En el siglo XIV las grandes obras clásicas griegas permanecían mudas, cubiertas de polvo, sumidas en el olvido. Nadie en toda Europa, salvo a lo sumo media docena de monjes, en Roma y Aviñón, era capaz de leer el griego clásico con soltura y aún menos traducirlo al latín. La lengua de Homero se había perdido por completo. Fue en la Florencia renacentista, la ciudad estado de los Médicis, donde se obró el gran milagro. Un milagro que la humanidad deberá agradecer eternamente a los humanistas de la época y al ímprobo esfuerzo que realizaron por recuperar esa lengua clásica y el tesoro cultural de Grecia. Entre ellos el gran Marsilio Ficino, que tradujo infinidad de textos, entre ellos las obras de Platón, que Cósimo de Médicis deseaba leer antes de morir.
El texto que ofrecemos a los lectores de Ataraxia Magazine en exclusiva es un capítulo de la novela «Las Puertas del Paraíso» (MR-Planeta, 2006) de Julio Murillo, en la que el propio Marsilio Ficino narra, con absoluto rigor histórico, a Bernard Villiers, un médico francés, y a Nikos Pagadakis, un filósofo cretense, cómo lograron desencadenar y devolverle la voz al mudo Homero.

–Unos cien años antes de que Constantinopla cayera, creo que en 1354… –rememoró Marsilio–, alguien trajo de La Ciudad un ejemplar de la Ilíada. Cuentan que al tenerlo entre sus manos, al gran Petrarca se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó desconcertado, sin aliento, mirando esas páginas; pasándolas de una en una, igual que un ciego acariciaría un rostro querido, que sólo intuye, o un inválido deploraría un horizonte inalcanzable que sólo puede pretender en sueños; pronunció entonces unas palabras que eran desconsoladas y que resumían el drama de un pasado cubierto por el polvo del tiempo y el desamor de los hombres. Dicen que dijo, enfrentando al portador de ese tesoro: tu Homero es mudo para mí; y después, supongo que mirando al cielo y buscando al gran poeta, apostilló: ¡Cuánto desearía poder escuchar tu voz!
–Pero Petrarca podía leer en griego, ¿no? –indagó Bernard, asombrado ante la pulcra retórica de Marsilio.
–Sí, pero de una forma muy elemental: sólo conocía los rudimentos del idioma; había estudiado con Barlaam, un monje calabrés al que conoció en un par de encuentros, en Aviñón y en Nápoles. Imaginad a un niño, que apenas balbucea, intentando captar toda la gloria de Homero, sílaba a sílaba. Lo trágico –prosiguió el florentino– es que prácticamente nadie dominaba un idioma tan inmenso como el griego en aquellos días. Algunos mercaderes y hombres de negocios se jactaban de chapurrearlo para cerrar tratos en Constantinopla y sólo unos pocos sacerdotes, en la sede papal de Aviñón, o algunos calabreses, se manejaban con relativa facilidad. Pero se había perdido la música, la métrica, el matiz, el sentido final de las expresiones.
–Entiendo…
–Cinco años después, Petrarca y Bocaccio se reunieron. Imagino que debieron vaciar varias jarras de vino aquel día, afligidos por hallarse ante una de las mayores puertas del pasado sin saber cómo transponer el umbral. Conocían a un tal Leoncio Pilato, un monje, que decía ser capaz de traducir la obra. Bocaccio le ofreció techo y colación mientras trabajara en los poemas. Ese hombre acabaría detentando la primera cátedra de griego de toda la Europa occidental. Bocaccio, que gozó del privilegio de escuchar esa primera traducción, convenció a la Signoria de Florencia de la necesidad de crear la plaza y mantenerla. De todos modos, no nos engañemos: ese texto de Pilato era muy pobre; lo cierto es que le salió un Homero bastante afónico… –bromeó el joven.
–El tal Pilato, traducía… ad verbum? –apuntó Nikos suspicaz.
–Sí, literalmente, con poca o ninguna soltura –corroboró Marsilio–. Tendrían que pasar todavía algunos años hasta que Coluccio Salutati, un notario que ocupaba la cancillería de Florencia, y que había intentado, sin demasiada fortuna, obtener traducciones de Homero y Plutarco, supiera de la existencia de Manuel Crisoloras… ¡El gran Crisoloras!
–¿Crisoloras? ¿No era un embajador del basileus griego? –preguntó el cretense, arreglando los pliegues del lucco y buscando una postura más cómoda.
–Sí. A finales del siglo pasado los embajadores griegos recorrían las cortes de Italia, Inglaterra y Francia –convino el florentino–. Manuel II Paleólogo, el basileus de Constantinopla, al igual que años después harían sus dos hijos, Juan VIII y Constantino XI, buscaba la ayuda de Occidente para detener a los turcos. Pero Crisoloras no era sólo un excelente embajador. Era un griego de linaje ilustre, un auténtico erudito; dicen que discípulo de Jorge Gemisto Pletón; un experto en gramática y retórica, en literatura y filosofía; uno de los hombres, en resumen, más brillantes de su tiempo.
En las explicaciones que siguieron, Bernard y Nikos entendieron que Crisoloras había sido piedra angular, irrepetible e inolvidable en el resurgir del pasado, que afloraba con fuerza en todo lo que les rodeaba, en todo lo que veían desde su llegada a la ciudad. Coluccio no dudó en enviar a un hombre de confianza a Constantinopla. Angeli da Scarperia partió con una única misión: aprender griego junto al maestro y adquirir cuantos manuscritos, compendios léxicos, obras poéticas y tratados de métrica le fuera posible localizar. En los siguientes meses, Angeli escribiría fascinado, una y otra vez, deshaciéndose en elogios ante la talla de Crisoloras. Coluccio Salutati entendió que la presencia del erudito en Florencia sería un bendición del cielo. Aunando esfuerzos con el influyente Palla Strozzi, un rico comerciante, y con Niccolò Niccoli, un brillante bibliófilo, consiguió que todos en la Signoria de la ciudad entendieran la necesidad de promover el helenismo desde las esferas oficiales. El resultado de todo ese afán sería una carta expedida a nombre de Manuel Crisoloras, en la que se le prometía deferencia, afecto y audiencia en el planteamiento, y un contrato por diez años, con una retribución anual de cien florines de oro si aceptaba impartir sus enseñanzas en el Studio de Florencia, entre otras ventajosas cláusulas.
–Y aceptó, claro… –dedujo Bernard.
–Sí, aceptó. Pero viajó primero a Venecia –aclaró Marsilio–. Su presencia en Venecia causó inquietud. Se llegó a temer que los malditos venecianos nos arrebataran a maestro tan irrepetible. Así que la Signoría, en una maniobra rápida e inteligente, rebajó el contrato a cinco años y elevó la remuneración a ciento cincuenta florines. El dos de febrero de 1397, un día grande para la historia grande de Florencia, Crisoloras subió al estrado por vez primera, ante una audiencia demudada, reverente; lo más granado de la sociedad florentina, lo mejor de cada casa, estaba allí. Había entre el público jóvenes de prometedora carrera que lo habían dejado todo sólo para aprender con él…
Y así habló Crisoloras, con voz eufónica, Florencia cayó rendida a sus pies.
No era un erudito más. Era el mejor de los eruditos. Un maestro en retórica, de verbo brillante y adjetivo justo; modales impecables y formas exquisitas; carismático y fascinante. Consciente de que no podía construir cúpulas allá donde no existía cimborio sobre el que sustentarlas, aceptó ser el arquitecto de los futuros alarifes de lo helénico. Un maestro sencillo, sistemático en lo gramatical, incansable y metódico, ajeno al desánimo. Traducía defendiendo el estilo ad sensum, libre y pleno, pero respetuoso, a un tiempo, con todas y cada una de las palabras trasladadas; desaconsejaba el lucimiento y la vanidad en el traductor; incluso el afán por la claridad, propia del escoliasta y sus acotaciones. Pero no denostaba del método ad verbum como principio didáctico. En ese espíritu, bajo su tutela, se traduciría La República de Platón, y algunas obras de Isócrates, Plutarco y Demóstenes que había traído consigo a Florencia.
Ante Crisoloras, Homero y Virgilio se fundían en un abrazo irrepetible.
–Fueron dos años intensos… dos años inolvidables –musitó Marsilio, ensimismado con unos hechos que lograba ver a través de la cortina del tiempo aun sin haberlos vivido.
–¿Qué fue de Crisoloras, volvió a Constantinopla? –inquirió Nikos.
–Sí. Un brote de peste asoló Florencia y él decidió reunirse con el emperador griego, Manuel Paleólogo, y regresar a La Ciudad. Pero no se marchó solo. Uno de sus alumnos, Guarino de Verona, le siguió. Vivió en su casa mucho tiempo y acabó casando con una de sus hijas. Guarino se convirtió, lógicamente, en el más reputado de los helenistas. Enseñó en Venecia y en Verona, se hizo con la cátedra en Florencia y tradujo a Herodoto, Esopo, Luciano, Estrabón, Plutarco y muchos más…
Se quedaron los tres en silencio, distraídos en el parsimonioso quehacer de los trabajadores de la Signoria, que colgaban pendones, escudos y estandartes en la plaza y engalanaban las calles adyacentes. Oscurecía con rapidez.
–Crisoloras viajó en los siguientes años, a instancias del basileus… –concluyó Marsilio–. Creo que regresó posteriormente a Italia, desde donde partiría hacia Constanza, al famoso Concilio de los Antipapas. Por lo que sé, murió allí, hacia 1415.
–¡Los buenos maestros son como antorchas en la noche, muchacho! –exclamó Bernard, conteniendo a duras penas la emoción que el relato había provocado en su ánimo–. Algún día te explicaré lo que hizo por mí un buen maestro que tuve en mis años mozos, cuando estudiaba en Caux.
Una sombra de añoranza cruzó por el semblante del francés. Aleteó por un instante y desapareció.
–Todo lo que os he contado generó lo que sucedería en los años siguientes… –dijo el florentino, retomando el hilo de la historia–. Poggio Bracciolini, uno de los alumnos de Crisoloras, y también Leonardo Bruni, un poeta, historiador y filósofo de Arezzo, acudieron a su vez a ese concilio que puso orden en la cristiandad. Y a su regreso trajeron consigo más y más libros. En el convento de Saint Gall, Poggio descubrió las obras de Quintiliano y, en otros lugares, textos de Lucrecio, Marcelino y Cicerón.
Marsilio mencionó en su relato a muchos de los artífices de ese milagro: Francesco Filelfo, Ambrogio Traversari, Gianozzo Manetti y tantos otros. Todos ellos consiguieron, en su desmedido amor por el conocimiento de la antigüedad, desenterrar un inmenso legado perdido: la erudición traspasó los recios y húmedos muros de abadías y conventos, abandonó criptas, scriptoria y vetustos anaqueles silenciosos, para instalarse en academias y universidades y, de ahí, saltar a los salones, la política y la vida cotidiana. Los libros del pasado volvieron a ser, gracias a esos argonautas del intelecto, los inmensos tesoros que siempre habían sido y que sólo la ausencia de la mirada y la oscuridad del tiempo habían conseguido relegar al olvido.
–Tal vez la última puntada que remendó la tela desgarrada entre el ayer y el hoy quedó hilvanada en el Concilio de Florencia, veinte años atrás… –ponderó el joven.
–¿El concilio de Unión de las Iglesias? –inquirió Nikos–. Sí, la paz breve y ficticia entre ortodoxos y católicos. Conocemos muy bien esa historia, Marsilio.
–No me refiero a las discusiones teológicas en sí. Eso queda fuera del interés de cuanto estamos hablando –negó vehemente–. Ocurre que entre los delegados ortodoxos, llegados desde Constantinopla, estaba el gran Jorge Gemisto Pletón, el filósofo.
Bernard sonrió y miró de soslayo a Nikos. El cretense siempre se henchía de júbilo cuando el nombre de Gemisto era pronunciado. Pero en esa ocasión permanecía silencioso y fascinado ante las palabras de Marsilio.

–Gemisto impartió varias conferencias en el Studio… –rememoró el muchacho–. Creedme si os digo que desde los días de Manuel Crisoloras en Florencia nunca nadie había causado revuelo semejante. Nobles, intelectuales, políticos, potentados, coleccionistas, universitarios: todo el mundo estaba allí ese día. Entre ellos Cósimo de Médicis, que sufragaba de su bolsillo el concilio. Gemisto, como griego sobrio dedicado al pensamiento, era de apariencia hirsuta, parco y áspero de aspecto. Se plantó ante todos, con su larga barba, sus ojos pequeños y su capote hasta los pies. Y habló durante horas… hasta galvanizar las conciencias de los reunidos. ¡Dios mío, cómo habló! Habló de Platón, sólo de Platón. Aquel día, así me lo han explicado muchas veces, nació en muchos el deseo de conjugar cristianismo y platonismo.
–¡Oh, bueno, te aseguro que no son en absoluto incompatibles! –interrumpió Nikos en tono vehemente–: El cristianismo encierra una inmensa y hermosa enseñanza, pero está basado en dogmas, carece de filosofía…
–Sí, es cierto.
–Y en ésas andas tú, ¿no, Marsilio? –bromeó Bernard–. ¡Empeñado en poner voz a Platón y que resulte melódica y sin afonías!
–Sí, en eso… –el joven esbozó una encantadora sonrisa–. Cósimo quiere que traduzca todas sus obras y poder escuchar todas y cada una de las palabras del maestro antes de morir.
–¿Qué espera hallar Cósimo en los textos de Platón? –interrogó Nikos.
–La confirmación a la inmortalidad del alma. Cósimo está obsesionado por la pervivencia del alma más allá de la muerte.
–Entiendo… –asintió el cretense–. Pues dile de mi parte que no se preocupe por esa minucia. La muerte es una falacia. No es real. Llevamos existiendo desde el principio de los Tiempos.
Marsilio se echó a reír.
–Eso vas a decírselo tú personalmente, amigo Nikos… –espetó.
–¿Yo?
–Sí. Cósimo me ha pedido que os transmita su invitación al gran banquete que se celebrará mañana en el palacio Médicis, al final del día, tras el encuentro de Calcio. Yo le he hablado de ti, o mejor dicho: le he transmitido todo lo que Tomasso me ha contado de ti, que es mucho y asombroso…
–¿No querrá pedirme un préstamo, eh? –preguntó el griego con guasa.
–No te adelantaré nada, será una magnífica sorpresa…
–Dime, Marsilio… ¿Qué es eso del Calcio? –inquirió Bernard.
–¿El Calcio? ¡Caramba! ¿No sabéis lo que es el Calcio? ¡No me lo puedo creer!
(continuará…)