Cuentan que en la muy antigua y noble ciudad de Damasco vivió, y de eso no hace mucho, un hombre que logró burlar al Genio del Tiempo. Se llamaba Selim. Los que le conocieron, pese a no ponerse de acuerdo en su edad real, aseguraban que murió muy anciano. No obstante, coincidían, perplejos, en que no aparentaba más de cincuenta años a lo sumo.
Su extraordinaria historia fue recogida por James Hawthorne, ingeniero británico que llegó a la ciudad una vez arrebatada a los turcos por las fuerzas irregulares árabes, bajo el mando del célebre militar Thomas Edward Lawrence, en los días finales de la Gran Guerra. Hawthorne consignó muchas leyendas, historias y tradiciones durante los tres años que permaneció allí. Pero ninguna como ésta, que fue publicada, a finales de los años treinta por el impresor londinense Mathew Meyer en el volumen «Historias fantásticas del mundo árabe».
Selim heredó siendo joven el próspero negocio de alfombras, telas y pieles de su abuelo, un hombre respetado cuya mayor desgracia en la vida había sido la pérdida de su único hijo. Y sabe cualquiera, hasta un simple pastor del desierto, que la juventud no es tiempo de sabiduría, prudencia o comedimiento. A la muerte del padre de ese padre al que casi no conoció, Selim se entregó a una vida de derroche y desorden. Sus días se disipaban en medio de una inconsciencia tan insensata como alegre, y pocos recordaban a hombre más fanfarrón y mujeriego ni a madre más atribulada.
Ocurrió entonces algo que marcaría la vida de Selim para el resto de sus días. Una noche tuvo un sueño.
Se encontró en una habitación extraña, de alto techo, sin puertas ni ventanas. Miró a su alrededor y comprobó que estaba solo. Una alfombra, de fascinante dibujo y filigrana, a medio tejer, inacabada, atrajo poderosamente su atención. Cubría buena parte del suelo. Reparó también en unas grandes tinajas llenas de agua y de vino, junto a uno de los muros, y en una larga mesa, ubicada en el centro de la estancia, repleta de bandejas llenas de pasteles de miel y almendra y todo tipo de manjares y frutas. Un verdadero banquete, digno de un sultán. Algo más allá, distinguió un grueso libro, de páginas vacías y ajadas, y un tintero, una pluma y una velón ardiendo a medio consumir.
Apenas había observado todas esas cosas cuando una parte del techo desapareció como por arte de ensalmo, y un ser, imponente y sobrecogedor, envuelto en una tela de color parduzco, irrumpió en medio de un silencio sepulcral. No saltó directamente al suelo. Ante el asombro del joven comenzó a moverse por las paredes, sirviéndose tanto de los pies como de las manos, descendiendo más y más, hasta llegar hasta donde él estaba.
Tenía el aspecto de un anciano airado. Su mirada era terrible, sin fondo; sus labios, finos y pequeños; de piel rojiza y de cabello largo y blanco. No pronunció ni una sola palabra. Le miró sólo durante un breve y eterno instante, hasta convertirlo en piedra. Alargó su mano y dejó caer a los pies de Selim seis ramas, seis varas de madera de boj, despojadas de hojas, de unos dos palmos de longitud y del grosor de un pulgar. Y después , hecho eso, desapareció en menos de lo que se tarda en invocar el sagrado nombre de Alá.
Selim despertó en su lecho sobresaltado, pálido y sudoroso. Apenas podía respirar. Con gran esfuerzo se incorporó y alcanzó la ventana. Su corazón latía desbocado. El aire parecía no satisfacerle. En lo alto del cielo tililaban, pacíficas, mil estrellas, y bajo la suave luz de su distante parpadeo reconoció las familiares azoteas, minaretes y cúpulas de la vieja Damasco. Todo ha sido un mal sueño –se repitió una y otra vez–, una pesadilla sin sentido; mañana brillará el sol.
Sosegando su espíritu volvió a dormirse.
Y como es voluntad del Único que a una noche siga siempre un día, la luz volvió a enseñorear los cielos, y Damasco recuperó su pulso. Las callejas se llenaron de mercaderes, artesanos, visitantes, hombres ociosos, mendigos y almuecines llamando a la oración. Y de ese olor dulzón y pegajoso que es suma de infinitas especias e inunda todas las ciudades de Oriente.
Selim abrió los ojos bien entrada la mañana. Se levantó, buscó a tientas sus babuchas y arrastró sus pasos hacia la puerta.
Una oleada de terror sacudió todo su ser. Un alarido indescriptible escapó de su garganta.
Allí, junto a la entrada, estaban las seis varas de madera de boj que aquel ser le había arrojado en el sueño.
A media tarde toda la ciudad hablaba de la extraña visión de Selim y de su turbador hallazgo. En las tiendas, en los mercados de ganado, a la puerta de las mezquitas, el chismorreo pasaba de unos a otros con la misma rapidez con que los dinares cambian de mano. Hombres y mujeres, en diferentes corrillos, aquí y allá, especulaban intentando comprender el significado del insólito sueño. Ni el imán más docto, ni los ancianos más venerables lograron descifrar el misterio de las seis ramas.
Pero las historias cabalgan sobre las silenciosas alas del viento, y uno de sus soplos llevó la de Selim hasta una remota aldea en las montañas. Vivía allí, retirado, un hombre sabio y piadoso, casi ciego. Pasaba los días sentado a la sombra de las parras, escuchando el monótono triscar de las cabras y ovejas por los riscos cercanos. Al oír el relato sonrió, y pidió a uno que se disponía a viajar a la ciudad que buscara al joven. Así se hizo. Pocos días más tarde, un demudado Selim llegaba a su casa. Tras los saludos y zalemas de rigor, tomó asiento junto a él.
Entonces, el anciano le habló.
–Tu sueño, Selim, no deja lugar a dudas –afirmó en tono suave–. Es fácil interpretarlo. La habitación en la que te encontraste en tu visión, y todo lo que contiene, simboliza tu vida. Los alimentos sobre la mesa son todos los que podrás degustar antes de morir; el agua, toda la que deberá aplacar el resto de tu sed; la vela, el brillo que aún puedes desprender en tus días y tus noches; el libro vacío contiene lo que sólo Alá conoce, y lo que aún puede ser escrito. Finalmente, el ser extraño y terrible que se manifestó ante tus ojos es el Genio del Tiempo, que cuenta todos y cada uno de los días de nuestra existencia.
–¿Y las varas? –balbuceó Selim–. ¿Qué significan las ramas de boj?
Silencio.
–Las varas que arrojó el Genio a tus pies –prosiguió el sabio encarando un horizonte vetado a sus ojos– son los años que te quedan de vida. Seis en total. Ese es el significado de tu sueño.
El joven tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no derrumbarse.
–Nada me has dicho acerca de la alfombra –adujo él–. ¿Qué significado tiene esa alfombra a medio tejer?
El sabio asintió levemente, en su rostro se dibujó una sonrisa apacible.
–Esa alfombra es tu única esperanza… –anunció el anciano–. Lo intrincado y fascinante del dibujo corresponde a nuestros actos en este mundo. Todos los tejemos día a día, lo sepamos o no. Las alfombras de algunas vidas hablan de telares que trabajaron mal, sin paciencia ni amor. Otras son verdaderas obras de arte y los actos de una sola vida no alcanzan a completarlas. La que tú viste la comenzó a tejer tu abuelo, que la dejó incompleta al morir. Lo que resta por hilar te corresponde a ti.
Un largo silencio sucedió tras lo que a Selim le pareció explicación acertada. Pese a todo, en su mente se agolpaban multitud de preguntas que no lograba articular. La voz del viejo, cansina, le devolvió a la realidad.
–La pregunta que tus labios no encuentran –advirtió entre dos breves suspiros– es la única que podrías formular. Te estás preguntando qué deberías hacer sabiendo lo que ahora sabes, ¿verdad?. Escucha bien, pues hablar me cansa, y pensar aún más. Respóndeme: ¿cómo crees que he llegado a mi edad sin que el Genio del Tiempo me haya convocado?
–No lo sé, señor, explicádmelo, os lo ruego —imploró Selim, sumido en el más absoluto desconcierto.
–Debes saber, muchacho, que yo también soñé con él –reveló entonces el sabio–. Hace muchísimos años tuve una visión muy parecida a la tuya, y entendí que aún disponía de tiempo para modificar el desenlace de mi historia en el libro de la existencia. Desde aquel día he tomado de la vida sólo lo que necesito para subsistir; no cargo jamás peso alguno, ya que nada tengo, e intento caminar de modo que ni las piedras crujan ni el polvo se levante a mi paso. Y nada más puedo decirte. Anda, vete, y haz lo que debas hacer.
Durante el tiempo que Selim empleó en deshacer el camino hasta Damasco comprendió el alcance de las explicaciones del anciano. Vio el rostro desdibujado de su padre; también el de su abuelo, mirándole con triste resignación. Sentado a la sombra de unas palmeras, mientras el sol alcanzaba el cenit, supo cómo debía obrar.
Y esto es lo que se dice hizo.
Selim tomó las varas de boj. Utilizando un afilado cuchillo, con infinita paciencia, las partió verticalmente, dividiéndolas en dos; y esas dos mitades, a su vez, en otras dos. Y así sucesivamente. Eso le ocupó varios meses, pues no podía arriesgarse a quebrar ninguno de aquellos palos. Obtuvo de este modo un total de veinticuatro finas y frágiles varillas de madera. Observó, con satisfacción, que casi dos terceras partes de ellas soportarían, siempre que lo hiciera con exquisito cuidado y ánimo impecable, ser divididas nuevamente. Al cumplirse un año del sueño sus manos estaban repletas de cortes y cicatrices que sangraban con facilidad, pero tenía en su poder cuarenta finísimas varillas, envueltas, una a una, en la mejor de las sedas que las caravanas de Oriente traían, por la antigua ruta de los nabateos, hasta Damasco.
Y ni una más.
Acometer semejante tarea había transformado a Selim por completo. Le había infundido determinación y propósito, también paciencia y un nuevo sentido de la mesura. Nada en su rostro recordaba al joven irreflexivo y licencioso de antaño. Cedió el gobierno de sus bienes a su único primo, y los beneficios que éste le entregaba los repartía entre todos los que se le acercaban. Vivía con la frugalidad de un asceta; bebía el agua a pequeños sorbos y masticaba cantidades ínfimas de alimentos cada vez. Se movía como una hoja al viento por plazuelas y callejas, y pasaba las tardes sentado bajo la sombra de los árboles, ajeno al tráfago de las gentes.
Cada año, durante seis años, el Genio del Tiempo se le aparecía en sueños. La misma noche, en la misma habitación de ensueño. En cada ocasión reclamaba, sin mediar palabra alguna, uno de los palos y se desvanecía. Superado el sexto año, Selim supo que había vencido. Seguía vivo, sabio y silencioso.
Treinta y cuatro años tardaría el Genio del Tiempo en reclamar la última de las finas varas de madera de boj.
Para entonces Selim era capaz de caminar liviano, sin quebrar una hoja seca al hollar, sin levantar siquiera el polvo del camino.
El presente relato forma parte de la recopilación «Historias del Biverso», volumen de cuentos y narrativa breve en el que trabaja el autor en la actualidad. Esta es la primera vez que se publica en internet. ©Julio Murillo 2003