Indudablemente el juego renacentista denominado Calcio es el precursor, referente histórico y origen directo del fútbol moderno, y también, por la rudeza de sus formas, del rugby. En Florencia, y en otras ciudades Estado italianas, el Calcio despertaba pasiones y gozaba de absoluta popularidad ya en el s. XV. Las reglas del juego —pocas— daban pie a que cada encuentro se saldara con incontables lesionados. En la actualidad se sigue practicando en torneos destinados a mantener viva la memoria histórica de aquella época.
El texto que ofrecemos a los lectores de Ataraxia Magazine en exclusiva es un capítulo de la novela histórica «Las Puertas del Paraíso» (MR-Planeta, 2006)
Florencia amaneció rutilante, destellando al sol como una gema recién tallada. El centro de la ciudad, desde San Marcos hasta la plaza de la Signoria, pasando por Vía Larga y Santa María de las Flores, aparecía adornado con guirnaldas y banderines, con blasones y estandartes. Y lo mismo ocurría en el eje transversal, entre las iglesias de la Santa Croce y Santa María Novella. Desde buena mañana, concluidos los primeros oficios, las calles se llenaron de ciudadanos acicalados, vestidos de la mejor guisa, dispuestos a disfrutar de un inesperado día de fiesta. En cruces y plazuelas sonaban cornamusas, flautas, trombones y cimbalettos, atacando alegres frottolas y barzelettas, protagonizadas por tres y cuatro voces, que animaban a los jóvenes a buscar pareja y a formar en fila para danzar de la mano, creando largos pasillos y caprichosos dibujos en su coreografía.
Las balaustradas del Arno lucían revestidas con telas de vivos colores, salpicadas por flores de lis arropando el escudo dorado de los Médicis. A lo largo del río, en las inmediaciones del Ponte Vecchio, se concentraron, antes del mediodía, infinidad de muchachos dispuestos a participar en uno de los juegos más populares y antiguos de Florencia. Consistía el civettine en una lucha de sopapos y bofetadas que se resolvía por parejas. Cada encuentro estaba supervisado por un árbitro que velaba por que la regla principal, y casi única, se cumpliera: los contendientes, ladeados, no podían mover uno de sus pies de un punto determinado. A tal fin, antes de comenzar, decidía el juez quién pisaba a quién. Y a una señal convenida, comenzaban a zurrarse, hasta que uno de los dos retiraba el pie tras una buena tunda o perdía el equilibrio. Pocas cosas provocaban la hilaridad de la gente tanto como esa somanta de mamporros, así que les jaleaban, cruzaban apuestas, se burlaban de ellos y contribuían a la gresca. A eso del mediodía, y ya desfogados, con las camisas llenas de jirones y los carrillos rojos como tomates los unos, y hartos de reír, los otros, el gentío se dirigió a presenciar la excepcional carrera de cuadrigas a la antigua –que los florentinos conocían como palio dei cocchi– organizada por Cósimo en la plaza de Santa María Novella y, algo más tarde, la carrera de caballos, la más clásica de las competiciones; pruebas que ganaron los hijos de las familias Petrucci y Barbadorus, respectivamente.
Bernard, Nikos y Tomassino se encontraron a primera hora de la tarde con Marsilio, junto al Marzocco. Dar un paso por la plaza de la Signoria resultaba casi imposible: todo el centro quedaba reservado a la gran arena en que se celebraría el encuentro de Calcio. El terreno de juego quedaba delimitado y fuera de alcance gracias a una pequeña valla de madera rectangular. El suelo aparecía recubierto por una gruesa capa de arena del Arno. A ambos lados del campo, un ejercito de carpinteros había construido, en sólo una jornada, largas gradas a fin de dar cabida al mayor número posible de personas. La tribuna presidencial, revestida en púrpura y protegida por un gran toldo, enfrentaba el Palacio del Pueblo. Los palcos y accesos de esa parte quedaban reservados a las familias más importantes de Florencia, magistrados y miembros destacados de los gremios.
–¡Este es un buen lugar! –aseguró Marsilio tras abrir penosamente camino a los demás–. Desde aquí lo veremos de maravilla.
Se ubicaron lo más cómodamente posible. La tarde lucía espléndida, sin una sola nube recortándose sobre el telón azul del cielo.
–Deberás explicarnos en qué consiste el Calcio, Marsilio… –propuso Bernard–. De lo contrario nos perderemos parte del asunto.
–Es sencillo. Veréis: dos equipos, situados uno frente al otro, deben pugnar por la posesión de una bola y conducirla hasta la meta que defienden los contrarios –resumió, señalando las diversas partes del terreno–. Cuando lo consiguen se dice que han logrado un tanto, o caccia, y los jueces, que son tres, disparan una culebrina. En ese punto, los jugadores cambian sus campos y se vuelve a poner en juego la bola. Al terminar el encuentro, el equipo que acumula mayor número de caccia, gana.
–Entiendo…, parece interesante –comentó Villiers.
–Parece una idiotez como otra cualquiera –masculló Nikos, al que las aglomeraciones molestaban sobremanera.
–Una pregunta más…
–¿Sí?
–¿Cómo se juega esa bola? ¿a puntapiés? –inquirió el francés.
–Se puede llevar en las manos, lanzar o patear. Y los que defienden deben arrebatarla e intentar contraatacar.
–¡Ajajá!
Sonaron trompetas en todo el recinto y una larga comitiva de caballeros y nobles hicieron su entrada por un extremo de la plaza. Al llegar a la zona de tribunas, descabalgaban sus monturas, revestidas con ricas caronas, y eran presentados por un maestro de ceremonias que pronunciaba en voz bien alta sus nombres y cargos así iban ocupando los palcos. Cuando terminó el tráfago de invitados y notables, se hizo silencio y ocuparon sus plazas el Gonfalonier de Justicia, los miembros del Consejo de Florencia y los representantes de los cuatro barrios de la ciudad. Siendo esa una celebración no sujeta a los habituales calendarios festivos, organizada en honor de un visitante ilustre, Renato de Anjou, se había decidido, por sorteo, que los equipos que jugarían el Calcio en ese encuentro único serían el de la Santa Croce y el de San Giovanni. Los grandes torneos, que habitualmente tenían lugar durante los carnavales de invierno, y también en las fiestas del solsticio de verano, enfrentaban a los cuatro equipos principales, que se eliminaban uno a uno en encuentros de cincuenta minutos.
La llegada de los Médicis a la tribuna desató el entusiasmo del pueblo pequeño, encantado de poder disfrutar de ese inesperado espectáculo costeado a expensas del banquero. Cinco mil gargantas prorrumpieron en gritos de palle! palle! palle!, pues bolas, o palle, era como denominaban los florentinos a las esferas carmesí que aparecían en el escudo de la ilustre familia.
Bernard observó a Cósimo, al que había tenido oportunidad de conocer, si bien brevemente, en el palacio de Vía Larga. Parecía eufórico. Vestía un lucco bermellón y saludaba como sólo un padre de la patria saludaría. Unía sus manos a la altura del pecho y se dejaba querer. Distinguió, al punto, a Piero Il Gotoso, asomando tras su padre, caminando por sus propios medios, con la simple ayuda de un bastón. Ésa era la mejor de las señales. La estricta dieta que le había prescrito, unida a los baños calientes y al influjo benéfico de la teriaca, parecía estar dando el resultado apetecido. Reconoció a Renato, con el que nunca se había encontrado, pero cuyos rasgos le eran familiares por grabados y monedas. Para cualquier francés, Renato era una leyenda viviente.
De súbito, rompieron a redoblar tambores y a atronar trompetas. Y se desató el delirio. Los cincuenta y cuatro jugadores de los dos equipos –portando banderas azules los de la Santa Croce y verdes los de San Giovanni–, entraron en la arena en medio de un vocerío infernal. Saludaron como gladiadores y ocuparon sus posiciones. Vestían camisas amplias, calzas de lana ceñidas y botines de carnero. Portaban tiras de tela anudadas en las muñecas, los codos y las rodillas, a guisa de protección. A una señal de los jueces se situaron frente a frente, yendo a distribuirse, unos y otros, en tres líneas, como dos falanges dispuesta a avanzar contra viento y marea.
–¡Viva Florencia! –gritó el Gonfalonier de Justicia puesto en pie.
Y miles de gargantas se hicieron eco de la arenga, prorrumpiendo en un ensordecedor vítor a la ciudad.
Un disparo de culebrina marcó el comienzo del encuentro.
Los jugadores de la Santa Croce irrumpieron como una manada de toros en estampida, invadiendo el campo contrario. Portaba la bola Biagio, el capitán del equipo, un joven corpulento, de espaldas anchas y aspecto fiero. La aferraba con la izquierda y nada más toparse con la primera línea rival, así la intentaba sobrepasar, propinó un fuerte codazo lateral al estómago del más cercano. Cayó el jugador de espaldas, doblado, aullando de dolor.
Tres adelantados del San Giovanni se arrojaron entonces sobre él dispuestos a detenerle. Uno le endilgó un puñetazo de abajo a arriba, en la boca del estómago, que le separó un palmo del suelo; el segundo, arremetió de frente, usando la cabeza como ariete; el tercero se lanzó a sus piernas. Viéndose perdido, el de la Santa Croce lanzó la bola hacia la banda, retrasándola unos metros. Los suyos avanzaban por ese flanco como flechas. Mientras besaba el suelo y era pateado sin clemencia, Biagio, pudo ver a sus compañeros intentar fintar la segunda línea de los adversarios. Desplazada la atención de los defensores hacia el extremo izquierdo, convertido ahora en cabeza de puente, los azules aprovecharon la dispersión para entrar en cuña por el centro. Un certero puntapié desde el lateral les devolvió la bola. A base de golpes y patadas lograron desbordar a los verdes en su defensa media y llegar en tropel hasta su última barricada. Allí serían recibidos por un abigarrado muro humano que les envolvió sin miramientos. En pocos segundos, quedaron enredados todos en un informe mar de cuerpos.
Toda la plaza estalló en un rugido fiero.
–¡Madre de Dios, Santa Panagia bendita! –exclamó Nikos sin poder dar crédito a sus ojos–. ¿Esto es el Calcio? ¡Menuda barbaridad!
–¿Qué dices? ¡No te oigo! –respondió Marsilio, aturdido por la vocinglera.
–¡Digo que qué reglas rigen en este juego! –chilló el cretense.
–¿Reglas? ¡Pocas! ¡Vale casi todo! –contestó a grito en pecho el joven–. Bueno… ¡Está prohibido meter los dedos en los ojos, morder orejas y narices y golpear en los testículos! ¡Pero casi todo vale!
–Me lo temía…
Los seguidores de la Santa Croce aullaron de gusto al ver que, de aquel enjambre de atacantes y defensores trabados, salía la bola rodando hasta los pies de uno de sus jugadores. La tomó a la carrera. Viendo que se lanzaban todos a por él y que sólo tendría una oportunidad antes de ser reducido y vapuleado, la arrojó sobre la meta azul. Y miles de voces gritaron: ¡Caccia!
Un disparo de culebrina rubricó el tanto. Y un mar de banderas verdes inundó la plaza. La Santa Croce había logrado llevar hasta el final su primer ataque. Cuatro de sus jugadores sangraban profusamente por la boca, la nariz y las cejas, pero eso no fue óbice a la algazara que protagonizaron al correr el campo vencido de un lado al otro, una y otra vez, enardeciendo el ánimo de los suyos. Mientras eso ocurría, los componentes del equipo de San Giovanni se encaminaban furiosos y cabizbajos a su nueva demarcación. Cambiaba el sentido del juego.
Lodovico y Bastiano, los mejores atacantes del San Giovanni, cruzaron un rápido y estratégico plan que les permitiera igualar el encuentro. Transmitieron instrucciones precisas, en vistas a que su avance fuera protegido por una acometida de los suyos. Al instante, los azules más fornidos formaron en punta de lanza y cargaron. Arremetieron con tanto ímpetu que se llevaron por delante a media docena de verdes. Los dos protagonistas de la jugada corrían al amparo de su vanguardia, pero pronto quedarían al descubierto al ser derribados, uno tras otro, los que les abrían paso. Lodovico cambió entonces de dirección, echando a correr en oblicuo hacia la izquierda, buscando el ángulo del terreno, al tiempo en que Bastiano, con la bola aferrada, lo hacia en dirección opuesta. Ante la maniobra, la Santa Croce se desplegó en dos alas a fin de arrinconarlos en las esquinas. Eso permitió que la avanzadilla que había abierto brecha, y que yacía por los suelos, recuperara el resuello y se lanzara al ataque de las retaguardias de ambos flancos. El centro quedó despejado de juego; ocasión que aprovechó la segunda línea del San Giovanni, retraída hasta el momento, para avanzar y adueñarse del terreno contrario.
Bastiano, sepultado por un alud de golpes, logró colar la bola entre las piernas de sus acosadores y deslizarla, en un empujón final, hasta los suyos, que aferraban a sus atacantes por la espalda, machacándoles los riñones. Así se hicieron con la bola, recorrieron los últimos metros fracturando costillas, quebrando piernas y hundiendo estómagos. Llegaron hasta el final del terreno, lanzaron y anotaron caccia.
Se volvió a disparar la culebrina y un millar de brazos agitaron banderas y telas azules. Cósimo aplaudía como un chiquillo; el San Giovanni era, sin duda alguna, su equipo favorito.
–¡Yo me voy, esto es una barbaridad! –gruñó Nikos, harto de apretujones, gritos y golpes–. Sólo les faltan redes y tridentes… ¿Por qué no les dan redes, tridentes y unas cuantas espadas? ¡Acabaríamos antes!
–¡Oh, vamos, Pagadakis, no te sulfures! –espetó Bernard–. Es sólo un juego. Y la gente parece disfrutar mucho…
Marsilio y Tomassino acabaron doblados por la hilaridad que suponía ver la expresión enojada del cretense, que ante la imposibilidad de abrirse camino entre la muchedumbre, tuvo que aguantar estoico hasta el final del encuentro. El partido finalizó con la victoria de la Santa Croce –con ocho caccia anotadas, frente a las cinco logradas por los de San Giovanni–, una hora más tarde, ya que la competición se suspendió en cuatro ocasiones: tres veces para retirar a jugadores inconscientes y una cuarta, poco antes de que la arena del reloj se vaciara, para poner orden entre el público. Seguidores verdes y azules se habían enzarzado en un acalorado intercambio de golpes y empujones, que casi costó la vida a varios de ellos, pisoteados en la refriega, y que no desplomó la grada, causando un mal mayor, porque Dios no quiso –según jurarían más tarde muchos–, o porque los carpinteros habían hecho su trabajo a conciencia –a decir de los más escépticos–.
De los cincuenta y cuatro jugadores, sólo veintitrés salieron indemnes y por su propio pie de la arena de juego; el resto fue sacado en parihuela, cargado a hombros o llevado en alto. Se quebraron un total de siete brazos, cuatro piernas y dieciséis costillas; fracturas que quedaron consignadas en documento oficial, extendido por los funcionarios de la Signoria con destino a los archivos.
Así se dispersó el gentío, Tomassino aprovechó para despedirse: había dejado la consulta cerrada y esa noche tenía previsto dedicarse a destilar quintaesencias. Marsilio, Bernard y Nikos se encaminaron a Vía Larga, al palacio Médicis.
–¿Qué te ha parecido el Calcio, Bernard? –interrogó Marsilio.
–Bueno…, lo cierto es que resulta un tanto salvaje –ponderó–, mejor dicho: muy salvaje y peligroso. Pero la verdad es que me he divertido. Es emocionante.
–¿Emocionante? ¡Algo no cuadra contigo, maldito francés! –rezongó Nikos.
–¿Qué es lo que no cuadra, Pagadakis?
–¿Cómo es posible que un hombre sereno y prudente, comedido hasta lo exasperante y, ante todo, médico –que eso no se puede obviar–, disfrute con un espectáculo propio de mentecatos, eh? –inquirió el cretense que caminaba con las manos entrelazadas a la espalda y un rictus de fastidio en el rostro.
–¡Vaya! ¡Tú sí que resultas contradictorio, filosofastro! –bromeó Bernard–. ¿No te pasas la vida diciéndome que debo liberar mis emociones? ¡Pues hoy lo he hecho, aunque respondan a instintos poco dignos! Y como médico no puedo por menos que alegrarme…
Nikos le miró de soslayo, con cierto asombro.
–¿Alegrarte de qué?
–¡Del mucho trabajo que van a tener mis colegas florentinos en los próximos días! –afirmó. Y soltó una carcajada a la que se sumó por simpatía Marsilio.
–¡Sí, sí, reíd, par de tarugos, reíd; pero os diré algo importante, si es que aún os quedan entendederas! –gruñó–. Escuchad: si algún día juegos como éste proliferan, enardeciendo a zopencos y a enajenados con bola como los de hoy, será síntoma claro de que la majadería más absoluta enseñorea el intelecto de los hombres. Los hombres siempre han sido bastante necios, pero parece que la sandez no tiene límite y siempre va a más…
–¿Y qué propones para revertir ese estado de cosas? –curioseó Marsilio.
–¡Más Platón y menos Calcio, muchacho: más Platón y menos Calcio!