Ha pasado un año. El tiempo corre rápido. Y el maldito Procés es ya una etapa conclusa e infame (lean, por favor, la excelente recensión de Juan Poz sobre la presentación del libro «Anatomía del Procés», coordinado por Joaquim Coll), posiblemente la más infame de la Historia Contemporánea de España; hechos que serán material de análisis futuro por parte de historiadores y sociólogos. Así pase el tiempo y nos alejemos del epicentro de esta locura desatada por políticos carentes de toda ética y moralidad, veremos las cosas con mayor claridad, aunque los rasgos y hechos principales son notorios y permanecen grabados de modo indeleble en nuestro recuerdo. Les recomiendo, y así termino con esta introducción, que lean el formidable análisis que bajo el título «Crónica de un golpe de Estado» ha escrito para Ataraxia el Catedrático de Derecho Internacional Rafael Arenas, repasando todo lo sucedido de manera pormenorizada, y siempre desde la óptica jurídica y constitucional. No tiene desperdicio. Ante un texto así poco más se puede añadir. Tampoco olviden el artículo de Yael Borkow, «Barcelona en el espejo», texto que recoge las observaciones y opiniones de muchos extranjeros, de origen sefardí, que visitan Barcelona a fin de tramitar la documentación que les permitirá obtener la nacionalidad española.
Decía que ha pasado un año. Y no quiero rememorar ni detenerme en exceso —porque el bombardeo informativo al respecto aburre, en estos días, hasta a las moscas—, en lo sucedido, es decir: la tropelía de la Ley de Transitoriedad Jurídica y la Ley del Referéndum, aprobadas a base de rodillo totalitario, los días 6 y 7 de septiembre, por un Parlament que conculcó los derechos de la oposición; ignoró a su propio organismo, el Consejo de Garantías Estatutarias; hizo volar por los aires su propio Estatuto Autonómico, y no dudó en pisotear la norma suprema que todos estamos obligados a preservar y observar: la Constitución.
Todo eso ya pasó. Las imágenes siguen ahí, en la retina… Ese 47% de catalanes usados como títeres el 1 de octubre por una plutocracia aferrada al poder con uñas y dientes, un estamento político deleznable, corrupto, supremacista, hispanofóbico, y, digámoslo sin ambages, fascista en cuerpo y alma. A ese día siguieron un «paro de país»; un mensaje del Rey; una masiva e impresionante manifestación de catalanes constitucionalistas —en Barcelona, el 8 de octubre—; y dos días para el olvido, en los que Carles Puigdemont, el filibustero enajenado, rodeado por un estamento de caciques carlistas de pueblo, con el apoyo de un puñado de anarcosindicalistas hijos de papá, proclamó la tristemente célebre «independencia de los ocho segundos», épico gatillazo del que aún no se ha recuperado la legión de abducidos que le secunda.
Después llegaría la huida de los más valientes, con el líder a la cabeza, dando ejemplo, camino de Waterloo; la entrada en prisión de buena parte de los responsables del destrozo, y el inicio de un intenso año de protestas, basura amarilla, reveses judiciales incomprensibles, altercados y crispado enfrentamiento social entre quienes consideran que todos los responsables de la catarsis vivida son paradigma democrático, faro y guía, o por el contrario un puñado de gentuza que no merece el aire que respira ni el suelo que pisa.
Un año más tarde, y con un cambio de Gobierno en España debido a una moción de censura, podemos mirar en derredor y concluir que el panorama a día de hoy, si bien no mueve al pánico que muchos sentimos durante aquellas interminables semanas —marcha de empresas, retiradas masivas de fondos y depósitos bancarios, agresividad desatada— no suscita demasiadas esperanzas de que todo esto se resuelva y se diluya como un azucarillo en el café. Permítanme que sintetice, de forma somera, el punto en el que nos hallamos ahora mismo y que marcará los acontecimientos a corto y medio plazo…
El nacionalismo secesionista unilateral ha sido derrotado y se ha retirado a sus cuarteles de invierno, para lamerse las heridas, estudiar cómo volver a la carga y ampliar la cacareada base social que permita, en un futuro indeterminado, proseguir con su vergonzoso plan. Ahora mismo no hay hoja de ruta y el independentismo de base se halla dividido entre los más radicales, los irritados, que no aceptan la derrota –léase CUP, Arran, CDR’s—y que siguen llamando a quemarlo todo, por una parte, y los crédulos que aún miran a Waterloo por la ventana de Twitter, para ver qué estupidez reconfortante les vende el buhonero bipolar en forma de consigna que les permita mantener viva la ilusión de que esto se implementa como quien chasquea los dedos, porque la República ya ha sido proclamada y sólo es cuestión de un pequeño empujón. Este segundo grupo son los que se contentan con seguir colgando lacitos amarillos, con apuntarse a cenas amarillas y a coreografías los días de guardar, peregrinando a las cárceles, para bailar sardanas y cantar «¡Vivan los reos, los hay donde quiera que vas!» en plan kumbayá, con fiambrera y chirucas.
A nivel político, el independentismo está completamente dividido. El PDeCAT será expulsado del seno de ALDE el 27 de octubre, y protagonizará una lucha despiadada, no lo duden, con ERC por mantener su hegemonía territorial en Cataluña en las próximas elecciones municipales. Poco importa que se llamen PDeCAT o La Crida. Los de ERC, más analíticos, intentan insuflar dosis de realidad a la parroquia, conscientes de que todo ha sido un gatillazo, y se centran en la vía autonómica mientras fían lo de la independencia “al tiempo y una caña”. Elisenda Paluzie, y sus alegres muchachos de la ANC, desisten de que Cataluña se apunte a un “paro de país” el día 1 de octubre, que no secundará ni el tato, y lo dejan en una manifestación –que seguro retransmitirán los de TVen3—mientras anuncian que en breve harán pública una web de buenas empresas republicanas catalanas con la que hacer la puñeta al IBEX. Los de la CUP, por su parte, y como es lógico, apuestan por liarla parda, pero la fuerza la pierden por la boca, porque en muchas de sus protestas y acampadas (TSJC, Plaza Sant Jaume…) ya son tres gatos y la tieta. De ahí que apoyen y cierren filas con Carles Puigdemont, al que ya toda Europa considera un auténtico majadero. Les recomiendo que vean, si no lo han hecho, el vídeo íntegro de la entrevista realizada en la televisión belga, en la que los entrevistadores le propinan bofetadas hasta en la partida de bautismo y se ríen de él en sus narices. Antológico. Puigdemont será en muy poco tiempo un espectro más risible que el de Canterville, de ahí que cada día la suelte más gorda, para no perder notoriedad y comba. Entre sus últimas ocurrencias, decir que teme por su vida, que nunca quiso ser un mesías, pero que acabará siéndolo por aclamación popular, y que en su interior existe una pulsión ácrata y anarcosindicalista. Todo un fantoche que acabará dando conferencias a ultraderechistas a 20 euros la entrada, tal y como ocurrirá la próxima semana.
El problema principal, o uno de los que más nos afecta y afectará, ahora mismo, es tener un Gobierno en España presidido por un mediocre capaz de convertir en Doctor Honoris Causa a un diletante intelectual como José Luís Rodríguez Zapatero, que ya es decir. Mientras Pedro Sánchez se ama y se besa en espejo veneciano, vuela de concierto en concierto, y busca fotografiarse con todos los que en el mundo son y cuentan –en Canadá, EE. UU. y allí donde le den pábulo–, sus ministros se caen al ritmo de uno al día. Todo es tan reciente, tan de rabiosa actualidad, que me parece innecesario tener que explicárselo y robarles precioso tiempo. Dejémoslo en que este es un ejecutivo desastroso, que pretende agotar la legislatura, hasta 2020, y que se aferra al poder apoyado por nacionalistas catalanes, partidos vinculados a ETA y Podemitas ansiosos por ocupar parcelas de poder y manejar todo el presupuesto que sea posible.
De ahí que Sánchez, como las gallinas, no sepa dónde poner el huevo, y nos obsequie, a diario, con una de cal y otra de arena, y que todo su gabinete, incluyendo a la delegada del Gobierno en Cataluña, y a Miquel Iceta, encantador starlette del PSC, lancen globos sonda hablando de piedad, humanidad, fin de prisión preventiva para los golpistas, indultos, o qué bonito es Quebec y qué bien lo solucionaron todo allí.
Sin los votos del nacionalismo catalán —»o me das o te dejo caer»— no se aprobarán los Presupuestos Generales del Estado, y si a esa circunstancia determinante se une un aumento de la tensión ambiental propiciada desde Cataluña, que venga a sumarse a las meteduras de pata, incompetencia supina y falta de talla política del gabinete presidencial, a Sánchez no le quedará más remedio que convocar elecciones. Personalmente, de seguir así las cosas, dudo mucho de que lleguemos al verano de 2019. Pablo Casado y Albert Rivera no les darán cuartel. Y lo mismo sucederá en Cataluña, con el diletante de Quim Torra, que no legisla, que ya es vilipendiado en la calle por los constitucionalistas –que ya no callan ni callarán–, que no goza de crédito ni entre los suyos, y que no acude a ninguna de las citas económicas y vitales (Corredor Mediterráneo) en las que debería estar presente.
Un año después de esas semanas en que todos vivimos peligrosamente, hemos entrado de lleno en el postprocés. No me pregunten cuánto durará –según Josep Borrell, 20 años, uno arriba o uno abajo–. Dios no lo quiera, porque para entonces más de la mitad estaremos en la UCI. Pero dure lo que dure, será época inestable y turbulenta, no lo duden.
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