El triste espectáculo de la realidad

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Citas a ciegas con la esperanza de encontrar al amor de tu vida. Casas donde un grupo de desconocidos son confinados durante días para que convivan, vigilados por cámaras las 24 horas. Playas tropicales en las que una selección de famosos de medio pelo son abandonados a su suerte para poner a prueba sus capacidades de supervivencia. Cenas organizadas por turnos en las que los participantes compiten entre sí para ver quién es el mejor anfitrión; familias cuyos miembros se intercambian las casas para luego dedicarse a vituperar el estilo de vida del contrario; concursos en los que gente que no sabe ni freír un huevo acaba convertida en un chef de alta cocina, y así un largo etcétera de programas que inundan los canales de televisión con un mismo objetivo; la audiencia.

Son los llamados “reality Shows” o “telerealidad”. Programas donde, presuntamente, lo que vemos obedece a la realidad. Es decir que no forma parte de un guion y donde, en principio, los participantes actúan con naturalidad y reaccionan espontáneamente a situaciones imprevistas. Al menos esa es la premisa de la que parten, pues en los últimos años el grado de realidad ofrecido por esa clase de programas es más que cuestionable. Pero de eso hablaré más adelante.

Fue en Estados Unidos —¡cómo no!— donde empezaron a grabar a personas con cámara oculta para ver sus reacciones ante distintas situaciones, gastándoles bromas, generalmente. En los años 70 se hizo popular un programa en el que una familia americana era seguida por una cámara que grababa su día a día. Los Loud (que así se llamaban) acabaron convirtiéndose en efímeras estrellas televisivas. Incluso en España, mucho antes, ya tuvimos nuestro primer reality show. Y lo más curioso y sorprendente es que ese programa comenzó a rodarse ocho años antes de que empezara a funcionar la televisión en nuestro país. Se emitió solamente durante las primeras pruebas experimentales llevadas a cabo en 1948. Para que luego digan que en España no somos adelantados. El programa era una especie de concurso titulado “¿Quiere usted ser torero?” y el contenido es fácil de imaginar. Pero no fue hasta la llegada de “Gran Hermano” cuando el concepto de reality show se consolida definitivamente y abre las puertas a un amplio abanico de ideas en las que, como he dicho antes, prima la idea de ofrecer bocados de realidad. La aceptación por parte del público fue arrolladora, lo que propició que cada vez se realizaran más programas del mismo estilo. Muchos de los cuales, debo admitirlo, poseen una incomprensible capacidad para captar y mantener la atención del espectador.

¿Pero cuál es el secreto para que esos programas tengan tanto éxito? Tengo algunas teorías al respecto. La primera es que esa supuesta realidad que vemos, no es la nuestra, es la de unas personas totalmente ajenas a nosotros. Personas con las que es fácil empatizar cuando resultan ser simpáticas y con carisma, y de las que no nos cuesta reírnos cuando se muestran como seres ridículos y esperpénticos; porque, no nos engañemos, los participantes de tales programas están cuidadosamente seleccionados para que se ajusten a los parámetros establecidos y proporcionen a la audiencia un variopinto cóctel de emociones. Basta poner como ejemplo uno de los programas de más éxito de la actualidad, cuyo nombre, si lo traducimos del inglés, viene a significar algo así como “primeras citas”. A él acuden desde jóvenes con la mayoría de edad recién cumplida, y que sorprendentemente en algunos casos tienen tras de sí un tortuoso pasado que quieren dejar atrás, hasta octogenarios cuyo único propósito es hallar un compañero/a que les ayude a mitigar su soledad, o bien que les acompañe a los bailes de la casa del jubilado —condición esta última que a veces llega a ser crucial a la hora de decidir si quieren volver a tener una segunda cita—. Es raro el programa en el que no esté presente una pareja gay, o más de una, pues como todos sabemos, la homosexualidad es algo cada vez más aceptado en nuestra sociedad. Incluso en los últimos programas va creciendo el número de bisexuales que acuden a su cita a ciegas sin saber si su comensal pertenecerá a su mismo sexo o a algún otro. Lo último fue una mujer que solicitó una cita con dos personas que estuvieran dispuestas a tener una relación abierta.

«Otro motivo en el que creo yo se sustenta el éxito de estos programas es porque, admitámoslo, somos cotillas. Sentimos curiosidad, o morbo, me da igual. Yo mismo he visto más de una vez un programa que no me gustaba solo para saber si al final acababan juntos…»

Otro motivo en el que creo yo se sustenta el éxito de estos programas es porque, admitámoslo, somos cotillas. Sentimos curiosidad, o morbo, me da igual. Yo mismo he visto más de una vez un programa que no me gustaba solo para saber si al final acababan juntos o uno de los dos rechazaba al otro de manera humillante. No es que seamos unos miserables que gustan de regodearse ante las desgracias ajenas, pero sí creo que, aunque sea inconscientemente, el sufrimiento de los demás nos proporciona un cierto solaz. Ya sabéis, aquello de “mal de muchos, consuelo de tontos”. Porque, aunque esté feo decirlo, en algún momento del día, todos, sin excepción, somos un poco tontos.

Pero no es oro todo lo que reluce, y en ocasiones esa aparente espontaneidad ha sido meticulosamente planificada a fin de provocar en el espectador la reacción esperada. Sin ajustarse a un guion de manera estricta, a menudo en esos programas se crean situaciones principalmente enfocadas hacia el conflicto. Porque las disputas, las rencillas, la rivalidad, son lo que realmente alimenta el fuego que mantiene vivo el interés de la audiencia. Otro factor a tener en consideración es que el nivel de los seleccionados no sea demasiado alto, lo que suele darse de manera natural en determinados programas donde la belleza exterior de los participantes es inversamente proporcional a su cociente intelectual. Ya sean hombres, mujeres o viceversa.

«El nivel de los seleccionados no debe ser demasiado alto, lo que suele darse de manera natural en determinados programas donde la belleza exterior de los participantes es inversamente proporcional a su cociente intelectual.»

El caso es que, para no divagar demasiado, a veces nos presentan bajo la apariencia de realidad situaciones preparadas previamente, y en algunos casos hasta ensayadas. Muchos de los participantes ni siquiera son conscientes de que se les está manipulando para ridiculizarlos en la pantalla en aras de la audiencia. Otros son perfectamente conscientes de ellos, pero les da igual, tal es su nivel de ambición por conseguir sus minutos de gloria, o su escaso sentido de la dignidad.

La variedad es tan amplia que hay prácticamente un programa para cada tipo de espectador. Y lo cierto es que algunas veces resulta difícil sustraerse a la tentación de ver uno de esos engendros, porque lo cierto es que algunos son (como dirían los yanquis) jodidamente divertidos.

No obstante, se me ocurre una idea que podría resultar sumamente interesante, y que consiste en encerrar a un amplio grupo de políticos, cuidadosamente seleccionados, y confinarlos en un lugar donde permanezcan incomunicados por un tiempo indeterminado, que oscilaría desde los seis meses hasta que la audiencia perdiese el interés. Obviamente estarían controlados por cámaras, que los grabarían 24 horas al día. Una especie de Gran Hermano con algunos matices: No permanecerían en una confortable casa con todas las necesidades cubiertas, sino en un lugar que podría variar cada x programas, al que serían trasladados de noche, en un camión aislado de luz y sonido, con el fin de crearles tal estado de confusión que puedan llegar a olvidarse incluso de sus nombres. Podían empezar pasando un mes en el Valle de los Caídos, por ejemplo, conviviendo con el fantasma de Franco, el cual sería resucitado gracias a los efectos especiales. Verlos correr por los pasillos y jugar al escondite, ocultándose tras las estatuas y columnas sería un espectáculo garantizado. Y cuando Torra y Tardá estén a punto de empezar a delirar, ¡zas!, trasladarlos por ejemplo a una finca de Huelva, en la que se vean obligados a alimentarse exclusivamente de aquello que ellos mismos hayan sembrado y recogido, mientras un Renault 4 les sigue a todas partes con un aparato de megafonía desde el que se escuchen de manera ininterrumpida una selección de grandes éxitos de Manolo Escobar y de Los del Río, alternados con diferentes versiones del himno de España. Trabajando de sol a sol bajo el mando de un señorito a cuyo lado el de “Los santos inocentes” pareciera un santo. Rivera y Sánchez, por su parte, con pantalones de pana y sendos azadones en las manos, cavando surcos hasta que el sudor formara un charco a su alrededor del que se vieran obligados a escapar nadando. Casado empujando un arado hasta que sus brazos parezcan los de Arnold Schwarzenegger cuando rodó «Conan el Bárbaro». Y a Echenique lo podríamos sentar —¡Sí, se puede!— al volante de un tractor, perfectamente adaptado a él para que recorriera los campos intentando atropellar fachas.

Después, para compensarlos, se les trasladaría una semanita a Marina D’or donde a Alberto Garzón, Iglesias y Rufián se les sometería a la tortura más cruel, obligándolos a disfrutar de toda clase de lujos más propios de la casta capitalista que de auténticos comunistas antisistema. O quizá me he pasado un poco.

En fin, solo es una idea que habría que pulir. Pero estoy seguro de que en manos de guionistas más talentosos que yo, daría mucho de sí. Sería otra vuelta de tuerca al interesantísimo mundo de los reality shows que elevaría este género televisivo a la categoría de clásico.

Y como siempre, desde Murcia con amor.

Jorge R. Rueda-firma

Puedes seguir al escritor Jorge Rodríguez Rueda en Facebook y en Twitter Si su novela, «Gente Corriente», no está disponible en tu librería habitual puedes adquirirla en Amazon.

Autor- JJorge Rodríguez RuedaImagen de cierre de artículos

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2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Antonio dice:

    Magnífico artículo, enhorabuena a su autor.

    Me gusta

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