosperar. Esta es, también, la única estrategia válida para Cataluña, y la única que jamás se ha empleado: imitar a los resistentes.
«Lo primero es tener claro que hay solución para el mal llamado “problema catalán”. Aceptarlo como una situación irresoluble sería nuestra peor derrota.»
Lo primero es tener claro que hay solución para el mal llamado “problema catalán”. Aceptarlo como una situación irresoluble sería nuestra peor derrota. El camino —largo e incierto, pero camino— está ante nuestros ojos: lo mostraron los ciudadanos que decidieron ser libres del balcón hacia dentro y hacia fuera, los que superaron su miedo en la Diagonal y en Gerona, y el Jefe de Estado que, ante la sorpresa de un país acostumbrado al trapicheo, cumplió con naturalidad su deber constitucional.
El camino es emular, apoyar, amparar y multiplicar las conductas de los resistentes catalanes: los que se niegan a ser extranjeros en su propia tierra, a convertir su lengua en herramienta política, y a renunciar al derecho a decidir sobre su propia persona en aras de un presunto derecho de la “patria catalana”. Y, por supuesto, remover los obstáculos para que lo puedan hacer sin pagar peaje. Esos obstáculos, hoy, son gobernantes racistas y sectarios, leyes discriminadoras, medios públicos dedicados a la propaganda, funcionarios volcados en el adoctrinamiento, subvenciones a entidades diversas e inhibición o complicidad de las fuerzas de seguridad ante el matonismo nacionalista.
«El camino es emular, apoyar, amparar y multiplicar las conductas de los resistentes catalanes: los que se niegan a ser extranjeros en su propia tierra, a convertir su lengua en herramienta política…»
Si en Cataluña es más difícil ser libre que en el resto de España es porque existe una administración omnipresente que no reconoce límites a su acción. Pero, tras décadas de control político, ingeniería social y nacionalismo obligatorio, el procès —la huida hacia delante de una cleptocracia torpe y macarra en pos de impunidad política y penal— ha dado un fruto inesperado: la emergencia de los mejores españoles. La rebelión, contra toda lógica, de quienes decidieron ser libres no solo ante la urna, sino ante la vida.
Porque la explosión de resistencia y rebeldía acaecida en Cataluña desde el infame golpe de Estado nacionalista no ha consistido solo en manifestaciones históricas, o en la victoria en las elecciones de un partido no nacionalista. La más importante rebelión ha ocurrido en el seno de las familias, los barrios o las comunidades de vecinos. Uno a uno, cientos de miles de catalanes han decidido ser libres en su vida cotidiana, trascendiendo el miedo y la conveniencia, la coacción difusa o la amenaza concreta.
Esa mayoría ya no es silenciosa. Quita lazos amarillos sin preguntar a líderes ni policías. Exhibe sus banderas españolas —la rojigualda y la cuatribarrada lo son— pese a la mirada adusta del vecino y la temerosa advertencia de sus amigos. Habla en el idioma que necesita o desea sin disculparse por ello. Y ya no calla para evitar problemas. Ha decidido ser libre, aunque serlo implique el riesgo de mostrar su molesta condición de español.
En ese campo se juega no ya el futuro de nuestros compatriotas catalanes, sino el de todos los españoles. Y se juega no solo la libertad de ser español, sino todas y cada una de las libertades individuales.
«Porque los catalanes que plantan cara al nacionalismo obligatorio ya han ganado. Su triunfo es solo personal, pero desobedece y desautoriza al poder político.»
¿Es aún posible emular esas conductas como solución al dominio nacionalista? Por supuesto. Porque los catalanes que plantan cara al nacionalismo obligatorio ya han ganado. Su triunfo es solo personal, pero desobedece y desautoriza al poder político. Por eso los nacionalistas quieren controlarlos y quitarles la esperanza. Por eso los que desde “Madrit” quieren hacer un apaño negociando con racistas y golpistas el futuro de los catalanes tienen como principal objetivo invisibilizar a los resistentes.
Tengo claro lo que debo hacer para defender mi libertad, hoy amenazada en gran medida en Cataluña: apoyar con mi voz y mi voto solo a aquellas formaciones políticas que tengan como verdadero objetivo generalizar la resistencia al nacionalismo obligatorio. Las que hagan respetar la bandera de España, impidan la discriminación por lengua, acaben con el proceso de ingeniería social nacionalista y destituyan y persigan a quienes usan la administración para violar la ley y oprimir a los disidentes.
Pero es aún más importante proclamar nuestros valores, denunciar las injusticias, difundir las ideas de libertad. Si los más reprimidos han decidido ser libres, acompañarles y ser su altavoz es tanto una obligación moral como una estrategia inteligente . Desde Ataraxia Magazine, donde hoy tengo el honor de escribir, y desde cualquier otro medio, red social o ámbito público.
Por eso no podemos callar.
Asís Tímermans
Asís Tímermans
Asís Tímermans (Madrid, 1966) estudió Derecho en la Universidad Complutense y Asesoría Jurídica de Empresas en el Instituto de Empresa, y ejerció la abogacía. Desde hace años, compagina su trabajo con el conocimiento y divulgación de temas económicos y el periodismo, expresando sus opiniones y análisis políticos y económicos en medios como Radio Intercontinental, City FM, Veo 7, Libre Mercado, EsRadio, Libertad Digital, 13TV e Intereconomía.
Es autor del libro ¿Podemos? (2014), temprana investigación y análisis sobre el origen del partido de extrema izquierda y su cúpula dirigente. Colabora en la actualidad con el programa Sin Complejos, de Es Radio, y El Gato al Agua, de Intereconomía.
Lee y escucha mucho para poder hablar y escribir con algún fundamento sobre política y economía. Su cuenta de Twitter es @AsisTimermans
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